San John Henry Newman posando como cardenal en una de sus fotos menos conocidas.
La espiritualidad ecuménica en san John Henry Newman
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por Pedro Langa
El 19 de septiembre de 2010 Benedicto XVI beatificaba en Inglaterra al cardenal Newman ante una multitud de 60 000 personas. El papa Francisco se propone ahora, en este 13 de octubre de 2019, dar el salto cualitativo de la canonización, cita excepcional para católicos y anglicanos, newmanistas y ecumenistas.
Disiento, pues, de quienes sostienen que los anglicanos lo van a tomar a mal. A mí me parece, desde la exacta dimensión ecuménica del hecho, todo lo contrario. Porque, además de ecumenista por temperamento, Newman lo fue también, antes ya de convertirse a la Iglesia católica, por doctrina. Cierto que forma parte de un nutrido coro de convertidos a la Iglesia católica, como Max Thurian y Louis Bouyer, por sólo citar dos bien a mano, pero es de saber que el ecumenismo no aspira a conversiones entre Iglesias, sino a la fundamental y básica de todas: la conversión de todas a Jesucristo.
De su espiritualidad ecuménica, pues, y no de su conversión, quiero yo escribir ahora. Una espiritualidad, ésta, que lo acompañó de joven, de adulto y de viejo. Fue como un sudario tectónico y envolvente, suave y consolador que nunca se apartó de su alma sencilla y armoniosa. Vengamos primero con la Iglesia, dado que el ecumenismo es, ante todo, fenómeno eclesial.
Ceremonia de su beatificación por Benedicto XVI en
el
Cofton Park de Birmingham (19.09.2010)
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1. Newman y la Iglesia.
Fue esta el centro de su vida y de su obra, sin duda. Pero una Iglesia entendida como koinonía, o sea unidad de comunión. La controversia donatista en los siglos IV y V puso de relieve un espíritu agustiniano de conciliación y concordia difícilmente superables hoy: dialoguemos de sacramentos, discutamos de cualquier otro tema, pero siempre dentro de la Iglesia una, unidos en caridad.
Era el grito de Agustín a los cismáticos del Partido que tanto impresionó al neoconverso inglés y Augustinus redivivus, hoy por fin santo. Su intenso despliegue intelectual, primero como jefe del Movimiento de Oxford, y luego, ya católico, superando diatribas del anglicanismo e insidias del catolicismo a base de sembrar siempre paz y exhortos en evitación de rupturas, representa un espléndido paradigma en su ejecutoria ecuménica.
Él estuvo suficientemente interesado en la Iglesia oriental como para traducir en la Carta a Pusey numerosos textos trasladados a los libros de oración (Euchologion, Pentecostarion) utilizados en la Iglesia ortodoxa, y para editar ¡a los 81 años! la gruesa obra de William Palmer, Notes on a visit to the Russian Church (1882).
Si el modernismo u otros errores doctrinales han podido invocar su patronazgo, ello se debe a la osadía propia de los ignorantes. La publicación de su epistolario deja las cosas en su sitio, que para el Newman esencial no es otro que el de una Iglesia comunidad de comunión, justamente a lo que hoy aspira el ecumenismo, superadas las anteriores etapas de reunión y de diversidad reconciliada.
No extrañe, por tanto, que san Juan Pablo II recordase su «especial vocación ecuménica» (Carta a Mons. George Patrick Dwyer). «La Iglesia –decía Newman-es una, y esto no sólo en fe y en moral, pues los cismáticos pueden profesar lo mismo, sino una, dondequiera se encuentre, en todo el mundo; y no sólo una, sino una y la misma, unida por el mismo régimen y disciplina, que es uno solo, los mismos ritos, los mismos sacramentos, las mismas costumbres, y el mismo único pastor» (Strolz, 51, n.91).
Sencillo de alma, cordial de espíritu, profundo de ideas, abierto de carácter, sensible a las ajenas inquietudes, con la pedagogía ecuménica en el corazón de puro enarbolarla gozoso por la vida, san John Henry Newman alimentó una eclesiología cimentada en la unidad y la paz interior, principio que fluye raudo por las serenas aguas del decreto «Unitatis redintegratio», donde se puede leer: «El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior. Porque es de la renovación interior, de la abnegación propia y de la libérrima efusión de la caridad de donde brotan y maduran los deseos de la unidad» (UR, 7).
Las relaciones Roma-Canterbury, por eso, precisan aún de serios estudios donde figuras como nuestro personaje, o movimientos como el de Oxford, reciban más certero tratamiento, algo avanzado en su día por el cardenal Johannes Willebrands.
«Los miembros todos de la Iglesia se hallan divididos en comunidades, bajo los obispos que tienen sus tronos en la Iglesia por derecho divino» y son sucesores de los apóstoles. Mantuvo ya él en su día, pues, la que hoy denominamos colegialidad de los obispos, y se significó como un teólogo apostando por la Iglesia en cuanto pueblo de Dios. Insistió en que la Iglesia cristiana es una reunión o sociedad instituida por Cristo, simple y literalmente. En esa plataforma de unidad de comunión hemos de entender su ecumenismo.
Horas antes de la
beatificación, el autor del artículo publicaba este libro
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2. Newman y el ecumenismo.
Fue el amor apasionado a la verdad lo que despertó en su generoso corazón una respetuosa actitud y una facultad receptiva fuera de lo común, capaces de hacerle sensible a los problemas de quienes no pensaban como él. «Su vida y su testimonio -escribió san Juan Pablo II al arzobispo de Birmingham cuando el centenario de la muerte- nos facilitan hoy un recurso vital para comprender y hacer que progrese el movimiento ecuménico que se ha desarrollado tan fuertemente en el siglo posterior a su muerte» (Ecclesia, n.2.486 (28.VII.1990) 22-23: 23).
De alguna manera, se advierte ya en sus escritos la denuncia del Vaticano II contra el escándalo de la división: «Aquel inmenso cuerpo católico, la santa Iglesia extendida por todo el mundo -confiesa dolorido-, ha quedado roto en pedazos por el poder del diablo [...]. Algunos fragmentos del mismo se han perdido por completo, y los que permanecen están separados entre sí» (CCN, 808, n.85; Dessain, 55).
Desde su conversión cuando los años juveniles, mucho antes en todo caso de que tuviera clara creencia en lo que a la Iglesia concierne, la restauración de la unidad fue una de sus preocupaciones más sentidas y de sus plegarias más fervientes. Basado en ellas, publicó en 1837 Conferencias sobre la función profética de la Iglesia, considerada en relación con la comunión romana y el protestantismo popular, libro de contenido ecuménico a cuya introducción llevó las siguientes palabras de John Bramhall, teólogo anglicano del siglo XVII: «Si en algo he sido parcial, debe ser en mis deseos de aquella paz que nuestro común Salvador dejó en herencia a su Iglesia, de que pueda ver en mis años de vida la reunión de la cristiandad, para lo cual no dejaré nunca de doblar las rodillas de mi corazón ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (CCN, 809, n.88; Dessain, 69).
De sus Conferencias sobre la doctrina de la justificación, editadas en 1838, comentará veinte años más tarde una autoridad como J. Döllinger: «Se trata, a mi modo de ver, de uno de los mejores libros teológicos publicados en este siglo». Estamos, de nuevo, ante una obra escrita con el ecuménico fin de probar que la enseñanza de los teólogos católicos sobre la gracia y la de los protestantes (a excepción de los evangélicos extremistas) podían reconciliarse.
Conciliador y ecuménico pretendió ser también con el Tracto 90, ocasión, pese a ello, de extrañas incomprensiones y, como él dice, verdadero experimentum crucis. Hasta la suerte quiso volverle las espaldas con lo del movimiento tractariano. Apenas fallecido -a menudo es así-, el Deán Richard William Church hacía llegar al diario The Guardian esta nota: «Difícilmente podemos adivinar lo que hubiese sido de la Iglesia anglicana sin el movimiento tractariano, y Newman fue el alma viva y el genio inspirador del movimiento tractariano.
Por grandes que hayan sido sus servicios a la comunión en que murió (=Iglesia católica), no son nada comparados con los que prestó a la comunión dentro de la cual transcurrieron los años más azarosos de su vida». Había orado desde pequeño por la restauración de la unidad cristiana y eso procuró siempre, pese a las incomprensiones, con el tractarianismo.
Su envidiable visión ecuménica alcanzó también a lo que hoy denominamos encuentros religiosos y cooperación interconfesional. Bien lo refleja su favorable actitud a que los jóvenes católicos, frente a la intransigencia del cardenal Manning, pudieran acudir a Oxford; o su consabida fórmula elevar el nivel: «La Iglesia debe estar preparada para los convertidos, tanto como los convertidos deben estar preparados para la Iglesia» (Strolz, 159, n.286).
«Como atrayente figura del Movimiento de Oxford y promotor luego de una auténtica renovación en la Iglesia católica, Newman –recordó san Juan Pablo II- parece tener una especial vocación ecuménica no sólo para el propio país, sino la Iglesia entera [...]. Con su vasta visión teológica anticipó, en cierta medida, uno de los temas fundamentales y de las orientaciones del Concilio Vaticano II» (Carta a Mons. George Patrick Dwyer. CCC, 812, n.100).
Ecumenista lo fue por temperamento, así como por legado biográfico y doctrinal. Con la pedagogía ecuménica en el corazón de puro llevarla asimilada por la vida, estaba más que sobrado de recursos para comprender y hacerse comprender. Pero llegó de igual modo a ser, insisto, ecumenista que diríamos profesional, dispuesto siempre a propiciar encuentros, abrir caminos y promover cualquier iniciativa que pudiese redundar en bien de la unidad. Los contratiempos de la vida, por lo demás, tan crueles a menudo, le ayudaron a confiar, esperar y amar, esos tres verbos típicamente ecuménicos de puro teologales.
Su ecumenismo, en resumen, resplandece por la transparente ejecutoria de su vida, marcada de acontecimientos que todo buen manual debe señalar, y en el blando regazo de su corazón. Sirva para corroborarlo esta bella frase suya del lejano 4 de junio de 1846: «Mientras los cristianos no busquen la unidad y la paz interior en sus propios corazones, la Iglesia jamás tendrá unidad y paz en el mundo que los rodea» (Strolz, 54, n.98).
En el histórico encuentro del Arzobispo Ramsey con san Pablo VI, 23-24 de marzo de 1966, el papa Montini aprovechó un momento para expresar a su egregio huésped su deseo de que la obra de Newman fuese publicada en su totalidad, extremo éste que uno comparte de medio a medio. El cardenal Newman era respetado por todos: por anglicanos y por católico-romanos, y eso tanto el Papa como el Arzobispo lo sabían (CCN, 807-813).
El Ut unum sint de Jesús al Padre, pues, antes de centrar las reflexiones de Unitatis retintegratio, y de una de las más bellas encíclicas de san Juan Pablo II, había sido ya, un siglo antes, estrella polar en el corazón de san John Henry Newman, el que hoy sube como santo a los altares, camino de hacerlo un día como doctor de la Iglesia. No dudé, por eso, en incluirlo en mi libro Apóstoles de la unidad. Ed. San Pablo, Madrid 2015, pp. 279-290. Vayan para él mi admiración y mi gratitud.
Melissa Villalobos, de Chicago, la mamá cuya
instantánea curación fue el milagro elegido para la canonización de san
John Henry Newman
Pedro Langa Aguilar, O.S.A.
Teólogo y Ecumenista
NOTA:
Para las citas entre paréntesis, remite el autor a su libro Beato Juan E. Newman. El Cardenal del Movimiento de Oxford. Edibesa, Madrid 2010 (pp. 11-12 y 255-261).
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