REVISIÓN DE ARTÍCULOS SOBRE ECUMENISMO: "EL DECRETO CONCILIAR SOBRE ECUMENISMO Y LA ENCíCLICA UT UNUM SINT" DE JOSÉ R. VILLAR
A finales de mayo de 1.995 fue presentada la Encíclica del Papa Juan Pablo II Ut unum sint, duodécima de su pontificado, fechada e! 25 de mayo. El día 2 de ese mismo mes, e! Papa había dirigido a la Iglesia la Carta apostólica Orientale lumen, dedicada al patrimonio teológico, espiritual y litúrgico de! Oriente cristiano. Ambos documentos son una manifestación de la preocupación de la Iglesia Católica por la unidad de los cristianos.
Una atención especial se ha prestado a la Encíclica Ut unum sint y es bien comprensible: se trata de la primera Encíclica dedicada al Ecumenismo desde 1.928, año en que Pío XI publicaba la Ene. «Mortalium animo», cuyo contexto histórico y contenidos eran bien diferentes de los actuales 1.
1. El Ecumenismo antes del Concilio Vaticano II
Pío XI escribía aquella encíclica pocos meses después de la reunión en Lausanne de la Conferencia mundial de «Fe y Constitución», en 1.927. Puntualizaba determinadas ideas referentes a la unidad de la Iglesia, presentes en los inicios del movimiento ecuménico, y prohibía la participación en reuniones ecuménicas. En el trasfondo de esta actitud estaban la malas experiencias tenidas, entre otras, con la «Asociación para promover la Unidad de los cristianos», y las teorías de las «three Branches» en que estaría hoy «conformada» la Iglesia de Jesucristo 2. La misma palabra «ecumenismo" suscitaba recelo por su acuñación protestante. El movimiento ecuménico, pues, era recibido con reservas, bien por la ambigüedad para la fe católica de los planteamientos del momento, bien por la novedad del tema en sí, es decir, el del «diálogo»: una perspectiva distinta a la habitual de la «controversia», y todavía necesitado de profundizar en su sentido y contenidos.
Lo que no significaba indiferencia ante el problema de la unidad. Piénsese sólo en la Octava de oraciones por la unidad, surgida en aquellos años. O también en nombres católicos como los del Cardo Mercier, dom Lambert Beauduin; o los de Dumont, Congar, Le Guillou, Thils, Couturier, Michalon, Villain; o el monasterio benedictino belga de Chevetogne, y su revista «Irénikon», «Istina» y un largo etc. de iniciativas de personas e instituciones entonces pioneras en el ecumenismo 3.
Debido a los problemas doctrinales iniciales del movimiento ecuménico, la postura de la Iglesia Católica, como reacción ante lo que consideraba equívoco -no sin razón-, estaba lejos del paso dado después por el Concilio Vaticano II. De otra parte, la teología católica al uso contemplaba el tema en los términos clásicos provenientes de la teología controversista. El marco teológico y pastoral de la época ante el problema de la desunión queda ya reflejado en las palabras con que León XIII (un Papa bien preocupado por la unidad de los cristianos) había titulado en 1.895 a la Comisión pontificia «para favorecer la reconciliación de los disidentes con la Iglesia». Se hablaba, pues, para referirse al fruto esperado de la unión, de «retorno de los disidentes» 4. El Concilio matizará estas expresiones, que no se ajustan exactamente a la doctrina que el Vaticano II establecerá, ya que no sólo considera el hecho de la «separación» sino también, y con mayor énfasis, la condición bautismal, ya común con los católicos, de hermanos en Cristo.
Más allá de la terminología, y para comprender el significado del Decreto Unitatis redintegratio, basta consultar el último documento oficial sobre ecumenismo anterior al Concilio (trece años antes): la lnstructio ad Locorum Ordinarios de Motione oecumenica de 20 de diciembre de 1.949, que significó, en cierta medida, una valoración positiva de! hecho ecuménico y una orientación más abierta de! diálogo. En 1.948, había tenido lugar la fundación del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Amsterdam, que se definía como «comunidad de Iglesias que reconocen a Nuestro Señor Jesucristo como Dios y Salvador», entendiéndose a sí mismo no como una super Iglesia, sino como un instrumento al servicio de la unidad. En la Instrucción de 1.949 se afirma que la Iglesia Católica no participa en e! movimiento ecuménico organizado, aunque se interesa por la unión de los cristianos, y ora por los esfuerzos dirigidos en ese sentido. Algo muy importante es que considera ya que este «movimiento» de búsqueda de la unidad está suscitado por e! Espíritu Santo en e! alma de los «disidentes» (afflante quidem Spiritus Sancti gratia). A la vez, entiende que los intentos llevados a cabo con la buena intención de «reconciliar a los disidentes con la Iglesia Católica» suponen algunos peligros: indiferentismo (considerar todas las posturas como igualmente legítimas); irenismo (considerar sólo lo que une, sin atender a lo que separa); o bien relativismo (postergando algunas verdades de fe calificadas de «secundarias»). Sólo con las debidas garantías se podía participar, pues, en estas reuniones ecuménicas.
2. El Ecumenismo y el Concilio Vaticano II
Como veremos, la famosa expresión «subsistit in» de Lumen gentium 8, y la doctrina conciliar sobre la comunión plena, y no plena o imperfecta, permitirán otro modo de considerar e! estatuto teológico de las separaciones cristianas. La identificación entre Iglesia Católica Romana y el Cuerpo Místico de Cristo, y el tema «de membris Ecclesiae» serán también precisados por e! Concilio para dar razón completa de los cristianos no católicos 5. La Instrucción de 1.949, de otra parte, parecía contemplar el diálogo ecuménico primariamente como instrumento para la conversión individual. De lo contrario, podría darse la impresión de que el católico se hallaba en situación idéntica que sus interlocutores, cayendo así en e! indiferentismo. El Decreto Unitatis Redintegratio distinguirá, en cambio, entre la tarea de «preparación y reconciliación individual» y e! diálogo ecuménico propiamente dicho.
De otra parte, si el Concilio significará un hito para el Ecumenismo, a la vez el Ecumenismo será una motivación decisiva para el Vaticano II. Ya en el primer anuncio de la reunión conciliar, el 25 de enero de 1.959, Juan XXIII señalaba como uno de sus fines el de la restauración de la unidad visible entre todos los cristianos. Esta intención se repite en el Motu propio Superno Dei nutu que abre la fase preparatoria del Concilio (5/6/1.960), y que anunciaba a la par la creación del Secretariado para la unidad de los cristianos (ahora Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos). Vuelve a aparecer el tema de la unidad en la Bula de convocación del Concilio Humanae salutis de 25 de diciembre de 1.961. La invitación y presencia de observadores no católicos será también significativa del nuevo clima. Las palabras iniciales del Decreto Unitatis redintegratio no dejan lugar a dudas sobre la dimensión que ha tomado ya, en esos momentos, el anhelo de la unidad de los cristianos: «Promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines principales que se ha propuesto el sacrosanto Concilio Vaticano II» (cfr. también Constitución Sacrosanctum Concilium, n. 1).
3. La Encíclica Ut unum sint de Juan Pablo II
A los treinta años de la clausura del Concilio, Juan Pablo II profundiza y desarrolla la doctrina conciliar llegando a afirmar que «el ecumenismo, el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es sólo un mero 'apéndice', que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción y debe, en consecuencia, inspirarlas y ser como el fruto de un árbol que, sano y lozano, crece hasta alcanzar su pleno desarrollo» (US 20). Junto con esta centralidad de la tarea ecuménica, («una de las prioridades pastorales de mi pontificado»: US 99), Juan Pablo II valora el trabajo realizado durante estos años: «El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante» (US 2). Concretamente, "las declaraciones de numerosos diálogos bilaterales han ofrecido ya a las Comunidades cristianas instrumentos útiles para discernir lo que es necesario para el movimiento ecuménico y para la conversión que éste debe suscitar. Estos estudios son importantes bajo una doble perspectiva: muestran los notables progresos ya alcanzados e infunden esperanza por constituir una base segura para la sucesiva y profundizada investigación» (US 17) 6 .
No son ociosas estas apreciaciones esperanzadas en un momento en que se habla de un cierto invierno ecuménico 7. Por este motivo es significativo que el Papa subraye que «con el Concilio Vaticano II la Iglesia Católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica» (US 3). Su Carta Encíclica «quiere contribuir a sostener el esfuerzo de cuantos trabajan por la causa de la unidad» (ibid.). La primera parte de su escrito lleva por título «el compromiso ecuménico de la Iglesia Católica». En ella se lee: «Los fieles de la Iglesia católica deben saber que el impulso ecuménico del Concilio Vaticano II es uno de los resultados de la postura que la Iglesia adoptó entonces para escrutarse a la luz del Evangelio» y explica cómo la actualización que la Iglesia católica realizó estaba unida necesariamente a la «apertura ecuménica» expresada en gestos tan significativos como el levantamiento de las excomuniones del pasado, la creación de un organismo especial dedicado al ecumenismo, y las opiniones de las demás comunidades cristianas que participaron con observadores (cfr. US 17).
Este compromiso ecuménico afecta a todos los fieles católicos, quienes «son invitados por el Espíritu de Dios a hacer lo posible para que se afiancen los vínculos de comunión entre todos los cristianos y crezca la colaboración de los discípulos de Cristo» (US 101). Un compromiso que ya el Concilio expresaba en términos de «preocupación por el restablecimiento de la unidad (que) atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como los pastores; y afecta a cada uno según su capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria, ya en las investigaciones teológicas e históricas» (UR 5). Se trata de un imperativo de la caridad: «Una Comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible ( ... ). El Ecumenismo no es sólo una cuestión interna de las Comunidades cristianas. Refleja el amor que Dios da en Jesucristo a toda la humanidad, y obstaculizar este amor es una ofensa a El y a su designio de congregar a todos en Cristo» (US 99).
Una responsabilidad puesta en acción ante todo mediante la oración: «la oración debería siempre asumir aquella inquietud que es anhelo de unidad, y por tanto una de las formas necesarias del amor que tenemos por Cristo y por el Padre, rico en misericordia. La oración debe tener prioridad en este camino que emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio» (US 102).
Las paginas que siguen sólo se proponen repasar «los principios» sobre el Ecumenismo del Decreto Unitatis redintegratio, leídos a la luz de la Encíclica papal. Otros ya han ofrecido valoraciones de conjunto de la Encíclica 8. Esta quiere ser un documento de índole esencialmente pastoral y uno de los pasos útiles que Juan Pablo II desea promover, desde la experiencia de los años posteriores al Concilio, «para que el testimonio de toda la comunidad católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia» (US 3). Sin duda, el Papa tiene la mirada dirigida al inminente tercer milenio, cuya mejor preparación «ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia» 9.
LOS PRINCIPIOS CATÓLICOS DEL ECUMENISMO 10
El Decreto Unitatis redintegratio consta de una introducción (Preámbulo) y tres capítulos, en los que trata de los fundamentos dogmáticos del Ecumenismo (cap. I); de la práctica del ecumenismo (cap. II) y las características del diálogo con las Iglesias de Oriente, y con las Comunidades surgidas de la Reforma (cap. III). Es importante tener en cuenta que el Decreto presupone la doctrina conciliar sobre la Iglesia 11, ya expuesta en Lumen gentium. Aquí nos fijaremos en e! capítulo 1. La Encíclica papal sigue un orden diferente en sus consideraciones, aunque recuerda también e! enlace del Decreto sobre Ecumenismo con la Constitución Lumen gentium y -no es inútil señalarlo- con la Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (cfr. US 8).
1. Planteamiento
El Preámbulo del Decreto comienza recordando el sentido del «problema ecuménico»: «única es la Iglesia fundada por Cristo Señor, aun cuando son muchas las comuniones cristianas que se presentan a los hombres como la herencia de Jesucristo» (UR 1). Esta división contradice la voluntad de Cristo; es un escándalo para e! mundo y obstáculo para la evangelización. Reconoce que e! llamado movimiento «ecuménico», que busca la unidad, es una gracia de! Señor de los tiempos, y que está impulsado por el Espíritu Santo; califica el anhelo de restablecer la unidad como una «divina vocación y gracia». En él participan «los que invocan a Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Dios y salvador», en alusión implícita a la fórmula-«base» de! Consejo ecuménico de las Iglesias.
El Decreto añade que el deseo de unidad surge en los cristianos, no sólo individualmente, sino en cuanto reunidos en «asambleas en las que oyen el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios» (UR 1). Con estas palabras se apunta ya lo que constituye la clave conceptual del Ecumenismo: la relación entre las Iglesias y comunidades cristianas en cuanto tales, en orden a la unidad visible.
El capítulo 1 expone los «principios católicos» de! Ecumenismo. En anterior redacción, como es sabido, e! Decreto hablaba de «ecumenismo católico». Lo que parecía sugerir que existían «varios ecumenismos», cuando, en realidad, se trata de un único movimiento de búsqueda de la unidad, al que se acude desde la propia identidad confesional. Esta identidad («principios católicos») es precisamente la que trata de delimitar e! Decreto. de Ecumenismo, siempre en referencia a la Constitución Lumen gentium. En realidad, la identidad confesional de los interlocutores es un presupuesto para el diálogo. De lo contrario, carecería de objeto e! ecumenismo mismo. No obstante, la exposición de la propia doctrina habrá de hacerse en las condiciones que el Decreto explicitará más adelante.
Los «principios, se centran en la comprensión católica de: la unidad y unicidad de la Iglesia (UR 2); la situación de los hermanos separados (UR 3); el Ecumenismo a la luz de lo así establecido (UR 4).
2. La unidad y unicidad de la Iglesia
El Decreto parte de! designio divino de unidad. En el tiempo anterior a la Pasión, la unidad es la finalidad de la encarnación, e! objeto de la oración de Jesús y del mandato de la caridad; es e! efecto de la Eucaristía, así como de la promesa del Espíritu Santo, «por medio de! cual (Jesús) llamó y congregó al pueblo de la Nueva Alianza, que es la Iglesia, en la unidad de la fe, de la esperanza y de la caridad" (UR 2). El Papa comenta a este propósito que «esta unidad, que e! Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en e! centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad, y en la unidad se expresa toda la profundidad de su agapé», (US 9).
Dios mismo ha dado los factores de unidad. En la Iglesia hay elementos de unidad invisibles (e! Espíritu Santo como principio de unidad que habita en los creyentes, uniéndoles a Cristo y, por El, al Padre); y también visibles (el ministerio apostólico). El Colegio de los Doce es el depositario de la misión apostólica; de entre los Apóstoles, destacó a Pedro, al que Jesús confía un ministerio particular. Jesús siempre será, sin embargo, la clave de bóveda y e! pastor de las almas (sentido cristo lógico del ministerio): «Para establecer esta su santa Iglesia en todo e! mundo hasta e! fin de los siglos, Cristo confió al Colegio de los Doce el oficio de enseñar, gobernar y santificar (cfr. Mt 28, 18-20 Y Jn 20, 21-23). Entre ellos eligió a Pedro, sobre el cual, después de la confesión de fe, decretó edificar su Iglesia; a él le prometió las llaves de! reino de los cielos (cfr. Mt 16, 19 con 18, 18) Y le encomendó, después de la profesión de su amor, e! confirmar a todas las ovejas en la fe (Lc 22, 32) y e! apacentarlas en la perfecta unidad (cfr. Jn 21, 15-17), permaneciendo eternamente Jesucristo como piedra angular definitiva (cfr. Ef 2, 20) Y pastor de nuestras almas" (UR 2).
Finalmente, e! Decreto aborda el momento sucesorio en e! «tiempo de la Iglesia", enraizado en la voluntad de Jesús: «Jesucristo quiere que por medio de los Apóstoles y de sus sucesores, esto es, los Obispos con su Cabeza, e! sucesor de Pedro, por la fiel predicación de! Evangelio y por la administración de los sacramentos, así como por el gobierno en el amor, operando e! Espíritu Santo, crezca su pueblo; y perfecciona así la comunión de éste en la unidad: en la confesión de una sola fe, en la celebración común de! culto divino y en la concordia fraterna de la familia de Dios" (UR 2). Termina la exposición aludiendo a la raíz trinitaria, fuente y modelo de la unidad.
Todo esto se expone teniendo en cuenta que ya Lumen gentium ha establecido la doctrina del Colegio episcopal y del primado papal, de tan especial relevancia ecuménica. El Decreto se mueve en el marco de la «eclesiología de comunión»: la Iglesia es un todo orgánico de lazos espirituales (fe, esperanza, caridad), y de vínculos visibles (profesión de fe, economía sacramental, ministerio pastoral), cuya existencia culmina en el misterio eucarístico, expresión de la unidad de la Iglesia. La Iglesia está allí donde están los Apóstoles, la Eucaristía, el Espíritu.
3. La situación de los hermanos separados
Por fuertes que sean los elementos de la unidad, la flaqueza de los hombres ha contrariado el designio divino, «a veces no sin culpa de ambas partes» (UR 3). Este reconocimiento de la debilidad humana, es subrayado por Juan Pablo II cuando invita a todos los cristianos a una «necesaria purificación de la memoria histórica», a «reconsiderar juntos su doloroso pasado» para «reconocer juntos con sincera y total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones» (US 3). No es casual que se repita la palabra «juntos», aquí y en otros lugares: se diría que el Papa es bien consciente de que el ecumenismo es un camino que ha de recorrerse juntos en todas sus momentos, con pasos unísonos, tendiendo puentes, sin reproches unilaterales o enarbolando agravios históricos recíprocos.
Sin embargo, con estas rupturas, la Iglesia una no se ha evaporado o disgregado en fragmentos varios. La unidad es una realidad ya presente en este mundo (cfr. US 14). Leemos en la encíclica papal: «la Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las faltas de fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente cometen sus miembros» (US 11). El Decreto tiene en cuenta, para este asunto decisivo, la afirmación de Lumen gentium n. 8: la Iglesia de Jesucristo «establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica».
a) Los elementa Ecclesiae
Estos elementos de santidad y verdad fundamentan la doctrina de la gradualidad de la comunión en Lumen gentium, ya presentes «fuera del recinto visible de la Iglesia Católica» (UR 3). Permiten hablar de verdadera comunión entre los cristianos, aunque imperfecta. «En efecto -dirá Juan Pablo II- los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica. En la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas» (US 11).
¿Cuáles son estos bienes de santidad y de verdad? El Decreto enumera algunos: «La Iglesia se reconoce unida por muchas razones con quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro. Pues hay muchos que honran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida, muestran un sincero celo religioso, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en Cristo, Hijo de Dios Salvador; están sellados con el bautismo, por el que se unen a Cristo, y además aceptan o reciben otros sacramentos en sus propias Iglesias o comunidades eclesiásticas. Muchos de entre ellos poseen el episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la piedad hacia la Virgen, Madre de Dios». Juan Pablo II subrayará la densa afirmación de Unitatis reditegratio 15, en relación con las Iglesias ortodoxas, en las que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (US 12).
b) Los cristianos no católicos
Vengamos al lugar que el Concilio reconoce a los cristianos no católicos. El Decreto (n. 3), partiendo de los principios citados, se fija, primero, en los cristianos no católicos que ahora nacen en esas Iglesias y comunidades. Estos: 1. no tienen culpa de la separación pasada; 2. la fe y el bautismo les incorpora a Cristo y, por tanto, a la Iglesia, aunque esta comunión no sea plena por razones diversas; 3. son auténticos cristianos, amados por la Iglesia y reconocidos como hermanos. Vuelve a recordar que los bienes de santidad y verdad en ellos existentes son ya verdaderos elementos de comunión, aunque imperfecta: «la Palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad, y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles: todas estas realidades, que provienen de Cristo y a El conducen, pertenecen por derecho a la única Iglesia de Cristo». En Lumen gentium n. 15 se decía, en el mismo sentido: «Añádase a esto la comunión de oraciones y otros beneficios espirituales, e incluso cierta verdadera unión en el Espíritu Santo, ya que El ejerce en ellos su virtud santificadora con los dones y gracias y algunos de entre ellos los fortaleció hasta la efusión de la sangre».
Estos bienes provienen de Cristo y a El conducen: cuando son vividos provocan un dinamismo hacia la unidad plena. La alusión a los mártires, como patrimonio común a todos los cristianos, ha sido desarrollada en la Encíclica papal, bajo el principio rector de que «la comunión no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquellos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación» (US 84).
c) Las Iglesias y comunidades cristianas ...
Estas últimas palabras del Papa, referidas al papel de las comunidades cristianas en la salvación, son un desarrollo consecuente de otro aspecto clave del Decreto conciliar. En efecto, los bienes de salvación advienen a los cristianos no católicos precisamente en cuanto miembros de esas Iglesias y comunidades. Son esas Iglesias y comunidades cristianas como tales las que, aun padeciendo deficiencias, «de ninguna manera están desprovistas de sentido y valor en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y de verdad que fue confiada a la Iglesia católica» (n. 3). El fundamento de esta mediación salvífica no es, obviamente, la separación misma. La razón estriba -como decía la Relatio conciliar a estas palabras del Decreto- en «que los elementos de la única Iglesia de Jesucristo conservados en ellas pertenecen a la economía de la salvación». «La única Iglesia de Jesucristo, está presente y actúa en ellas, si bien de manera imperfecta ... , sirviéndose de los elementos eclesiales en ellos conservados».
Refiriéndose a estos principios, dice el Papa: «Se trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia) , que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas» (US 13). y también: «La Constitución Dogmática Lumen gentium relaciona la doctrina sobre la Iglesia católica con el reconocimiento de los elementos salvíficos que se encuentran en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. No se trata de una toma de conciencia de elementos estáticos, presentes pasivamente en esas Iglesias o Comunidades. Como bienes de la Iglesia de Cristo, por su naturaleza, tienden hacia el restablecimiento de la unidad. De esto se deriva que la búsqueda de la unidad de los cristianos no es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma naturaleza de la comunidad cristiana» (US 49).
d) ... separadas
Afirmado el contenido positivo tanto de la condición individual de los cristianos separados de Roma, como de sus Iglesias y Comunidades respectivas, el Decreto desea prevenir un falso irenismo que desconociera lo que todavía separa: «Sin embargo, los hermanos separados de nosotros, ya individualmente, ya sus Comunidades e Iglesias, no disfrutan de aquella unidad que Jesucristo quiso dar a todos aquellos que regeneró y convivificó para un solo cuerpo y una vida nueva, que la Sagrada Escritura y la venerable Tradición de la Iglesia confiesan. Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de la salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación. Creemos que el Señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único Colegio apostólico, al que Pedro preside, para constituir el único Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual es necesario que se incorporen plenamente todos los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios» (UR 3). Juan Pablo II recoge esta misma convicción dogmática en sus palabras: «De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya a Iglesia en su realidad escatológica, que El había preparado 'desde el tiempo de Abel el Justo'. Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada, existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades» (US 14).
Tenemos así los siguientes principios fundamentales para la comprensión católica del Ecumenismo: 1 ° La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica romana (LG 8); 2° «Fuera de su recinto visible» (UR 3), hay verdaderos bienes de santidad y verdad («elementa seu bona Ecclesiae»); 3° Por estos bienes, las Iglesias y Comunidades son verdaderas mediaciones de salvación (en realidad, es la única Iglesia de Cristo la que actúa por medio de esos «bienes» salvíficos); 4° No obstante, carecen de la unidad visible querida por Cristo, y sus miembros se hallan en comunión imperfecta o no plena. 5° A nivel de los «cristianos separados» individualmente, el Decreto quiere dar relieve positivo al sustantivo «cristiano»: la fe y el bautismo como elementos de comunión cristiana, real y existente, aunque imperfecta por la separación.
4. El Ecumenismo a la luz de estos principios
Expuestos los principios doctrinales, entra el Decreto en ese «motus» que «por inspiración del Espíritu Santo» se extiende en muchas partes del mundo: el movimiento ecuménico. Entiende por tal «las actividades e iniciativas que, según las variadas necesidades de la Iglesia y las características de la época, se suscitan y se ordenan favorecer la unidad de los cristianos» (UR 4/b). Con esta formulación amplia, el Decreto. mantiene una apertura y expectativa ante el Espíritu Santo, que sopla donde quiere y como quiere, aunque no se trata de un «movimiento» vago e indefinido, sino que posee un objetivo que se espera -la plenitud de la unidad-, y unas maneras propias de actuación.
Se dirige primariamente más a las comunidades que a los individuos; y en el que se participa desde la identidad confesional, aunque sea a título personal. El Decreto señala enfáticamente la importancia de la participación de los católicos en él: «Este santo Sínodo exhorta a todos los católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en la labor ecuménica» (UR 4/ a). Juan Pablo II comentará que estamos ante «un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad» (US 8).
El Ecumenismo, pues, afecta a todos y el Decreto señala algunas implicaciones generales cuando se refiere a «los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que, por lo mismo, hacen más difíciles las relaciones mutuas con ellos» (UR 4/b). En este punto, Juan Pablo II señala que los cristianos no deben minusvalorar «el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones" (US 2).
Todos, pues, pueden y deben tener un protagonismo ecuménico, comenzando por la oración, y desterrando modos de actuar que dañan sensiblemente la causa de la unidad, incluso aunque se produzcan en la vida interna de los católicos. En este sentido, el Decreto recuerda que la vida de la Iglesia católica debe ser ya una puesta en práctica de un cierto, valga la expresión, ecumenismo «interior»: «Conservando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, según la función encomendada a cada uno, guarden la debida libertad, tanto en las varias formas de vida espiritual y de disciplina como en la diversidad de ritos litúrgicos e incluso en la elaboración teológica de la verdad revelada; pero practiquen en todo la caridad. Porque, con este modo de proceder, todos manifestarán cada vez más plenamente la auténtica catolicidad, al mismo tiempo que la apostolicidad de la Iglesia» (UR 4/g).
5. El «diálogo» ecuménico
El Concilio alude expresamente al «diálogo de peritos" como una de las iniciativas ecuménicas importantes: las «reuniones de los cristianos de diversas Iglesias o Comunidades organizadas con espíritu religioso, el diálogo entablado entre peritos bien preparados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características" (UR 4/b). El sentido de este diálogo viene descrito así: «Por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y un aprecio más justo de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, consiguen también las Comuniones una mayor colaboración en aquellas obligaciones que en pro del bien común exige toda conciencia cristiana, y, en cuanto es posible, se reúnen en la oración unánime. Finalmente todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y, como es debido, emprenden animosamente la tarea de la renovación y de la reforma" (ibid.).
No se escapan las consecuencias positivas de este diálogo: entenderse en las interpretaciones de la fe cristiana, superando equívocos fraguados en la historia; advertir exactamente las divergencias y si realmente afectan a la fe; confrontarse fielmente con la voluntad de Cristo para su Iglesia, etc.: «el diálogo ecuménico, -dice Juan Pablo II- que anima a las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones» (US 38). El Papa abunda en este sentido positivo del diálogo: «Dialogando con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la Tradición apostólica. Esto las !leva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles» (US 16).
La reflexión sobre el sentido del «diálogo» constituye una aportación muy específica de la reciente Encíclica, ofrecida en la clave «personalista» tan familiar para el actual Pontífice (cfr. US 28-39): «Es necesario pasar de una situación de antagonismo y de conflicto a un nivel en el que uno y otro se reconocen recíprocamente como asociados. Cuando se empieza a dialogar, cada una de Las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor, de unidad en La verdad» (US 32); y, apoyándose en la Declaración sobre la libertad religiosa n. 3, recuerda el Pontífice la necesidad de la recta búsqueda de la verdad para cualquier diálogo (cfr. US 33). «El amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos» (US 36).
La Instructio de 1.949, a la que aludimos antes, decía -refiriéndose al diálogo- que los católicos debían «presentar Íntegra toda la doctrina católica y no se deben callar las diferencias en los puntos de fricción ni que la unidad sólo puede saldarse volviendo ellos a la única Iglesia verdadera. Hay que decirles que volviendo no perderán ninguno de los bienes que poseen, antes bien los completarán, pero sin que puedan pensar que su retorno puede aportar a la Iglesia algo que no posee» (p. III). Se diría que aquí está planteada de manera cruda una cuestión central del diálogo ecuménico de la Iglesia Católica. A la vez, surge la pregunta de saber si el Concilio Vaticano II de algún modo se distancia o no de un planteamiento que podría ser visto sólo en orden a la conversión individual de los no católicos.
Primeramente la cuestión de las expresiones: «retorno» «volver». Ya lo apuntábamos al comienzo. El Concilio conscientemente no las utiliza, una vez establecido que los cristianos no católicos están ya incorporados por la fe y el bautismo, si bien de modo imperfecto, a la Iglesia. Es interesante hacer notar que el Papa Juan Pablo II, en lo referente a la terminología -siempre reveladora de las ideas latentes- dice que «hoy se tiende a instituir incluso el uso de la expresión hermanos separados por términos más adecuados para evocar la profundidad de la comunión -ligada al carácter bautismal- que el Espíritu alimenta a pesar de las roturas históricas y canónicas. Se habla de 'otros cristianos', de 'otros bautizados', de 'cristianos de otras Comunidades'» (US 42).
En cuanto a la integridad en la exposición de la doctrina católica, el Decreto sobre Ecumenismo, como es natural, mantiene tal necesidad, dado que es una condición de! diálogo ecuménico, como hemos señalado ya: «Es de todo punto necesario que se exponga claramente la doctrina. Nada es tan ajeno al ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina católica y oscurece su genuino y definido sentido» (UR 11). De igual modo se expresa la Encíclica, y recuerda que «mantener una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no significa poner un freno al movimiento ecuménico» (US 79). Simultáneamente, e! Decreto desea que e! modo de exponer la doctrina («que debe distinguirse con sumo cuidado del depósito mismo de la fe», UR 6) no provoque dificultades innecesarias: «La manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, en modo alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos» y, en sentido positivo: «la fe católica hay que exponerla con mayor profundidad y con mayor exactitud, con una forma y un lenguaje que la haga realmente comprensible a los hermanos separados» (UR 11). Juan Pablo II continúa en la línea del Decreto cuando explica la necesidad de distinguir entre e! depósito de la fe y e! modo de exponer la doctrina (cfr. US 18-19), y añade: «La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado» (US 19). «Ciertamente es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la experiencia histórica concreta del otro» (US 36).
Además, la afirmación -de máxima importancia- de! Decreto sobre la «jerarquía de verdades» a la hora de exponer la doctrina de fe es un aspecto que se hallaba ausente en la Instructio: «en el diálogo ecuménico, los teólogo católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, al investigar con los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben proceder con amor a la verdad, con caridad y con humildad. Al comparar las doctrinas, recuerden que existe un orden o 'jerarquía' en las verdades de la doctrina católica, ya que es diverso e! enlace (nexus) de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (ibid. y US 37).
Y, aunque no se diga expresamente en el Decreto, se deduce de su «lógica» interna la conveniencia para el diálogo de partir de la comunión ya existente y real, para afrontar desde ahí las divergencias. En la práctica, es el método que han seguido los diálogos oficiales en las respectivas Comisiones mixtas: «los diálogos teológicos bilaterales con las mayores Comunidades cristianas parten del reconocimiento del grado de comunión ya presente para discutir después, de modo progresivo, las divergencias existentes con cada una» (US 49).
Finalmente, las rupturas de la unidad también afectan a la Iglesia católica: «las divisiones de los cristianos impiden que la Iglesia realice la plenitud de catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso le resulta bastante más difícil a la misma Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad de la vida» (UR 4). Si «catolicidad» significa la virtualidad de la fe cristiana de asumir toda la multiforme diversidad legítima, la división hace que la Iglesia Católica se vea afectada en la «expresión histórica» de esa capacidad 12. No solo el cristiano no católico no debe renegar de lo verdaderamente cristiano y evangélico de su confesión, sino que tiene que poder vivirlo y encontrarlo en la Iglesia Católica; ésta ha ofrecer a su vez aquello que, plenamente en consonancia con el Evangelio y la disposición del Señor, pertenece también a su «catolicidad».
Ahora bien, el punto crucial es la autocomprensión de la Iglesia Católica Romana como plena subsistencia de la Iglesia de Jesucristo (cfr. LG 8), Y que suscita en ocasiones recelos sobre su actitud ecuménica. El Decreto lo expresa, por ejemplo, en el n. 4/ c, al hablar de las actividades en orden a la promoción de la unidad cuando dice que, por ese camino, «poco a poco, superados los obstáculos que impiden la perfecta comunión eclesiástica, todos los cristianos se congreguen, en la única celebración de la Eucaristía, para aquella unidad de una y única Iglesia que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia, y que creemos subsiste indefectible en la Iglesia Católica y esperamos que crezca cada día hasta la consumación de los siglos». Esta afirmación, y otras del mismo tenor tanto en el Concilio como en la Encíclica papal (cfr. US 14 y 86), no deberían llamar la atención 13. El Consejo Ecuménico de las Iglesias, por ejemplo, siempre mantuvo que la pertenencia de sus Iglesias-miembros no supone relativizar la propia eclesiología e identidad confesional de éstas; y, como es sabido, las Iglesias Ortodoxas vieron posible sólo de este modo su pertenencia a dicho organismo 14.
Se ve, pues, la trascendencia de una adecuada comprensión del «subsiste en» que, a nuestro juicio, debe siempre honrar las dos vertientes que los padres conciliares veían en esta expresión: la existencia de otros bienes de santidad y verdad fuera de la visibilidad de la Iglesia Católica Romana; y a la vez, la subsistencia en ella de «aquella unidad y unicidad" de la Iglesia de Cristo.
En íntima relación con esta convicción católica, merece la pena tratar algo que, en ocasiones, no ha sido del todo entendido, aunque el Concilio se expresó con notable precisión: es lo que llama «el trabajo de preparación y reconciliación de todos aquellos que desean la plena comunión católica», tarea perfectamente legítima, y que hay que distinguir de la actividad ecuménica, sin oponerlas. Ese trabajo «se diferencia por su naturaleza de la labor ecuménica; no hay, sin embargo, oposición alguna, puesto que ambas proceden del admirable designio de Dios» (UR 4). Se mueven en órdenes diversos. El Ecumenismo se orienta a la relación entre las Comunidades como tales, y con la finalidad de la unión visible institucional: su fin es «el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados» (US 77). Su naturaleza y objeto son, pues, distintos de la incorporación individual en la Iglesia Católica. Este proceso de «preparación y reconciliación en la plena comunión católica» responde también al designio de Dios y es obra del Espíritu Santo, y afecta a la conciencia y libertad de las personas, que es el tema tratado por la Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa. El Ecumenismo, pues, no deja sin sentido esta tarea de preparación y reconciliación.
Debe añadirse que las expresiones fueron elegidas con suma atención. Basta considerar que no se habla propiamente de «volver» o «entrar" en la Iglesia Católica, puesto que esos cristianos se hallan ya en comunión, aunque no plena. Ni tampoco se habla de «apostolado de reconciliación", tal como se recogía en borradores previos del Decreto, porque propiamente se reserva ese término a la evangelización de los no cristianos, y sonaba a algunos a «proselitismo", en el sentido que ha tomado –algo sorprendentemente- esta expresión de raíz bíblica, como deformación táctica del ecumenismo para conseguir conversiones con mayor facilidad 15.
6. La actitud y disposiciones ante el Ecumenismo
El resto del cap. I contiene los principios por los que los católicos deben encauzar su participación. No trata, pues, de las actividades (la «práctica del ecumenismo» del Cap. II), sino de las disposiciones y actitudes con que acceden los católicos al movimiento ecuménico.
1°: La propia renovación como base del ecumenismo: «Los católicos, en la acción ecuménica, deben, sin duda, preocuparse de los hermanos separados, orando por ellos, tratando con ellos de las cosas de la Iglesia y adelantándose a su encuentro». La Encíclica nos ofrece, además, hermosas consideraciones sobre la oración conjunta de los cristianos (US 21-28), que constituye el «alma» de la renovación ecuménica.
Ahora bien, el Concilio recuerda que, junto con esa preocupación por los hermanos, «antes que nada, los católicos, con sincero y atento ánimo, deben considerar todo aquello que en la propia familia católica debe ser renovado y llevado a cabo para que la vida católica dé un más fiel y claro testimonio de la doctrina y de las normas entregadas por Cristo a través de los Apóstoles» (UR 4/ e). Más adelante dirá el Decreto: «Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua» (UR 7). Plantea, pues, el tema de la «renovación», tanto personal -la plenitud de vida en Cristo, «todos los católicos deben tender a la perfección cristiana»- como institucional. El sentido de esta renovación: «Toda renovación en la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación» (UR 6), fidelidad al Evangelio en orden a presentar un testimonio cada vez más trasparente de la «forma» que Cristo dio a su Iglesia. Juan Pablo II insistirá en este punto de la renovación personal y colectiva: «La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia» (US 3). Vuelve el Papa sobre la necesidad de la conversión y la reforma en Ut unun sint 15.
2°: In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas: Unitatis reditengratio 4/g. Unidad no implica uniformidad. La catolicidad significa asumir e integrar la legítima diversidad en la expresión de la fe; en los ritos, la piedad y espiritualidad; en las lenguas y formas de expresión; en las categorías de pensamiento y sistemas culturales; en el régimen canónico, en las formas de vida en la Iglesia. Es la «gracia multiforme de Dios» (1 Pe 4, 10). Se trata de «no imponer más cargas que las indispensables», y salvaguardar la unidad en lo necesario. Quien cree que en la Iglesia Católica subsiste la plenitud del «sacramento general de salvación" comprenderá la importancia de que estas formas diversas nunca supongan un obstáculo para la unidad.
3°: Reconocer los bienes de los demás cristianos: «Es necesario, por otra parte, que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados» (UR 4/h). Todo lo que es de verdad cristiano no puede oponerse a la fe: el aprecio de la Biblia, la insistencia en la gratuidad de la gracia, la relevancia del sacerdocio común, o de la fe personal que debe animar las celebraciones sacramentales, etc. Los elementos ciertamente cristianos deben ser objeto de reconocimiento positivo, corrigiendo la manera heterodoxa en que se han expresado en esas comunidades. A la vez, «no debe olvidarse tampoco que todo lo que la gracia del Espíritu Santo obra en los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Todo lo que es verdaderamente cristiano, jamás se opone a los genuinos bienes de la fe; por el contrario, siempre puede conseguir que se alcance con mayor perfección el misterio mismo de Cristo y de la Iglesia» (UR 4/i). Esa «edificación» consistirá, por ejemplo, en profundizar elementos que los católicos habíamos comprendido de otra forma, o apreciado menos, o vivido de otro modo que en esas comunidades cristianas, «donde ciertos aspectos del misterio cristiano -dice Juan Pablo II- han estado a veces más eficazmente puestos de relieve» (US 14). «Una de las ventajas del ecumenismo es que ayuda a las Comunidades cristianas a descubrir la insondable riqueza de la verdad. También en este contexto, todo lo que el Espíritu realiza en los 'otros' puede contribuir a la edificación de cada comunidad y en cierto modo a instruirla sobre el misterio de Cristo. El ecumenismo auténtico es una gracia de cara a la verdad» (US 38).
Resultan edificantes los frutos de santidad que obra el Espíritu Santo en esas comunidades: «Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de sangre: Dios es siempre maravilloso y digno de admiración en sus obras» (UR 4/h). Si Dios actúa en los demás cristianos, no hay que mirar como menos valioso, por ejemplo, el martirio por la fe. «El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesial es no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio» (US 1).
En definitiva, el Decreto invita a mirar a los cristianos no católicos no sólo bajo la perspectiva negativa «no-católico» (lo cual es verdad, pero media verdad), sino también desde la mirada positiva de «cristiano»; no solo bajo el prisma teológico, pastoral y espiritual de lo que «no son», sino de lo que «son», sin desconocer lo que separa todavía. Los principios expuestos en el Decreto y recogidos y profundizados en la reciente Encíclica papal quieren suscitar una conducta positiva en los católicos con la convicción de que no es posible la unidad en la desconfianza y el desconocimiento. El espíritu de comprensión y benevolencia fraterna es su condición de posibilidad.
No se pueden acabar estas consideraciones sin aludir a uno de los temas mayores de la Encíclica de Juan Pablo II: el del primado papal (cfr. US 88-99). Precisamente por las trascendencia de sus afirmaciones en relación al ministerio del Obispo de Roma, no es posible tratarlo ahora en pocas líneas. De otra parte, han sido y serán ampliamente meditadas en otros contextos y escritos. Baste señalar la cuestión central. El Papa llama a una reflexión sobre el ministerio papal, y él mismo ofrece unas pistas con la mención, por ejemplo, de la sucesión de Pedro y Pablo en la sede de Roma (US 91), y la cita, en relación con las Iglesias ortodoxas, de la expresión «Iglesias hermanas», con sus implicaciones eclesiológicas y sacramentales (cfr. US 55-58).
Sobre todo es significativo el ofrecimiento del Papa a buscar conjuntamente con los demás cristianos formas de ejercicio del primado pontificio que faciliten una comprensión y aceptación del ministerio petrino, invitación que ha encontrado un eco favorable en los medios ecuménicos 16 .
Esa «forma de ejercicio del primado que, sin renunciar a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva» (US 95), está relacionada, según se desprende de la reiterada alusión del Pontífice, al ejercicio y aceptación del primado del Obispo de Roma en el primer milenio de la Iglesia, antes de la ruptura con el Oriente: aquella «unidad que, a pesar de todo, se vivió en el primer milenio y que se configura, en cierto sentido, como modelo ( ... ). El camino de la Iglesia se inició en Jerusalén el día de Pentecostés y todo su desarrollo original en la oikoumene de entonces se concentraba alrededor de Pedro y los Once (cfr. Act, 2, 14). Las estructuras de la Iglesia en Oriente y Occidente se formaban por tanto en relación con aquel patrimonio apostólico. Su unidad, en el primer milenio, se mantenía en esas mismas estructuras mediante los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Obispo de Roma. Si hoy, al final del segundo milenio, tratamos de restablecer la plena comunión, debemos referirnos a esta unidad estructurada así» (US 55); «las estructuras de unidad existentes antes de la división son un patrimonio de experiencia que guía nuestro camino para la plena comunión. (…) El término tradicional de 'Iglesias hermanas' debería acompañarnos incesantemente en este camino" (US 56; cfr. también n. 61).
"Estas afirmaciones -comenta E. Lanne- son importantes, porque significan que las referencias para reencontrar la plena comunión no serán los desarrollos de las estructuras de la Iglesia católica en el curso del segundo milenio, ni los métodos empleados desde entonces para restablecer la unidad. Ciertamente, la idea no es nueva, pero es capital que haya sido reafirmada aquí por Juan Pablo II» 17. Lo que no significa desconocer el segundo milenio de la Iglesia, que pertenece también a su vida «dogmática" y, en este sentido, el Concilio Vaticano I y su definición del primado papal de jurisdicción forman parte de su patrimonio irrenunciable. Sólo que el Concilio de 1.870 no pretendió innovar, sino explicitar -con una terminología propia- el núcleo dogmático que en el primer milenio ya se vivía in nuce. Una cosa es el primado papal, otra su modo de ejercicio. El Papa invita, pues, a comprender el primado papal desde la experiencia histórica -«formas»- de la época en que los cristianos estuvieron unidos «por la comunión fraterna de fe y de vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina" (UR 14).
José R. Villar
Facultad de Teología
Universidad de Navarra
PAMPLONA
NOTAS
1.- Un buen análisis histórico-teológico del ecumenismo y la Iglesia Católica en G. THILS, Historia doctrinal del movimiento ecuménico, Madrid 1965. Vid. También R. ALBERT, La Santa Sede y la unión de las Iglesias, Barcelona 1959. SCRIPTA THEOLOGICA 28 (1996/1) 99-120
2.- Pueden verse otras referencias históricas en G. THILS, O. c., pp. 290-293.
3.- Cabría citar algunos testimonios clásicos: Y.-M. CONGAR, Chrétiens désunis. Principes d'un oecuménisme catholique, Paris 1937; c.-J. DUMONT, Les voies de/ 'Unité chrétienne, Paris 1955; M.-J. LE GUILLOC, Mission et Unité. Les exigences de la communion, Paris 1959.
4.- En el mismo tono se expresa la Ene. Humanz generzs, cuando previene frente al falso irenismo: «Que se abstengan de creer, por un falso irenismo, que se puede obtener de los disidentes y extraviados un feliz retorno a la Iglesia, si no se enseña a todos, sinceramente, toda la verdad, sin corrupción alguna ni disminución».
5.- Vid. sobre este punto el apartado "Cuerpo místico e Iglesia católica romana» en G. THILS, La Iglesia y las Iglesias, Madrid 1968, pp. 149-199.
6.- La vasta producción de documentos de diálogo ecuménico queda bien reflejada en A. GONZÁLEZ MONTES (ed.), Enchiridion oecumenicum, 2 vol., Salamanca 1986/ 1993.
7.- Cfr. J. GARCÍA HERNANDO, Presentación de la Encíclica Ut unum sim, en «Ecclesia» 10.6.95, p. 39.
8.- Vid. E. LANNE, L'Encyclique Ut unum sint. Une étape en cecumémsme, en «Irénikon» 2 (1995) 214-229; A. ABLONDI, «Ut unum sint», en «Vita e Pensiero» 9 (1995) 562-581.
9.- Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente (10. noviembre.1994), n. 20.
10.- Sigue siendo un comentario válido G. THILS, El Decreto sobre ecumenismo, Bilbao 1968; vid. también J. PERARNAU, Decreto sobre el Ecumenismo, Castellón de la Plana 1965; L. SARTORI, L'unita dei Cristiani. Commento al Decreto conciliare sull'ecumenismo, Padova 1992.
11.- Al explicar el sentido de los principios católicos expuestos por el Decreto, decía la Relatio conciliar que este cap. 1 recoge «los principales elementos doctrinales acerca de la unidad de la Iglesia, expuestos de manera sumaria pero lo suficientemente clara». Y añadía como «principio de interpretación»: «Es obvio que los católicos, al igual que lo hermanos separados, deben comprender e interpretar estos elementos de acuerdo con toda la doctrina de la Iglesia católica, expuesta muchas veces y de maneras diversas».
12.- La Carta a los Obispos de la Iglesia Católica, Communionis notio 28.5.1992), de la C. D. de la Fe, señala que la herida de la unidad «comporta también para la Iglesia Católica, llamada por el Señor a ser para todos 'un solo rebaño y un solo pastor' una herida en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la historia» (n. 17).
13.- Cfr. la declaración Federación de Iglesias Evangélicas Luteranas alemanas en Lutherische Monatshefte» 8/95, p. 20.
14.- Cir. G. THILS, o. c. en nota 1, pp. 251-253.
15.- ¿Cabe utilizar la palabra «conversión»? Contiene diversos sentidos: una idea de renovación moral (conversión de los pecados). De otra parte, quienes se incorporan plenamente a la Iglesia Católica, ya vivían gran parte del patrimonio católico (caso, por ej, de un fiel ortodoxo). Si se quiere connotar con ella la vivencia personal profunda del paso realizado podría ser adecuada. En todo caso, el Concilio no la utiliza para evitar susceptibilidades innecesarias. Vid. sobre el particular G. Thils, o. c. en nota 1, pp. 286-287.
16.- Cfr. A. ABLONDI, o. c. en nota 8, pp. 576-577.
17.- E. LANNE, o. c. en nota 8, pp. 226-227.
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