REVISIÓN DE ARTÍCULOS SOBRE ECUMENISMO: "ARDIENTE PROMOTOR DE RELACIONES ECUMÉNICAS" PUBLICADO EN 2.006 DE PEDRO LANGA AGUILAR, OSA.
El anciano cardenal Willebrands, frisaba ya los 97, se fue a la casa del Padre en la madrugada del 2 de agosto de 2.006 desde Saint Nicolaasstichting, convento de las Hermanas Franciscanas en Denekamp, noroeste de Holanda, domicilio suyo estos años de recta final. Nuestra prensa ni le dedicó titulares apenas, ocupada esos días en informar de que un verano más la Península se estaba quemando y por los montes de Galicia había fuego a discreción. Sólo algún dato suelto con el frívolo matiz longevo, pero de su principal vocación, el ecumenismo, nada o casi nada. Lo cierto es, sin embargo, que con él desaparecía uno de los Padres conciliares de mayor peso específico en el Vaticano II.
Con sendos telegramas a Kasper y Simonis, sucesores del difunto en el Pontificio Consejo y en Utrecht, Benedicto XVI destacó su trabajo en las relaciones ecuménicas, «de las que fue ardiente promotor al servicio del Pueblo de Dios». También llegaron de Ginebra condolencias por la muerte del «servidor honorable y devoto del Evangelio y de la causa de la unidad entre cristianos» y por «su estrecho y fecundo compromiso de colaboración con el Consejo Mundial de Iglesias». «No era hombre de muchas palabras, pero tuvo muchos amigos», comentó el cardenal Kasper durante las exequias que el 8 de agosto presidió en la catedral metropolitana de St Catharina, de Utrecht, concluidas por el obispo griego del Patriarcado ecuménico, Máximos de Evmenia, y en las que se dieron cita, junto a representantes de numerosas Iglesias, el primer ministro holandés, Jan Peter Balkenende, que definió al extinto como «incansable constructor de puentes entre católicos, cristianos y judíos», y el ministro de Justicia, Piet Hein Donner. Se le dio sepultura en el cementerio de Santa Bárbara, junto a las tumbas de sus predecesores, los cardenales Jan de Jong y Bernard Alfrink.
Había él mismo desvelado al Programa alemán de la Radio Vaticana en 1989 la máxima de su vida: «El amor que Cristo ha requerido de Pedro, no se circunscribe a un grupo, ni siquiera a la Iglesia católica: todos son ovejas suyas. Y por ello, el amor va dirigido a todos los cristianos, y este amor exige ante todo la unidad, porque hay mucho sufrimiento cuando una familia está dividida. En este espíritu he concebido mi nueva tarea y la he desarrollado con todo el corazón y con todas las fuerzas -espirituales y materiales- que Dios me ha dado; el Señor me ha bendecido y yo le agradezco profundamente por haberse servido tanto tiempo de mi trabajo a favor de su Iglesia».
Datos para una semblanza
Johannes Gerardus Maria Willebrands, había nacido el 4 de septiembre de 1.909 en Frise occidental (Bovenkarspel: diócesis holandesa de Haarlem: Países Bajos). Cursadas Filosofía y Teología en el Seminario Mayor de Warmond, y ordenado de presbítero el 26 de mayo de 1.934, durante los tres años siguientes frecuentó, en Roma, el Angelicum, de cuyas aulas salió graduado con el título de Doctor en Teología tras defender una tesis sobre John Henry Newman.
Vuelto a Holanda, 1.937, ejerce por tres años de capellán en la Iglesia de Begijnhof, (Amsterdam) y en 1940 empieza a regentar la cátedra de Filosofía en el Seminario Mayor de Warmond, del que cinco años más tarde será nombrado Rector. «En 1.946 –él mismo lo recuerda- fui llamado a abandonar los estudios y la enseñanza de la Filosofía para dedicarme al restablecimiento de la unidad entre los cristianos, una “llamada” que en el curso de los años se ha revelado verdadera y propia vocación que el Señor me ha inspirado desde lo alto». Pronto, en efecto, empezó a demostrar vivo interés por el ecumenismo como presidente de la Asociación Wilibrordo, promotora de esta causa en Holanda. Ya en 1.951, de hecho, organiza la Conferencia Católica para las cuestiones ecuménicas a la que acuden un grupo de teólogos empeñados por la unión de las Iglesias, y en 1.958 el episcopado holandés dispone que se ocupe de este campo. Tiempos fecundos aquellos, sin duda, para el joven sacerdote.
Corría junio de 1.960 cuando Juan XXIII nombró a Willebrands secretario del apenas constituido Secretariado para la Unión de los Cristianos, condición en la que trabajó durante las sesiones del Concilio Vaticano II siempre bajo la guía maestra del cardenal Bea, sobre todo preparando los documentos del ecumenismo (Unitatis redintegratio), la libertad religiosa (Dignitatis humanae), relación con las religiones no cristianas (Nostra aetate) y divina Revelación (Dei Verbum). Ya el Concilio en marcha, fue preconizado para la Iglesia titular episcopal de Mauriana el 4 de junio de 1.964. Y el 28 de ese mes Pablo VI le confería la consagración, asistiéndole como coconsagrantes los arzobispos curiales Diego Venini y Ettore Cunial A partir de ahí, puso en marcha numerosas iniciativas de diálogo entre católicos, ortodoxos, anglicanos y luteranos, y en cuanto miembro de los grupos mixtos de trabajo de la Iglesia católica con el anglicanismo, la Federación Luterana Mundial y el Consejo Mundial de Iglesias.
Tras la muerte del cardenal Bea el 16 de noviembre de 1.968, le llegan de Pablo VI el 12 de mayo de 1.969 la presidencia del Secretariado para la Unión de los Cristianos, hoy Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, y el nombramiento cardenalicio en el Consistorio del 28 de mayo de 1.969 con el Título diaconal de San Sebastián en las Catacumbas. El 6 de diciembre de 1.975 –luego de la renuncia del Cardenal Alfrink– es promovido al Arzobispado de Utrecht y, por tanto, para Primado de Holanda, donde será también Presidente de la Conferencia Episcopal Holandesa y Vicario Castrense de los Países Bajos, que alterna con la presidencia del Secretariado para la Unión de los Cristianos. Durante los cónclaves de 1.978 entró en las quinielas de papables y luego fue, asimismo, con los cardenales Krol y Malula, Presidente Delegado en la II Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos (del 24 de noviembre al 8 de diciembre de 1.985). Camarlengo del Sacro Colegio desde 1.988 hasta 1.993, el 3 de diciembre de 1.983 presentó su renuncia a Utrecht y desde el 1 de diciembre de 1.989 hasta su muerte, en fin, ha sido Presidente emérito del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos .
Vocación ecuménica
«Mi empeño ecuménico –habla él de nuevo- empezó con la Asociación San Wilibrordo en los Países Bajos, fundada después de la segunda guerra mundial y sucesora de la Asociación apologética San Pedro Canisio […]. Tenía como objetivo la reconciliación en la unidad y la cristianización; la unidad entendida en su dimensión ecuménica. En los Países Bajos, después de los católicos, los cristianos reformados forman la más numerosa comunidad eclesial. Durante y después de la última guerra hubo contactos y diálogos ecuménicos entre responsables de Iglesias y teólogos de ambas partes».
No las tuvo todas consigo el joven profesor: «En un primer tiempo, dice, no acepté esta petición. Por mis estudios en el Angelicum de Roma y por el encargo que tenía entonces como director de la sección de Filosofía del Seminario mayor de la diócesis de Haarlem, no me sentía preparado para este cometido. Sólo después de mucha insistencia y la aprobación de mi obispo acepté el nombramiento. En este cometido un grupo de teólogos que conocía mejor que yo el trabajo ecuménico, me introdujo y preparó para mi futuro trabajo. Esta nueva tarea tomó después forma definitiva con el nombramiento por parte del Papa Juan XXIII para secretario del Secretariado para la Unión de los Cristianos, del cual, después de la muerte del cardenal Bea, fui nombrado presidente por el Papa Pablo VI. A partir de 1.964, año en el que Pablo VI me ordenó obispo con la específica misión de actuar por la unidad de los cristianos, consideré esta actividad como mi vocación definitiva. Desde el inicio de mi implicación en el trabajo ecuménico, pero de modo especial desde cuando el Papa Pablo VI, con ocasión de mi ordenación episcopal, me dijo: “Esta ordenación estará al servicio divino para la unidad entre los cristianos”, entendí esta misión como una llamada del Señor, a mí encomendada por la Iglesia. He tratado de profundizar esta vocación, participar en la pasión de Cristo por la unidad de sus fieles, conocer mejor el misterio de la comunión con Cristo en la Iglesia». Vocación, pues, bien se ve, sin fisuras.
En el mundo de los teólogos y amigos
La estrecha relación Willebrands/Congar –fue nuestro personaje quien portó al eminente dominico, ya inválido y en el crepúsculo de sus días, la birreta cardenalicia en nombre de Juan Pablo II- salta a la vista en muchas páginas de Mon Journal du Concile y de Diario de un teólogo (1.946-1.956). Cabe decir otro tanto con las Memorias de H. Küng. «Frans Thijssen y Jan Willebrands –recuerda de 1.952 el de Sedán- son los artífices de la inflexión hacia el ecumenismo de la principal organización de conversión de los Países Bajos, la San Wilibrordo. Este éxito convirtió a ambos en los apóstoles de una colaboración internacional entre ecumenistas; ellos cogieron su bastón de peregrino y convencieron a la mayoría de sus interlocutores, incluyendo a los romanos, de la viabilidad de la empresa».
Más explícito y marchoso resulta Hans Küng: «Estos holandeses han hecho la obra de arte de tejer, desde el comienzo de los años cincuenta, una red internacional de teólogos con sensibilidad ecuménica (con apoyo episcopal). En entrevistas personales en Roma empiezan convenciendo a los influyentes jesuitas Bea, Tromp y Leiber, y al final incluso al cardenal Alfredo Ottaviani, cuyo “Santo Oficio”, de acuerdo con la instrucción antiecuménica “Ecclesia catholica” de 1.950, tiene sometidas a estricta vigilancia todas las operaciones ecuménicas que se producen en la Iglesia católica. Esa Conferencia Católica para las cuestiones ecuménicas, como plataforma de contactos entre unos y otros e intercambio de información, no parece peligrosa doctrinalmente y más bien resultaría útil para la Iglesia católica. Normalmente el Vaticano desconfía de las asociaciones católicas internacionales en las que él no tiene la última palabra. En la primera sesión de la Conferencia, en la Friburgo suiza, en 1.952, tuvo que renunciar a llamarse como originalmente había deseado Willebrands: “Consejo Ecuménico Católico”».
Dos cosas destacan entre Willebrands y Visser't Hooft, tantos años Secretario General del Consejo Mundial de Iglesias: ambos nacen en la misma región holandesa (Haarlem) y son nombrados a la hora de jubilarse –es una manera de decir, pues nunca, en realidad, se jubilaron-, presidentes honorarios, cada cual de su respectivo organismo. Willebrands, del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos. Visser't Hooft, del Consejo Mundial de Iglesias. Pero hay que ver su amistad entre bambalinas, sobre todo cuando la fundación del Consejo Mundial de Iglesias en Amsterdam (1.948), aunque también luego, en numerosos eventos sucesivos. Que pudo asesorarse del gran paisano y amigo, lo eran de verdad, a la hora de poner en marcha la idea ecuménica confiada por el episcopado de los Países Bajos es indudable. Luego, ya con el Secretariado a cuestas y en vísperas del Concilio, la vieja amistad floreció en proyectos y amigos comunes: Bea, por ejemplo.
«Queda claro –escribe Willebrands a Küng a propósito de un atrevido libro de éste en inglés- que ha despertado una amplia comprensión y buena acogida del Concilio entre los no católicos y que, no en menor medida, significa una llamada a la conciencia de los católicos sobre la verdadera importancia y finalidad del Concilio. De forma indirecta el libro ha sido también muy importante para el trabajo de nuestro Secretariado» (18 de julio de 1.962). Y sobre la posible visita de Barth al Concilio, he aquí una carta del holandés, con fecha de 17 de septiembre de 1.963 y el sello de «confidencial», a su amigo el teólogo suizo, cuya tesis doctoral había versado precisamente sobre la Justificación en Karl Barth: «Después de comentar a su Eminencia (el cardenal Bea) la posibilidad de invitar a Karl Barth por parte del Secretariado para la Unidad, él se ha mostrado de acuerdo en principio. Querría pedirte, por eso, que tú hables con Karl Barth sobre esa posibilidad. Tan pronto como hayas hablado con él sobre la posibilidad de su invitación, dímelo. No se trata, por supuesto, de “conquistarlo”; debes exponerle las cosas con total libertad y descartar cualquier motivación egoísta por nuestra parte. Agradecido por tu servicio y con la esperanza de verte de nuevo en Roma pronto. Tuyo. Johannes».
El complemento de esta historia viene de Congar el sábado 24 de noviembre de 1.966: «Willebrands me ha contado la estancia de Barth, actualmente en Roma y que debe ser recibido por el Papa el lunes. Barth ha estudiado los textos del Concilio durante un mes. Ha redactado cuestiones sobre cada uno y viene a la fuente, a Roma, para obtener la respuesta. Ayer, ha examinado el De oecumenismo y el De libertate religiosa. El De libertate no le gusta. Se ha alineado sobre la moderna idea de dignidad de la persona humana. El mejor texto, a los ojos de Barth, es Ad gentes».
Willebrands asiste como invitado especial a la Asamblea general de Upsala (Consejo Mundial de Iglesias), y se mueve entre bastidores preparando la visita del doctor Fisher a Juan XXIII, echando las bases de Comisión Internacional Anglicano-Católica Romana, llevando el mensaje personal de Pablo VI a la X Conferencia de Lambeth y, en fin, acompañando hasta Patrás a Bea, portador de la reliquia de San Andrés.
Fue el primer eclesiástico en viajar a la Unión Soviética después de 1.917, no, por cierto, Casaroli como algún periodista tiene escrito por ahí: llegó a Moscú el 27 de septiembre de 1.962 para gestionar el envío de observadores de la Iglesia ortodoxa rusa al Concilio. «Si debo hablar de los sentimientos que me acompañaron en aquel viaje –desvelaba no hace mucho-, subrayaría sobre todo el gran sentido de responsabilidad, también porque el Secretario de Estado había autorizado el viaje, pero declarándome que lo hacía bajo mi directa responsabilidad. Tenía, sin embargo, el pleno apoyo del cardenal Agustín Bea, presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos. Por tanto, no fui “enviado por la Santa Sede” sino sólo autorizado a emprender el viaje, que caía enteramente bajo mi responsabilidad».
Sólo semanas antes, aclaraba sobre el mismo asunto, «en 1.962, durante una reunión del Comité central del Consejo Mundial de Iglesias, tenido en París, me entrevisté con el metropolita Nikodim, responsable del Patriarcado de Moscú para las relaciones internacionales y hablé largo con él. El metropolita estaba muy interesado en conocer el pensamiento de Juan XXIII sobre el Concilio. Oídas mis explicaciones, él observó: “Todo lo que me está diciendo es muy interesante e importante también para nuestra Iglesia, la cual, sin embargo, está en Moscú, no en París”. Yo repliqué: “¿Es una invitación a ir a Moscú?”. El se limitó a repetir: “Nuestra Iglesia está allí, y sería interesante que también allí escuchasen lo que me acaba de decir”. Sí, era una invitación indirecta pero clara. Quisiera notar que tal encuentro fue anterior a aquél, ahora bastante publicitado, entre el cardenal Tisserant y el metropolita Nikodim».
El lunes 6 de diciembre de 1.9 65 Bea invita a comer a los que han trabajado en el Secretariado. Son los últimos días del Concilio y Congar detalla –nótese el trajín que se traían los oficiales del organismo vaticano en esas horas- que Bea está ausente y «Willebrands llega tarde a nuestra comida porque ha estado a recibir en Fiumicino a monseñor Nikodim, que llega de Moscú para asistir a la clausura». Y al día siguiente, esto: «Willebrands lee, en francés, el texto de abolición de las excomuniones mutuas entre Roma y Constantinopla».
Y como de Nikodim va la cosa, no estará de más recordar el reciente reportaje de 30 días al cumplirse los 28 años de la repentina muerte del Metropolita ortodoxo en brazos de Juan Pablo I. «Recuerdo un pequeño episodio –tercia el P. Miguel Arranz aludiendo primero a la rápida elección del papa Luciani-. Íbamos hacia la plaza de San Pedro en el momento en el que a lo largo de la vía de la Conciliación pasaban los coches de los conclavistas que aquella noche se habían quedado en el Vaticano, y en un momento dado uno de aquellos coches se detuvo frente a nosotros. Era el del cardenal Willebrands, entonces presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos. Willebrands bajó del coche y dirigiéndose al metropolitano Nikodim exclamó: «¡Ha sido el Espíritu Santo! ¡El Espíritu Santo!…». Imagínese, un hombre racional, frío como el mármol, como el cardenal Willebrands bajando del coche y exclamando de aquel modo. Nikodim se quedó inmóvil… Me miró con expresión interrogativa. Seguimos andando y una vez llegados a la plaza de San Pedro nos colocamos casi justo debajo del balcón».
Al telegrama de condolencia que Juan Pablo I hizo llegar al patriarca Pimen, su sumaron conmovidas declaraciones de nuestro purpurado holandés, del Prepósito General de los Jesuitas y de otras autoridades eclesiásticas. Willebrands, además, acogió en la iglesia de Santa Ana, Vaticano, a la delegación rusa venida para llevarse los restos del difunto, que partieron en avión de Fiumicino a Leningrado el 8 de septiembre de 1.978 por la mañana. Vuelo en el cual, junto a dicha delegación, iba la vaticana presidida por Willebrands, quien aquella misma tarde celebró ante el féretro un oficio de difuntos en lengua latina, y el 9 de septiembre, durante las exequias que presidió Pimen, tuvo uno de los discursos fúnebres en la ceremonia de la sepultura. No podía faltar el pastor, el ecumenista, el amigo que años atrás, de modo inconsueto, había podido bendecir conjuntamente con el ahora difunto a los fieles ortodoxos de la catedral de Leningrado.
Liberación del metropolita ucraniano Slipyj
Ninguna frase mejor para definir sus eficaces gestiones en la compleja historia de la liberación del metropolita grecocatólico Josyf Slipyj que ésta de monseñor Loris F. Capovilla, secretario particular de Juan XXIII, escrita en la breve nota que éste introdujo por debajo de la puerta del dormitorio de Su Santidad a las 24'30 horas de aquel inolvidable 9 de febrero de 1.963: «Monseñor Willebrands ha prestado un óptimo servicio desde todos los puntos de vista». Fueron horas aquellas en verdad históricas por el alcance que revestía un hecho al fin y al cabo fruto de las buenas relaciones del momento entre Juan XXIII y Kruschev: se estaban echando, por decirlo así, las bases de cuanto habría de conocerse pronto como la Ostpolitik.
La operación salió redonda gracias al bondadoso y profético Juan XXIII, prácticamente solo en esas horas, excepción hecha de los cardenales Cicognani, Secretario de Estado, Testa, Prefecto de la Sagrada Congregación para las Iglesias Orientales, Bea, Presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos y, naturalmente, monseñor Willebrands, viejo amigo de Nikodim y de los observadores rusos en el Concilio, el protopresbítero Vitali Borovoi y el archimandrita Vladimir Klotiarov, hoy metropolita de San Petersburgo. Debidamente informada del proyecto, la Santa Sede autorizó a finales de enero de 1.963 el viaje de Willebrands a Moscú con el fin de llevar aquella nave a buen puerto: «esta vez, matiza en la entrevista, fui como enviado del Papa».
A uno, que trabó amistad con monseñor Iván Choma, secretario y albacea del cardenal Slipyj, y que llegó a saludar a éste en persona y conversar con él más de una vez y más de dos en los jardines vaticanos, la descripción que del ucraniano hace nuestro holandés se le antoja de absoluta precisión: «figura austera –dice-, alta, majestuosa, con larga barba gris que le definía el rostro marcado por largos años de cautiverio, mirada humilde e indómita en aquellos luminosos y penetrantes ojos azules». Nunca los viajes de Willebrands al Este tuvieron carácter diplomático, para eso estaba Casaroli, sólo «religioso, teológico, y miraban principalmente a las relaciones con la Iglesia ortodoxa».
Willebrands y los documentos del Concilio
Fue de veras ingente su trabajo en ellos. Y durante la llamada Semana negra del Concilio, yo añadiría incluso que providencial. «Esta tarde –refiere Congar el viernes 19 de febrero de 1.965- Willebrands habla de los retoques hechos al De oecumenismo. Hubo tres intervenciones del Papa. Los 19 retoques vienen de la 2ª. Mas el Papa había recibido [¿de quién?] una lista de una cuarentena de retoques. Cuando llamó a Willebrands, él había ya subrayado, con bolígrafo azul, las más graves de estas correcciones, las que verdaderamente afectan al texto. Pablo VI ha incidido en la que, en lugar de: “Spiritu Sancto movente…inveniunt”, dice “invocantes Spiritum sanctum…inquirunt”. La Iglesia católica, por la voz suprema del concilio, no podía, decía él, o sea el Papa Montini, proclamar en general el primer enunciado». En cuanto a la 3ª intervención, en plena noche del 19 al 20 de noviembre de 1.964, monseñor Willebrands pura y simplemente la rechazó. Es exacto, me dice Willebrands, que Pablo VI se lamenta de no haber recibido el texto del De oecumenismo a tiempo. Lo había olvidado. ¿Por la falta de quién? Pablo VI dijo a Willebrands: “de la burocracia”. Por el contrario, el Papa pide que nuestro texto sobre la libertad religiosa se le comunique y explique antes incluso de dárselo a los obispos del Secretariado. Dijo a Willebrands: me lo mandáis con dos o tres de vuestros peritos y allí, en torno a una mesa, yo plantearé cuestiones, ellos me explicarán, yo veré si es satisfactorio».
Vuelve el sábado 30 de octubre de 1.965 sobre los votos de los últimos días. «Me dice –anota Congar- que la víspera de la promulgación de la Declaración sobre las religiones no cristianas hay todavía una marcha hasta el Papa para que esta promulgación no tenga lugar. Se arguye de una inexactitud en la citación de Romanos 11, 28-29, donde hay manent en lugar de sunt. Algunos días antes, Felici sólo había anunciado la promulgación de cuatro textos […]. En este momento, Máximos IV había preparado una carta al Papa para pedirle que el texto de la Declaración sea promulgado el 28 de octubre. Esto es interesante. Se habla también del De Revelatione: este título, dice Willebrands, viene de Juan XXIII, que lo empleó (en lugar del De fontibus Revelationis) cuando instituyó la Comisión mixta». Congar y Willebrands, pues, se traían entre manos interesantes comentarios conciliares, de gran valor testimonial.
Su relación con Bea, Pablo VI y Juan Pablo II
Un trío por tantos conceptos singular, irrepetible, único. Su amistad con Bea databa de los remotos tiempos en que éste había sido Rector del Pontificio Instituto Bíblico. Sus frecuentes viajes a Roma le acercaban invariablemente hasta la celda del jesuita, donde conversaban sobre mil y una historias del ecumenismo, cuando este término no se podía casi ni pronunciar a orillas del Tíber. Desde entonces nunca se apartó de la huella bíblica de Bea, a quien asistió en el momento de la muerte, y cuyos restos acompañó hasta la sepultura en su pueblo natal de Alemania: Riedböhringen. Documentos conciliares, viajes, entrevistas fueron siempre de la mano en uno y otro. De modo que hoy sería imposible comprender de lleno a un Bea del Concilio desvinculado de Willebrands. E igual a la inversa.
Arriba quedan algunas pinceladas sobre lo que Pablo VI supuso en nuestro purpurado. El, por su parte, ayudó mucho al Papa Montini en las gestiones ecuménicas. A lo ya dicho, cumple añadir la preparación de encuentros históricos como el de Atenágoras en Jerusalén. En diciembre de 1.971 se llegó hasta el Fanar para entregarle al anciano Patriarca el Tomos Agapis (el tomo de la fraternidad): 285 documentos intercambiados entre la Iglesia de Roma y el Patriarcado ecuménico entre 1.958, año en que murió Pío XII, y 1.970. También presidió Willebrands la delegación oficial de la Iglesia católica que asistió a la entronización de Shenouda III, como 117 Patriarca sucesor de San Marcos en Alejandría (Egipto: 19 de noviembre de 1.971). Y dígase lo propio del Patriarca Dimitrios I, a quien acompañó cuando su viaje a Roma. Lo mismo que al Dr. Ramsey en la visita de éste al Vaticano (23-24 de marzo de 1.966). O tantas veces al metropolita ortodoxo Melitón de Calcedonia, con quien le unían estrechos lazos de amistad.
En cuanto a Juan Pablo II, se sabe que poco después de su elección, le encargó el organizar una visita papal al Patriarca ecuménico Dimitrios I en su antigua Sede de Constantinopla. Y facilitar asimismo el rumbo hacia Cantorbery. Su correspondencia oficial con la Jerarquía de Lambeth antes y después del paso de la ordenación de mujeres, será en el futuro tema de estudio para teólogos y ecumenistas, y hasta materia de tesis doctorales. Su respuesta al arzobispo Runcie, por ejemplo, abundó sobremanera en dos puntos. Primero, la ruptura con la tradición emprendida de manera unilateral por unas Iglesias anglicanas divididas lleva a la grave pregunta de hasta qué punto entiende el anglicanismo la naturaleza de la Iglesia y su relación con una tradición autoritativa. Segundo, alterar la tradición implica una “innovación radical” que pone en peligro un concepto sacramental del sacerdocio como signo visible del sacerdocio perdurable de Cristo en la Iglesia.
De no menor interés van a ser algunas declaraciones suyas sobre Lutero. En la V Asamblea plenaria de la Alianza Luterana Mundial, celebrada el año 1.970 en Evian, se atrevió a dar un paso, en su discurso oficial, hacia una rehabilitación de Lutero y la Reforma, y pudo «comprobar con gozo que en los últimos años ha surgido entre los estudiosos católicos una visión más exacta científicamente de la figura y la teología de Martín Lutero», palabras que provocaron gran indignación entre las personalidades más influyentes de la curia romana. Juzgadas, sin embargo, desde la distancia, comprueba uno que, si por un lado pudo reconocer en nombre de la Santa Sede que Lutero fue «una personalidad profundamente religiosa y que había buscado sinceramente y con abnegación el mensaje del evangelio», por otro, leída la parte doctrinal de la declaración atentamente [cf. Positions Luthériennes 4 (1.970) 328-330], ves que la amabilidad de las intenciones y la franqueza de la explicación teológica no dejan escapar ninguna concesión.
Volvió, de hecho, por escrito el 14 de julio de 1.971 para puntualizar: «El Santo Padre no cree posible en el momento actual dar un paso en el asunto de Martín Lutero que vaya más allá de lo que yo, en cuanto presidente del órgano competente de la Santa Sede, manifesté ante la Asamblea Plenaria de la Federación Luterana Mundial, reunida en 1.970 en Evian-les-Bains, de acuerdo con el estado actual de la investigación católica sobre Lutero». Fueron por eso decisivas su intervenciones para que el 31 de octubre de 1.983, Juan Pablo II le escribiese con motivo del V Centenario del nacimiento del Reformador resaltando el «profundo sentimiento religioso» de Lutero, que había dado forma a una personalidad «movida con pasión abrasadora por la cuestión de la salvación eterna. Para cerrar la brecha abierta en el siglo XVI entre el catolicismo romano y la reforma luterana haría falta una investigación histórica continuada, sin ideas preconcebidas, a fin de “llegar a una imagen fidedigna del Reformador, de todo el período de la Reforma y de las personas que participaron en ella. Es necesario reconocer las culpas, sin parar mientes en quiénes las han cometido».
El Milenario de Rusia permitió a Su Eminencia Willebrands intervenir de nuevo. La Santa Sede acudió a Moscú con dos delegaciones: una encabezada por el cardenal Casaroli, pero compuesta igualmente por los cardenales Willebrands, Etchegaray y tres expertos; y otra del episcopado católico con miembros de todo el mundo, entre ellos los cardenales arzobispos de Viena, Hanoi, Milán, Varsovia, Múnich y Nueva York, etc. Dentro de este ambiente, el gobierno soviético había empezado a desbloquear, con harto pesar del Patriarcado ortodoxo, la situación con respecto a la Iglesia greco-católica de Ucrania. Así que el 10 de junio Willebrands y Casaroli se entrevistaron en el hotel Sovietskaia con dos obispos ucranianos, Filemon Kurchaba y Pavlo Vasilik. Las autoridades ortodoxas rusas lo lamentaron, pero nada podían hacer para impedir tal reunión. Y en fin, a resultas de la visita de Gorbachov al Vaticano en diciembre de 1.989, tuvo lugar en Moscú del 12 al 17 de enero de 1.990 una conferencia de católicos romanos y ortodoxos rusos, al objeto de resolver la situación de la Iglesia grecocatólica en Ucrania. La delegación de la Santa Sede estuvo encabezada una vez más por el cardenal Willebrands, presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos, y la delegación ortodoxa por el metropolita Filaret de Kiev, acérrimo enemigo de los católicos ucranianos y hoy, por cierto, autoproclamado Patriarca de la Iglesia ortodoxa de Ucrania, es decir, cismática o escindida del Patriarcado de Moscú: ¡ver para creer!
Su relación con los judíos
Como presidente de la Comisión de Relaciones Religiosas con los Judíos, buscó mejorar los difusos lazos entre ambas religiones. En la década de 1980 pidió mayor número de profesores judíos en los institutos teológicos católicos, para ampliar los estudios sobre el judaísmo. Antes, durante y después del Concilio Vaticano II su contribución fue notable. A juicio del cardenal australiano Edward I. Cassidy, sucesor en la presidencia del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos, «fundamental». Para el rabino Israel Singer, chairman del Congreso Judío Mundial, «la estrecha colaboración del cardenal Willebrands con el Congreso Judío Mundial y con el Comité Judío Internacional sobre Consultas Interreligiosas, ilumina la evolución alcanzada por las relaciones judeo-cristianas tras dos milenios de encono. Fue pionero y arquitecto de la reconciliación por parte de la Iglesia católica, en lo que atañe a la vinculación de la misma con los judíos, que tuvo un progreso histórico durante el pontificado de Juan Pablo II. A casi medio siglo después, somos beneficiarios de aquella visión y de esos esfuerzos».
Aunque la Iglesia había opuesto dura resistencia con la encíclica Mit brennender Sorge de Pío XI, 1.937, hubo que esperar al Vaticano II para que los pasos reconciliadores entre judíos y católicos se llegasen a dar. El signo del cambio fue la declaración Nostra aetate negada en redondo –idea de Willebrands- a la acusación de deicidio que algunos cristianos venían atribuyendo a los judíos. En 1.986, un papa visitó por primera vez la sinagoga de Roma, hecho histórico que estableció un clima de confianza entre ambas comunidades. Willebrands anunció el 31 de agosto de 1.987, durante un encuentro con el Comité Judío Internacional, su intención de escribir un documento sobre la Shoah, que Juan Pablo II respaldó inmediatamente y cuya publicación, pese a los buenos propósitos y a la indudable honestidad intelectual e histórica del documento, desencadenó un alboroto. También muchísimas reacciones positivas, todo hay que decirlo. Y ahí están para quien las quiera contrastar.
Sobre el incidente Weiss (rabino de Nueva York que lideró a los asaltantes del convento de las carmelitas de Auschwitz para forzar su abandono) y luego de haber empeorado las cosas con desafortunadas intervenciones los cardenales Macharski, de Cracovia, y Glemp, de Varsovia, éste a causa de un polémico sermón en Czestochowa, el Vaticano hubo de terciar mediante declaración pública de Willebrands, responsable del Diálogo internacional judeo-católico, el cual declaró que Juan Pablo II respaldaba el traslado de las monjas y que el Vaticano prometía el apoyo financiero necesario para la creación del nuevo centro. Ponderada y oportuna intervención la suya, pues, que logró suavizar la agitación social originada por los incidentes, contribuyendo con ello a que la mayoría de las partes implicadas abogaran por una rápida y pacífica solución a la disputa, que no hacía sino perjudicar la gran labor llevada a cabo tras el Vaticano II en la mejora de las relaciones judeo-cristianas.
Personalidad del presidente emérito del Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos
Figura clave la de Willebrands en las acciones de la Iglesia católica para dialogar con los cristianos acatólicos y con los judíos. Se le conocía en el Vaticano como el «holandés errante», debido a sus viajes por el mundo promoviendo la unidad cristiana. Fue un lujo de la Iglesia católica en ella y su brillante gestión podrá calificarse algún día en los manuales como esplendor ecuménico de la era Willebrands. «En verdad que sus escritos, al decir de monseñor Ablondi, tienen la prueba luminosa de la pasión por la comunión»: era un testigo apasionado porque de esta luz ecuménica supo hacer él una vocación. También lo fue autorizado porque durante muchos años, al frente de la responsabilidad ecuménica en la Iglesia en cuanto presidente del Secretariado para la Unión de los Cristianos, vivió junto al Santo Padre y provocó tantos acontecimientos en la aventura ecuménica de la Iglesia.
Racional y frío como el mármol, dijo antes el P. Miguel Arranz. Tranquilo, añado yo ahora, de prudencia diplomática, siempre amable, un «prelado de manual», como Hans Küng escribe en sus Memorias, precisando además: «Sin el trabajo previo sobre todo del animoso ecumenista católico Willebrands -amigo del gran ecumenista protestante holandés doctor Visser’t Hooft, secretario general del Consejo Mundial de Iglesias fundado en 1948- hubiera sido imposible llegar tan rápidamente a un Secretariado para la Unión de los Cristianos, cuyo espíritu rector, con el cardenal Bea al frente, no será otro que el de Jan Willebrands. Para mí es un honor y un reto que Willebrands, que desde el principio me tutea, me acoja en seguida como benjamín en esta internacional Conferencia Católica para las cuestiones ecuménicas».
Fuera o no brillante y frío como el mármol, es lo cierto en todo caso que un aire de sencillez y simpatía, de donosura y compostura, un toque, diríase, de sensibilidad eclesial y fineza de espíritu envolvía siempre su modo de ser y estar. Sabía sobremanera eso: estar, que a menudo, si no el todo, es al menos de lo más importante. A uno se le antoja imprescindible y propiciadora condición del diálogo. Los espaciosos corredores del Palacio Apostólico en Roma no encerraban secretos para él. Y menos aún la proverbial diplomacia de sus monseñores, a quienes conocía de largo y de cerca, que ya es conocer, bien por lo que manifestaciones, o bien por cuanto insinuaban.
Personaje ciertamente de la clásica escuela holandesa, revestido, eso sí, de cortesía vaticana, de cordiales modos y finas maneras, lo recuerdo, ya él jubilado, caminando algunas tardes a paso lento, cansino, señorial, en clergyman, tocado con el típico sombrero negro de monseñor, alto y elegante, por la inmensa plaza de San Pedro, haciendo alguna que otra vez el largo recorrido desde el Portone di Bronzo hasta la Piazza Pio XII: Congregación para las Causas de los Santos en concreto, o sea en diagonal. Me viene ahora mismo a la mente una tarde romana en el Centro Pro Unione (Via S. Maria dell’Anima, 30) durante una conferencia en inglés a la que fui cordialmente invitado y asistí. Detrás de sus blancas gafas lucían unos ojos vivos, los inquietos y dulces ojos de su escrutadora mirada que al despuntar el 2 de agosto de 2.006 se cerraron para siempre llevándose consigo rumbo al buen Padre Dios las numerosas, inconfundibles y tantas veces cálidas imágenes del ecumenismo contemporáneo.
Nunca podrá salir veraz y objetiva una historia del ecumenismo moderno que prescinda de los servicios que este católico monseñor holandés prestó. El porte sencillo y a la vez elegante de su extraordinaria figura, sus finos ademanes, el incansable dinamismo de sus pasos viajeros consiguieron llevar a las plazas ecuménicas del universo mundo una nota de señorío y distinción, y los foros de la unidad cristiana salieron siempre enriquecidos con su dialógica presencia, la típicamente suya, la tantas veces compuesta de oportuna palabra, fecunda pluma y sabio silencio. Apasionadamente enamorado del ecumenismo y en primera línea de disponibilidad, rompió moldes y cruzó fronteras sin fin a la hora de servir a la Iglesia y amar al Cristo del Ut unum sint. Sea él ahora su premio y su corona.
Dr. Pedro Langa Aguilar, OSA
Teólogo y Ecumenista
Sacerdote agustino burgalés de Coruña del Conde (1943). Licenciado en Dogmática por Comillas, doctor en Teología y Ciencias Patrísticas por el Augustinianum, ha sido profesor en universidades y centros teológicos de Roma, Madrid y Salamanca. Durante cuarenta años ha dictado cursos de Patrística, Agustinología y Ecumenismo y ha pronunciado conferencias en países de Europa y América. Cuenta con una docena de libros, sus artículos de fondo rondan ya los 500 y las recensiones sobrepasan el millar. Escribe en no menos de 25 revistas de pensamiento, lleva su voz a Radio Vaticano y diariamente imparte una clase de Patrística en Radiodelapaz.org. Considerado «uno de los mejores conocedores actuales de la obra de san Agustín», «entre los más distinguidos ecumenistas de España» y «reconocido especialista en el cardenal Newman», figura junto a los 241 nombres del Diccionario de teólogos/as contemporáneos (Burgos 2004)
Revista Pastoral Ecuménica
[Nº. 69, vol. XXIII, septiembre-diciembre 2006, 293-306]
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