MARÍA, LA GRAN FIGURA DEL ADVIENTO
por Carmen Herrero
Adviento, tiempo de espera y esperanza; porque en el seno de María crece el fermento de una vida nueva: el Hijo del Dios encarnado en su seno toma nuestra propia humanidad. “Dios se hace hombre para que el hombre se convierta en Dios” (San Irineo). “He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, que se llamará Emanuel” (Isaías 7,14).
María vivió el Adviento más profundo y real: la espera esperanzada de una madre encita que espera impaciente el momento del parto, el momento de dar a luz al esperado de los pueblos, al anunciado por los profetas, al Emanuel, al Dios hecho hombre.
En María culmina la espera de Israel, porque en ella se encarna el anunciado de parte de Dios por los profetas. María abrió su corazón y sus entrañas a la acción del Espíritu Santo en ella. María fue la llena de gracia para vivir intensamente la intimidad divina. “El Señor está contigo”, le dirá el ángel Gabriel (Lc 1,28). La presencia de Dios en ella es su propia identidad. Dios está en ella y con ella. María, siendo una creatura, está tan unida a su Creador que es una misma cosa con él. Ella antes que Pablo pudo exclamar: “No soy yo es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). Cristo vive en María y María vive sumergida en Dios. Si los místicos hablan del matrimonio espiritual, la primera creatura que lo vivió en toda su plenitud fue María. María es la mística por excelencia, el arquetipo de la vida contemplativa. Ella no solamente fue Madre de Jesús en la carne, sino que es la esposa amada del Verbo.
María nos enseña a vivir el verdadero sentido del Adviento desde una dimensión de sencillez, asombro, gratitud, admiración, silencio y contemplación en el niño que lleva en su seno. Aquel que viene, que está a la puerta y llama queriendo nacer en tu corazón, en el mío, en el de todos. San Agustín afirma que María “concibió a Dios en su corazón antes que en su cuerpo.”
María es la acogedora fiel de la Palabra hecha carne. Su propia sangre fue la sangre de Cristo. Por las venas de Cristo corre la sangre de María, Jesús se encarna, por obra del Espíritu Santo, en el seno de una doncella virgen. María hizo posible la primera Navidad. María, la joven maman, fue la primera en acoger el llanto del recién nacido, junto con su esposo José, de sentir el latido de su tierno corazón y de estrecharlo en su regazo maternal con entrañas de madre y virgen. Años más tarde, también María será quien acoja el último suspiro de su Hijo muriendo en una cruz como un mal hechor. Ella estará al pie de la cruz con la misma fe, firmeza, fortaleza y amor que cuando al ángel Gabriel le anunció: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios. Y he aquí, concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de su padre David (Lc 1,30-32). Ante la evidencia de la muerte de su Hijo, ¿cómo seguir creyendo en las promesas del Ángel? ¡Profunda fe la de María! Pero la cruz, que se presentaba como el final de toda esperanza; para ella apareció como el árbol de la Vida. El cumplimiento del plan salvífico por parte de Dios. En la cruz es donde realmente este Niño nacido en Belén, llamado Emmanuel, Jesús, se manifiesta como el Mesías y el Salvador. En la bajeza de un malhechor, Jesús manifiesta su poder salvífico para toda la Humanidad.
María nos enseña el camino para que Jesús nazca en nuestro proprio seno: fe incondicional en las Promesa de Dios, confianza, entrega y fidelidad al plan de Dios. Pues, Dios para cada uno de sus hijos tiene un plan, un proyecto. María nos enseña a hacer la voluntad del Padre, a ser fiel al plan de Dios. “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Esta podía ser una oración de Adviento. Una oración repetida continuamente para que ella baje a nuestro corazón y anide en él.
En Navidad nace el Emmanuel el Dios con nosotros, un niño, pobre, pequeño y necesitado de cuidados, como todo niño. Numerosos son los hombres y mujeres con los que nos encontramos diariamente, necesitados de pan y de hogar, de cariño y amistad, viviendo sin techo ni esperanza, para quienes el Adviento no tiene ningún sentido; porque tampoco lo tiene la Navidad. Al ejemplo de María, y con su ayuda, sepamos acoger a tantos hermanos nuestro necesitado de los cuidados de un niño, y sepamos arroparlos con nuestra comprensión y amor maternal.
Seamos hombres y mujeres de fe y confianza que transmiten al mundo el júbilo del nacimiento de Jesús, el Mesías, el Salvador. Solamente él puede erradicar tantas y tantas carencias, injusticias y necesidades de todo tipo como hay en el mundo, tanto y tanto llanto y sufrimiento. Ante la realidad concreta de la sociedad que vivimos, sembremos semillas de esperanza y amor para que la Navidad sea una realidad en todos los corazones. Y con María digamos a Dios encarnado: “no tienen vino”, es decir, “no tienen esperanza”. “Viven en la pobreza absoluta”. Dios encarnado, sé tú mismo su esperanza y su gozo, acógelos en tu regazo y arrópalos con la ternura de tu amor.
Vivir el Adviento a la luz de María conlleva ser personas interiorizadas, silenciosas, orantes y generosas, dándose del todo al Todo, para que él pueda encarnarse en nuestro interior y vivamos en su intimidad, en comunión con nuestros hermanos y hermanas en humanidad, para que seamos hombres y mujeres de paz y concordia. Si así vivimos el Adviento, la Navidad será una realidad en nuestro corazón, en las familias y en nuestra sociedad.
Que María la llena de gracia, la elegida del Padre, para que en ella se cumpla la Promesa, la encarnación del Verbo, nos ayude a vivir el Adviento con los ojos y el corazón puestos en Aquel que llega y nos trae la paz, la justicia y la unidad entre todas las razas y naciones. Nuestra Señora del Adviento, ruega por tus hijos e hijas que a tu protección se acogen.
Sor Carmen Herrero Martínez
Fraternidad Monástica de Jerusalén
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