Protestantismo
La cuarta gran ruptura en la unidad de la cristiandad fue la causada por la Reforma Protestante del siglo XVI. De este movimiento no se puede decir de ninguna manera que dejó intactos la organización y los métodos de de la Iglesia Católica entre las poblaciones que se llevó consigo. Por el contrario, efectuó los cambios de sistema más revolucionarios donde prevaleció, al sustituir las organizaciones eclesiásticas constituidas sobre un principio radicalmente diferente y con códigos de opiniones religiosas desconocidas para las edades anteriores. En primer lugar, Lutero no tenía intención de romper con la autoridad de la Iglesia; en cualquier caso no inscribió ese objetivo en su programa original. A partir de sus propias experiencias espirituales desordenadas elaboró una teoría del pecado y la salvación basada en su peculiar doctrina de la justificación por la fe. Sólo cuando la Santa Sede rechazó esta parodia de la enseñanza de San Pablo, junto con las conclusiones que Lutero había deducido de ella ---sólo cuando se volvió así necesario, si persistía en sus errores, que debía buscar en otra parte un principio sobre el cual basarlos--- recayó en el principio de la interpretación privada de la Biblia como la regla única y suficiente de la creencia cristiana. Hay que reconocer que había tenido precursores en este curso; pues la misma Iglesia siempre ha predicado la infalibilidad de la Sagrada Escritura, y heresiarcas anteriores acostumbraban justificar sus revueltas contra sus decisiones doctrinales al afirmar que, en cuanto a las doctrinas en particular en que estaban interesados, la Sagrada Escritura estaba a favor de ellos y no de ella.
Lo que fue especial y novedoso en Lutero y sus colegas fue que levantaron el principio de una apelación a la Biblia no sólo en un estándar exclusivo de la sana doctrina, sino incluso en una que el individuo siempre podía aplicar para sí mismo sin depender de las interpretaciones autorizadas de la Iglesia que sea. El mismo Lutero y sus compañeros reformistas ni siquiera entendían su nueva regla de fe en el sentido racionalista de que el investigador individual puede, mediante la aplicación de los principios reconocidos de la exégesis, asegurarse de extraer del texto de la Escritura el sentido previsto de su autor divino. Su idea era que el protestante más serio que va directo a la Biblia por sus creencias se pone en contacto inmediato con el Espíritu Santo y puede tomar las ideas que su lectura le brinde como la enseñanza directa del Espíritu para sí mismo. Pero, por mucho que los reformadores formulen así su principio, en la práctica no pueden evitar el tener que recurrir a los principios de la exégesis, aplicados bien o mal, de acuerdo a la capacidad de cada uno, para el descubrimiento del sentido atribuido al Espíritu Santo. Así su nuevo estándar doctrinal decayó aun en sus propios días, aunque no lo percibieron, y más aún en días posteriores, en el más inteligible pero menos pietista método de racionalismo.
Ahora bien, si la Biblia hubiera sido redactada, como no lo es, en forma de una declaración de doctrina y regla de conducta clara, simple, sistemática e integral, no parecería, quizás, antecedentemente imposible que Dios hubiese querido que este fuese el camino por el cual su pueblo debía llegar al conocimiento de la verdadera religión. Sin embargo, incluso entonces la validez del método necesitaría ser probado por el carácter de los resultados, y sólo si éstos exhibiesen un acuerdo profundo y de largo alcance entre los seguidores sería seguro concluir que fue el método que Dios realmente sancionó. Esto, sin embargo, estaba lejos de la experiencia de los reformadores. Lutero había asumido extrañamente que los que le siguieron en la sublevación usarían su derecho al juicio privado sólo para afirmar su completo acuerdo con sus propias opiniones, para las que reclamaba la sanción de una inspiración recibida de Dios, que le igualaba con los profetas de la antigüedad. Pero pronto aprendería que sus seguidores le adjudicaron tan gran valor a sus propias interpretaciones de la Biblia como el que él le dio a la suya, y estaban dispuestos a actuar sobre las propias conclusiones de ellos en lugar de las de él. El resultado fue que ya para el comienzo de 1525 -sólo ocho años después de haber propuesto sus herejías- lo encontramos reconociendo, en su "Carta a los cristianos de Amberes" (De Wette, III, 61), que "en Alemania hay tantas sectas y credos como cabezas. Una no tendrá el bautismo, otra niega el sacramento, otra afirma que hay otro mundo entre este y el último día, algunas enseñan que Cristo no es Dios, algunas dicen esto, algunas dicen aquello. Ningún patán es tan grosero pero, si alguna fantasía entra en su cabeza, debe pensar que el Espíritu Santo ha entrado en él, y que va a ser un profeta". Por otra parte, además de estas multiplicadoras manifestaciones del individualismo puro, dos líneas principales de distinción de partido, cada uno con una fatal tendencia a mayor subdivisión, habían comenzado casi desde el principio a dividir a los líderes de la reforma entre sí. El reformador suizo, Ulrico Zuinglio, había iniciado su rebelión casi simultáneamente con Lutero, y, aunque estaban en la misma línea en cuanto a sus doctrinas fundamentales de la interpretación privada dela Biblia y la justificación por la fe, tomaron puntos opuestos en lo que respecta a las doctrinas importantes de la predestinación y la naturaleza de la Sagrada Eucaristía, y les adjudicaron tanta importancia que se volvieron enemigos irreconciliables y dirigentes de partidos antagónicos.
Sobre ese fundamento, si se adherían a él consistentemente, era imposible construir una Iglesia que debía sobresalir en el mundo como la antigua Iglesia que se esforzaban por destruir, porque si en última instancia el juicio del individuo era para él la autoridad suprema en materia de religión, es imposible que ninguna autoridad externa pudiese tener derecho a exigir su sumisión a sus sentencias cuando fuesen contrarias a las suyas. Los primeros reformadores probablemente se dieron cuenta de esto, pero sentían la necesidad de construir una especie de Iglesia que pudiese unir a sus miembros en una entidad corporativa que profesara la unidad de credo y culto, y que, en contraste con la Iglesia del Papa, a la que llamaban apóstata, pudiese ser llamada la verdadera Iglesia de Dios. Y así, a pesar de las contradicciones en las que se estaban involucrando, se dieron a la tarea de excogitar una teoría de constitución de iglesia adecuada a sus propósitos. Esta teoría se exhibe en el séptimo artículo de la Confesión de Augsburgo de 1530, con la cual se conformaron las otras confesiones protestantes, tanto luterana como reformada (es decir, calvinista) de las próximas pocas décadas. “La Iglesia de Cristo”, dice la Confesión de Augsburgo, “en su significado propio, la congregación de los miembros de Cristo, es decir de los santos, que realmente creen y obedecen a Cristo; aunque en esta vida muchos hombres malos e hipócritas se entremezclan con esta congregación hasta el día del juicio. Esta Iglesia, así llamada propiamente, tiene, además, sus signos, a saber, la pura y sana enseñanza del Evangelio y la utilización correcta de los sacramentos. Y para la verdadera unidad de la Iglesia es suficiente llegar a un acuerdo en cuanto a la enseñanza del Evangelio y la administración de los sacramentos".
Esta idea de la Iglesia tiene alguna semejanza superficial a la idea católica, pero en realidad es su opuesto exacto. El católico, también, diría que su Iglesia es la casa de la enseñanza verdadera y verdaderos sacramentos, pero ahí termina la semejanza. El católico primero se pregunta cuál es la verdadera Iglesia que Cristo ha establecido para ser la guardiana de su revelación, la maestra y gobernante de su pueblo. Luego de haberla identificado por las marcas establecidas en su rostro -por su continuidad con el pasado, que, en virtud de su indefectibilidad, necesariamente debe poseer, su unidad, catolicidad y santidad-, se somete a su autoridad, acepta su enseñanza, y recibe sus sacramentos, en la plena certeza de que sólo porque están accionados por su autoridad su enseñanza es la verdadera enseñanza y sus sacramentos son los verdaderos sacramentos. El protestante, por el contrario, si sigue el curso trazado para él por estas confesiones protestantes, comienza preguntándose, y decide por la aplicación de una prueba totalmente distinta e independiente, cuáles son las verdaderas doctrinas y los verdaderos sacramentos. Luego vigila a ver si hay una Iglesia que profese tales doctrinas y use tales sacramentos, y habiendo encontrado una, considera que es la verdadera Iglesia y se une a ella. La fatal tendencia a la desunión inherente a este último método aparece cuando nos preguntamos cuál es esa prueba distinta e independiente por la que el protestante decide sobre la verdad de sus doctrinas y sacramentos, pues es, como lo declara toda la historia del movimiento de la Reforma, esta regla de la Biblia dada a la interpretación privada del individuo la que es incompatible con cualquier sumisión real a una autoridad externa. Importante, sin embargo, y fundamental como es este punto, la Confesión de Augsburgo pasa otra vez sin la más mínima mención. Así, también, hacen la mayoría de las otras confesiones protestantes, y ninguna de ellas se atreve a ir a la raíz de la dificultad.
La Confesión Escocesa de 1560 (de la cual la Confesión de Westminster redactada en Inglaterra durante la República es una ampliación) es la más explícita a este respecto. Después de reclamar que la Iglesia Presbiteriana recién establecida por John Knox y sus amigos tiene la verdadera doctrina y los sacramentos correctos, da como razón de su afirmación que "la doctrina que usamos en nuestras Iglesias está contenida en la Palabra escrita de Dios … en la que afirmamos que están suficientemente expresadas todas las cosas que los hombres deben creer para su salvación". Luego continúa diciendo que "la interpretación de la Escritura no pertenece a ninguna persona pública o privada, o a ninguna Iglesia, sino que este derecho y autoridad de interpretación pertenece exclusivamente al Espíritu de Dios por quien las Escrituras fueron puestas por escrito". Esto, sin duda, es lo que los otros reformadores en Alemania, Suiza, y en otras partes también habrían dicho, pero omitieron prudentemente el punto en sus confesiones, medio conscientes de que reclamar el derecho de interpretación para el Espíritu de Dios no era más que una manera engañosa de reclamarlo para cada individuo que pudiese concebir que había capturado la mente del Espíritu; previendo, también, que, si ninguna Iglesia podía reclamar el derecho de interpretar con autoridad, ninguna iglesia, protestante no más que la Católica, podría reclamar el derecho de imponer sus doctrinas o culto a los demás.
Sin embargo, los líderes reformadores sabían lo que hacían. Querían tener una iglesia protestante, o en todo caso, iglesias protestantes, para oponerse a la Iglesia del Papa, y se proponían que estas nuevas iglesias debían profesar un credo muy definido, y reforzar su aceptación, junto con sumisión a su régimen disciplinario, sobre todos a los que ellos pudieran llegar en el ejercicio de una jurisdicción muy eficaz y coercitiva. En consecuencia, estas confesiones protestantes de fe, que eran la expresión formal de sus credos doctrinales, contenían y prescribían, muy a la manera de las profesiones de fe católicas o decretos de los concilios, listas de artículos muy definidos, a menudo con anatemas añadidos dirigidos contra los que se atreviesen a negarlos. Los ministros iban a ser "llamados" antes de que pudieran ejercer sus funciones, y los que tenían derecho a llamarlos eran los órganos de gobierno formados por clérigos y laicos en proporciones fijas, y formados jerárquicamente en consistorios locales, regionales y nacionales. A estos órganos de gobierno pertenecía también el derecho de administración, de decidir las controversias y de excomulgar. La dificultad era dotarlos de poder coercitivo, pero para ello los reformadores alemanes recurrieron al poder secular. Ellos le aseguraron a sus príncipes que el poder secular estaba obligado a usar su espada para la defensa del derecho y la supresión del mal; y le pertenecía a este departamento de sus funciones que en tiempos de crisis religiosa debía asumir la responsabilidad de promover la causa del Evangelio -es decir, de las nuevas doctrinas- y erradicar los viejos errores.
Hasta entonces los príncipes alemanes habían estado fuera de los nuevos evangelizadores, cuyas tendencias democráticas sospechaban, pero este llamado a su intervención se cebó con la sugerencia de que deberían quitarles a los católicos sus ricas dotaciones y aplicarlas a usos más adecuados. Se tomó el cebo, y dentro de pocos años, uno tras otro, los príncipes del norte de Alemania -una clase no muy edificante- se declararon del lado del Evangelio y listos para tomar la responsabilidad de su administración. Entonces, desde 1525 en adelante, siguiendo el ejemplo de Felipe, Landgrave de Hesse, uno de los hombres más inmorales de la época, se apoderaron de las abadías y obispados dentro de sus dominios, cuyos ingresos aplicaron mayormente al aumento de los suyos, y procedieron a fundar iglesias nacionales, con base en los principios aceptados poco después por la Confesión de Augsburgo, que debían ser autónomas para cada dominio bajo el supremo gobierno espiritual y temporal de su soberano secular. Para estas Iglesias nacionales redactaron códigos de doctrina, sistemas de culto y órdenes de ministros, cuya observancia imponían a todos sus súbditos bajo pena de destierro, un castigo que se infligía a la vez a los del clero católicos que permaneciesen fieles a la religión de sus antepasados, así como a multitudes de laicos católicos.
Este sistema de Iglesias nacionales no implicaba necesariamente la imposición de credos protestantes diferentes entre sí, ya que estaba dentro del poder atribuido a los príncipes que debían ponerse de acuerdo en cuanto a lo que iban a poner en vigor, y sin duda hasta cierto punto, esto fue lo que sucedió, que hicieron del luteranismo la forma de religión predominante en la Alemania protestante. Sin embargo el sistema suponía que el príncipe tenía el poder, si lo juzgaba conveniente, para introducir un credo diferente del de los dominios vecinos, y con el tiempo esto fue lo que sucedió cuando los partidos luterano y reformado se establecieron dentro de los límites del Imperio en oposición formal entre ellos. Algunos principados ---y fue lo mismo con las ciudades libres que se pasaron al protestantismo --- pusieron en vigor una de las formas de la confesión luterana, otras una de las formas de la confesión reformada, e incluso hubo oscilaciones en el mismo principado según un soberano sucedía a otro en el trono. El caso notable de esto fue en el Palatinado, cuyos habitantes se vieron obligados a cambiarse entre el luteranismo y el calvinismo en cuatro ocasiones entre los años 1563 y 1623. Esta pretensión de los príncipes alemanes de dictar una religión a sus súbditos se llegó a conocer como el jus reformandi, y dio lugar a la máxima Cujus regio ejus religio. Por la Paz de Augsburgo de 1555, se concedió de mala gana a los príncipes protestantes esta pretensión como una solución temporal, y por el Tratado de Westfalia (1648) recibió una especie más formal de sanción imperial, contra la cual se realizó una protesta ineficaz en nombre del Papa Inocencio X por su nuncio, Chigi.
En Suiza no había príncipes que se pusiesen a la cabeza de las nuevas Iglesias nacionales, pero su lugar fue tomado por los gobiernos cantonales, dondequiera que habían sido capturados por la facción protestante. Así, Zuinglio, quien comenzó su ardiente prédica contra la Iglesia Católica en 1518, en pocos años había reunido en torno suyo un grupo de seguidores fanáticos, que con su ayuda, y al mantener como incentivo la confiscación de la propiedad eclesiástica, ya para 1525 fue capaz de atraer a su lado a la mayoría de los miembros del Consejo de Estado de Zurich. Esta mayoría, por instigación de Zuinglio, dominó y expulsó a los miembros católicos del consejo. Aunque la religión católica había sido la religión de sus ancestros por muchos siglos y todavía era la religión de la gente pacífica del campo, fue proscrita sumariamente; incluso se prohibió la celebración de la Misa bajo duras penalidades; mientras que, para hacer imposible su restauración para siempre, la multitud feroz dirigida por Zuinglio en persona fue enviada a visitar las diversas iglesias y a despojarlas desus estatuas y ornamentos con el argumento de que la Biblia les mandaba a erradicar la idilatría. Limpiado así el terreno, el consejo de estado por su propia autoridad estableció una Iglesia nacional conforme con el tipo alemán. Berna, Basilea, Schaffhausen, San Gall y Appenzell rápidamente siguieron los pasos de Zurich, donde se emplearon los mismos métodos de violencia en cada caso. Los deseos de la gente no contaban para nada. Las opiniones de ayer aprobadas por los líderes fanáticos fueron a la vez exaltadas en dogmas para los que se reclamó una autoridad sobrelas conciencias de todos muy por encima de la que había sido ejercida por la venerable Iglesia de los siglos.
Estos cantones protestantes tampoco quedaron satisfechos con la imposición de sus nuevas doctrinas a sus propios súbditos. Tras combinarse con ciertas ciudades del Imperio para formar una “Liga Cristiana”, citaron en su nombre a los cantones católicos de Schwytz, Uri, Unterwalden, Zug y Lucerna, para que siguiesen su ejemplo en suplantar la antigua
fe por la nueva. Estos últimos, sin embargo, fueron firmes en su negativa y, a pesar de que su fuerza militar era inferior a la de sus antagonistas, finalmente les infligieron una severa derrota en Kappell (31 de octubre 1531), derrota en la que Zuinglio mismo y varios otros predicadores fueron asesinados en el campo. Fue un duro golpe para el zuinglianismo, que, como tal, nunca se recuperó y salvó los cantones católicos del peligro de perversión, al abrir el camino para la restauración católica que iba a producirse. Pero, si el zuinglianismo en Suiza estaba prácticamente muerto, esto no significó que se había extinguido el protestantismo allí, sino que estaba a punto de pasar a través de Suiza al calvinismo. Juan Calvino, nacido en Picardía, después de empaparse en París de los puntos de vista luteranos a los que más tarde, en sus “Institutos”, le dio la nueva forma desde entonces asociada a su nombre, se estableció en Ginebra en 1536. El deseo de los ciudadanos de sacudirse el yugo de Saboya mediante su alianza con la Confederación Suiza le dio la oportunidad de adquirir un poder sobre ellos, a través de cuyo ejercicio pudo imponerle a la ciudad todo ese despotismo teocrático que se encuentra en la historia como el ejemplo supremo de la tiranía espiritual.
De Alemania y Suiza, las fuentes respectivas del luteranismo y calvinismo, el protestantismo se propagó a otras tierras, pero en este sentido el calvinismo se mostró más exitoso que el luteranismo. El luteranismo se difundió a Dinamarca y a la península escandinava, y en cada caso le debió su inicio y consolidación a la compulsión y persecución practicada en un pueblo mal dispuesto por los soberanos indignos; pero, salvo que en Polonia también hizo algunos avances, esta fue la medida de sus conquistas. Por otra parte, el calvinismo suplantó al luteranismo en Alemania, y se convirtió en la religión dominante en algunas partes, especialmente en el Palatinado, además de ganar más de un número suficiente de adeptos en los distritos predominantemente luteranos, lo que lo hizo un rival resistente al luteranismo en suelo alemán. Por otra parte, en Trasilvania y Hungría, y más aún en los Países Bajos, donde su dominio estaba destinado a ser duradero, sustituyó al apostolado luterano que había sido el primero en el campo. En Francia, aunque desde el momento de la revocación del Edicto de Nantes (1687), sus seguidores se convirtieron en un número cada vez menor, durante siglo y medio fue tan poderoso que a veces parecía destinado a absorber el país; sin embargo, allí también le debió su progreso principalmente a la violencia militar de sus dirigentes. En Escocia fue impuesto tiránicamente al pueblo por una nobleza corrupta y sin ley que, codiciosa dela propiedad eclesiástica, le prestó su apoyo a la vehemente energía de John Knox, discípulo de Calvino y un ferviente admirador de su sistema teocrático.
Inglaterra fue un caso aparte. Enrique VIII coqueteaba con el luteranismo, el cual le era útil en su campaña contra el Papa, pero le disgustaba el protestantismo, ya fuese en su forma luterana o calvinista, e ideó sus Seis Artículos para ayudarlo a suprimirlo. Bajo Eduardo VI el calvinismo fue favorecido por los dos regentes y los obispos más influyentes, y su legislación se dirigió hacia el establecimiento de este sistema en el país, con la única diferencia que se retuvo el episcopado, por lo menos de nombre. La efímera reacción bajo el gobierno de María le dejó a Isabel un terreno libre sobre el cual construir, y ella prefirió un sistema episcopal con una considerable moderación de las asperezas del protestantismo continental, más en armonía con un régimen monárquico y aristocrático y mejor adaptado para ganarse a una población que era católica de corazón. Sin embargo ella tuvo que emplear el personal a su disposición, una sección de la cual opinaba igual que ella, mientras que otra sección tenía fuertes inclinaciones calvinistas. El resultado fue que se desarrolló una doble tendencia en su naciente Iglesia, una que, aunque odiaba el catolicismo como sistema, se aferró a algunos de los rasgos característicos del culto y la organización católicos, el otro que se esforzaba con perseverancia por la total subversión del establecimiento isabelino y la sustitución por uno que se adaptara al modelo de Ginebra. Durante la República el último partido obtuvo por el momento la delantera, pero con la Restauración fue sacado por completo y se convirtió en el padre de las sectas disidentes (“nonconformistas”) cuyas divisiones y subdivisiones progresivas siempre han sido el más grave escándalo de la vida religiosa inglesa. La otra parte mientras tanto, con algunas oscilaciones hacia la derecha o hacia la izquierda (bajo los nombres partidos de la Iglesia Inferior y Superior), se mantuvieron con coherencia aproximada a medida que exhibía el espíritu distintivo de la iglesia oficial del país.
Sin embargo, hacia mediados del siglo XIX dos tendencias muy noveles se afirmaron en la comunión (y éstas pasaron a ser tan influyentes que en poco tiempo era probable que se dividieran entre ellas la raza de los eclesiásticos anglicanos): una basada en una apreciación trascendental (pero con algunas reservas) del sistema católico, deleitándose en llamarse católicos, y tratando de asemejar el culto nacional al patrón católico; la otra, que se llamaba liberal y, empujaba a sus últimas consecuencias la aplicación del principio protestante del juicio privado, por su crítica racionalista difundió un escepticismo generalizado en cuanto a la autenticidad de los registros cristianos y la verdad de los artículos fundamentales del credo cristiano. El liberalismo teológico asimismo ha ejercido una desastrosa influencia sobre los cuerpos disidentes ingleses, y más mortal todavía en el protestantismo continental, siendo Alemania la fuente primaria de donde ha surgido. De Alemania, de hecho, ahora hay que decir que, según en el siglo XVI dio a luz a lo que se llama protestantismo ortodoxo, así en el siglo XIX se dedicó a estrangular a sus hijos en las garras apretadas de su crítica. De las formas que el protestantismo ha adquirido en los Estados Unidos, Canadá y otros países colonizados por Europa, es suficiente decir que los inmigrantes han llevado sus creencia y formas de culto con ellos a sus nuevos hogares, y, en el mundo de las ideas y, siendo ahora el mundo de las ideas uno solo, esta hidra de muchas cabezas ha mostrado en los nuevos países la misma diversidad misma que en los antiguos.
Excepto por su variedad puritana, que dependió para su propagación principalmente en los poderes de coerción física de que sus líderes podían disponer, el protestantismo fue una religión tolerante, que había abolido muchas de las observancias ascéticas, y las restricciones a la libertad y la licencia que se mantenían en la Iglesia antigua. Era de esperarse, por lo tanto, que debería extenderse rápidamente en una época en que los modales eran alarmantemente corruptos, ni debe sorprendernos que, con tal comienzo, pronto fue capaz de presentar la apariencia de un grupo de Iglesias poblado por muy muchos miles de seguidores. Desde aquellos primeros días, sin embargo, no se puede decir que han extendido mucho sus conquistas, y los millones a los que ha crecido no se deben tanto a las conversiones, sino más bien al aumento natural de las poblaciones. Para 1912 el número total de los protestantes se estimaba en unos 166 millones, un número enorme, sin duda, pero que, a diferencia de los 260 millones de católicos que estamos todos juntos, es sólo un conjunto formado por una multitud de comuniones separadas, bajo cuerpos de gobierno separados, que no sólo difieren entre sí en cuanto a puntos importantes de la doctrina, sino que ---tal es el creciente individualismo entre sus miembros--- se acercan rápidamente a una meta en la que cada miembro se haya convertido en una Iglesia y un credo para sí mismo.
Resumen: Será de gran utilidad, como en los casos de las primitivas y las grandes divisiones de Oriente, fijar la atención en las fuerzas generadoras de la desintegración que han traído a la existencia a estas divisiones protestantes. Será ventajoso si el efecto de dicho resumen es mostrar la similitud esencial de las fuerzas en acción en todos estos casos, ya que nos revelará cuán pocas son estas fuerzas desintegradoras, y cuán elemental es su carácter; cómo, de hecho, brotan del mismo corazón de la naturaleza humana, que sólo puede aspirar a contrarrestar las divisiones hacia las cuales ellos tienden si son sostenidas y elevadas por otras fuerzas de un orden completamente diferente. En dos aspectos, entonces, estos organismos separatistas a los que el protestantismo ha dado a luz necesitan ser considerados en sus separaciones de las comuniones madres y en su cohesión entre sí, como personas jurídicas permanentes durante un tiempo determinado y en cierto grado. El principio del juicio privado ha sido la causa indiscutible de sus separaciones y subdivisiones incesantes, pues el principio del juicio privado es esencialmente desintegrador. La causa de la cohesión que han mostrado ha sido, como muestra su historia, de la siguiente naturaleza. En primer lugar, bajo la influencia del juicio privado, uno o más hombres de voluntad fuerte han concebido un sistema doctrinal antagónico al de las comunidades religiosas a las que originalmente pertenecían, han reunido un grupo de otras personas de ideas afines a su alrededor, y han emprendido a favor de su sistema una propaganda que ha alcanzado un cierto éxito. A continuación, con el deseo de establecer una Iglesia que sea una encarnación de su sistema, pero al hallarse incapaces de mantener a la multitud en sus puntos de vista por pura persuasión, han recurrido al poder civil, o a alguna facción dominante de nobles o demócratas; y la han inducido, en vista de las ventajas temporales que se pueden obtener, a imponer su sistema sobre la gente y a mantenerlo mediante la fuerza física. O, ex converso, la resistencia al poder dominante o su Iglesia establecida, cuando ha sido capaz de mantenerse con éxito relativo, ha hecho que los separatistas se den cuenta de que deben unirse juntos bajo un régimen y gobierno definido para que puedan hacer su resistencia eficaz -como ha sido el caso con el organismo de disidentes ingleses (nonconformistas). En tercer lugar, dándose cuenta de que ningún sistema impuesto por la violencia puede aspirar a ser duradero a menos que se pueda traer a la masa de su gente a la aceptación voluntaria del mismo, se han aprovechado de las pasiones y los prejuicios de la gente, en particular sus exclusivismos de raza y de clase, y han buscado fomentar estos con campañas de agria polémica y calumnia. En cuarto lugar, donde esta política ha tenido éxito en las primeras etapas de un cisma, con el tiempo se ha generado un principio más interior y duradero de cohesión bajo la influencia de la costumbre y la herencia, de antagonismos e ideas erróneas endurecidos por prolongados aislamientos y distanciamientos, de los afectos profundizados por la intimidad continua, entrañables recuerdos, experiencias y asociaciones, y de la buena fe y la espiritualidad nutridas por verdades dispersas retenidas en tales credos falsos, que pueden prevalecer bajo estas últimas condiciones.
En términos generales, esa ha sido la cadena de causas que se ha unificado en las iglesias y congregaciones con credos definidos y organizaciones de masas de hombres que han preferido el principio del juicio privado como regla de fe al de la sumisión a la autoridad de la Iglesia Católica. Pero la especie de unidad así alcanzada es siempre separatista en sus relaciones exteriores, y precaria en sus relaciones interiores; pues los motivos que hacen que muy los miembros de dicho órgano se unan entre sí son los que los separan de otros organismos similares, mientras que dentro de ella, devorando su estructura, siempre existe la conciencia latente entre sus miembros que su órgano de gobierno y su fórmula doctrinal no tienen título válido para imponer la sumisión, y sólo necesita una crisis, o ese espíritu de indagación radical que ahora es tan común, para despertar esta conciencia a la actividad.
e.- Divisiones dentro de la Iglesia Católica
No debemos, quizás, concluir este estudio de la historia de las divisiones religiosas sin tocar lo que algunos podrían considerar como tales en el seno de la comunión romana en sí misma. Hay y siempre ha habido partes opuestas en esta comunión, cuyos partidarios difieren sobre cuestiones de doctrina, cuya importancia puede ser estimada por la amargura de sus controversias. Por lo tanto ha habido jansenistas y molinistas, galicanos y ultramontanos, liberales e infalibilistas, modernistas y anti-modernistas Es cierto que ha llegado la hora para algunos de estos partidos cuando sus principios peculiares han sido condenados, y una parte de sus seguidores han pasado de la Iglesia al cisma. Pero esto no ha sucedido en todos los casos de las divisiones partidarias; y aun cuando ha sucedido, los expulsados habían sido tolerados durante mucho tiempo en la Iglesia, sosteniendo sus puntos de vista distintivos, y sin embargo no se le negaron los sacramentos y otros privilegios de comunión. Una vez más, muchas veces ha habido Papas rivales que cada uno ha reunido a su alrededor seguidores y denunciadores de su rival; y durante un período notable de cuarenta años de duración la Iglesia estuvo desgarrada por estas rivalidades en dos, e incluso en tres partes, para grave escándalo de la cristiandad. ¿Acaso estas divisiones no muestran que la Iglesia Católica es tan incapaz como las comuniones separadas de reclamar la unidad de la fe y el gobierno como su nota perpetua? En dos aspectos, sin embargo, hay una diferencia esencial entre el tipo de disensiones que puedan surgir en la Iglesia católica y las que constituyen herejía y cisma en las comuniones separadas.
En primer lugar, en la Iglesia Católica los puntos de controversia alrededor de los cuales giran estas disensiones no son doctrinas aceptadas de la Iglesia, sino otros puntos que el curso de estudio dentro o fuera de la Iglesia ha llevado a la prominencia, y que una de las partes cree que son compatibles con la doctrina católica aceptada y contribuyen a su vindicación, pero otro piensa que son incompatibles con ella y peligrosos.
En segundo lugar, en ambos lados los combatientes abrazan el principio formal de la unidad de la Iglesia, el magisterio de la Santa Sede, y, en caso de que la Santa Sede considere conveniente intervenir, están dispuestos a someterse a su determinación de su controversia.
Hasta aquí no hay nada que justifique la imputación de cisma, sino sólo un ejemplo del error de los que se imaginan que dentro de la Iglesia el pensamiento y la especulación deben estar estancados. Pues estas controversias internas, aunque a veces son perjudiciales por el espíritu defectuoso de quienes participan en ellas, tienen su lado útil, ya que conducen a la más completa, más profunda y más precisa comprensión del significado y límites de las doctrinas aceptadas. Puede suceder, sin embargo, que cuando el curso de una controversia ha dejado claro lo que está involucrado en las nuevas opiniones propuestas, la autoridad suprema de la Iglesia sentirá la necesidad de intervenir mediante un decreto. En ese caso, a menudo se produce el momento crucial para el lado cuyos principios son condenados. Si tienen el verdadero espíritu católico, volverán a su principio formal de unidad, y se someterán a la voz de la autoridad, abandonarán sus antiguas opiniones, y al hacerlo actuarán con la verdadera consistencia. Si, por el contrario, se adhieren tan obstinadamente a las opiniones condenadas como para preferir, en vez de abandonarlas, abandonar su principio formal de unidad, ya no hay un lugar para ellos en la Iglesia, y se convierten en cismáticos en el sentido ordinario.
Una distinción similar se aplica al caso de los cismas en el papado. Es cierto que surgieron muchos antipapas y que causaron división en su época. En su mayoría eran las criaturas de algún déspota que los estableció por su propia voluntad, desafiando el método legal de nombramiento, y es fácil, e invariablemente fue, decir cuál era el verdadero Papa y cuál antipapa. La única excepción a esta norma general es la contemplada en la objeción, el asunto del cisma que duró desde 1378 hasta 1417. Para la historia completa de este doloroso episodio hay que recordar el Cisma de Occidente, Papa Urbano VI, Papa Bonifacio IX, Papa Gregorio XII, Roberto de Ginebra o Pedro de Luna.
Lo que nos interesa aquí es que el cónclave de 1378 fue perturbado por el populacho de Roma, que, por miedo a que los Papas regresasen a Aviñón, exigieron la elección de un romano o un italiano, es decir, no un francés. Urbano VI, hasta entonces arzobispo de Bari, fue elegido y entronizado, y durante algunas semanas fue reconocido por todos. Entonces el cuerpo principal de los cardenales descontentos con la administración de Urbano, que sin duda se comportaba de una manera extraordinariamente indiscreta, se retiraron a Anagni, y declaró que, debido a la presión del populacho sobre el cónclave, la elección de Urbano había sido inválida, y eligió a Robert de Ginebra, que se llamó Clemente VII. Este último se vio obligado por las circunstancias a retirarse a Aviñón, y así el cisma se resolvió en un papado en Roma y otro en Aviñón. De la línea romana hubo cuatro papas antes de la solución final del cisma: Urbano VI, Bonifacio IX, Inicencio VII y Gregorio VII, de la línea de Aviñón hubo dos: Clemente VII y Benedicto XIII. Los efectos fueron terribles y mundiales; algunos países, a través de sus soberanos, unos se alinearon con Roma, otros con Aviñón, siendo la política en cierta medida la que determinaba su elección.
Pero desde el principio se hicieron serios esfuerzos para reparar el mal; los reyes nombraron comisiones para esclarecer los hechos, y los canonistas escribieron tratados eruditos para exponer las cuestiones de derecho involucradas. También se hicieron propuestas desde el principio, que recomendaban planes alternativos para la solución de la dificultad, a saber: que los dos Papas debían renunciar al mismo tiempo y que se debía elegir a otro; que ambos debían ponerse de acuerdo para acatar la decisión de los árbitros; o que se convocase un concilio general autorizado por ambos Papas, y que se dejase la decisión en manos de éste. Todos estos planes fracasaron por el momento, porque ni ninguno de los dos Papas confiaba en el otro, y esto impidió la reunión y la organización. Por lo tanto, en 1408 los cardenales de ambas obediencias abandonaron a sus jefes y se reunieron para convocar un concilio que se celebraría el año siguiente en Pisa y pondría fin al cisma. Cuando se reunió declaró que tanto Gregorio XII como Benedicto XIII habían perdido sus derechos a sus pretensiones debido a su conducta, la cual, se propuso, era ininteligible excepto en el supuesto de que ellos tuviesen una incredulidad herética en la unidad de la Iglesia. Entonces eligió a Pedro Philargi, quien tomó el nombre de Alejandro V. Pero esto sólo empeoró las cosas, pues dado que Concilio de Pisa no fue convocado por un Papa, no tenía autoridad. Así, el único efecto de su acción fue aumentar la confusión al iniciar una tercera línea de Papas. El fin del cisma no llegó hasta 1417, momento en que Juan XXIII, sucesor de Alejandro V, fue depuesto por el Concilio de Constanza un concilio de la misma naturaleza irregular que el de Pisa; y también había renunciado. Benedicto XIII había perdido a casi todos sus seguidores, lo cual se tomó como señal de que no podía ser el verdadero Papa, y Gregorio XII, cuyo título se afirma ahora generalmente haber sido el mejor fundado, renunció después de primero legalizar el Concilio de Constanza por un acto formal de convocatoria, y autorizándole a elegir un nuevo Papa. Entonces, el Concilio eligió a Martín V, que de ahí en adelante fue reconocido universalmente.
Estos son los hechos principales de la historia. Por supuesto, es difícil exagerar el daño que este lamentable cisma hizo a la Iglesia, ya que, aparte del daño que produjo en su propia época, proporcionó un peligroso precedente para futuros perturbadores de la Iglesia a citar, y, al disminuir la reverencia que se le había tenido hasta la fecha al papado, contribuyó mucho a crear el tono de la mente que hizo posible el brote de protestantismo en el siglo siguiente. Sin embargo, cuando comparamos este cisma con escisiones como las de los ortodoxos y los protestantes, aparece una diferencia esencial entre ellos. En los demás casos, la división fue más sobre alguna cuestión de principio, aquí era más una cuestión de hecho solamente. A ambos lados de la línea divisoria estaba exactamente el mismo credo y exactamente el mismo reconocimiento del lugar esencial del papado en la constitución de la Iglesia, del método por el cual los Papas deben de ser elegidos, del derecho a la obediencia de la toda la Iglesia que se une a su oficio. El único asunto en duda era si esta persona o la otra cumplen con las condiciones de una elección válida; si la elección de Urbano VI se debió al terrorismo aplicado por el populacho a los electores, y por lo tanto inválida, o si ésta no fue afectada por ese terrorismo y fue por tanto válida. Si la elección de Urbano fue válida, también lo fueron las de sus sucesores de la línea romana; si su elección fue inválida, las de Clemente VII y Benedicto XIII fueron válidas. Sin embargo, la verificación de los hechos es a través del testimonio de quienes participaron en ellos, y en este caso los testigos se encontraban en desacuerdo. Decidir entre ellos pertenece a los artículos especiales sobre este cisma.
En este artículo lo que nos concierne es apreciar la diferencia entre una escisión de este tipo por una cuestión de hecho y de un cisma por una cuestión de principios como los otros que hemos citado. Nos podemos ayudar con una analogía, pues podemos comparar esta diferencia con el golpe de una espada que ha amputado un miembro del cuerpo y uno que ha causado una herida profunda en el propio cuerpo. En el primer caso la vida del organismo deja de fluir a la parte amputada, la cual comienza a desintegrarse; en el segundo, todos los poderes y procesos del organismo se ponen a la vez en marcha para la reparación de la parte lesionada. Puede ser que el daño causado sea demasiado serio para la recuperación y se deba esperar la muerte, pero la vida sigue presente en el organismo, y muchas veces es capaz de lograr una restauración completa. Para aplicar esto a la historia, mientras que en los cismas propiamente dichos una depreciación del valor de la unidad suele marcar su inicio, en este cisma era más notable que tan fuerte era el sentimiento de unidad que se expresó en todas partes, tan pronto como se dieron a conocer las noticias de las líneas rivales creadas, y con cuanta constancia, seriedad, discernimiento y unanimidad trabajaron las diferentes partes de la Iglesia, con éxito final, para comprobar quién era el verdadero Papa o para obtener la elección de uno.
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