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Un espacio propuesto por EQUIPO ECUMÉNICO SABIÑÁNIGO

lunes, 29 de julio de 2019

LA MUERTE Y EL MÁS ALLÁ. LO QUE DICEN LAS RELIGIONES


Lo que dicen las religiones: 
La muerte y el más allá 

por José Luis Vázquez Borau 

La ciencia, la cultura, el pensamiento filosófico han emprendido, desde siempre, un combate contra la muerte. Pero son las religiones quienes, con mayor seguridad y amplitud, han vencido a la muerte. Así, son los paleontólogos quienes han descubierto en las sepulturas el primer vestigio de un sentimiento religioso. Según estos hallazgos, el homo religiosus apareció cuando los humanos empezaron a cuidar a los cuerpos de los muertos, recogiendo los cadáveres, untándolos con ocre rojo, símbolo de la sangre y consecuentemente de la vida, colocándolos en posición fetal como anuncio de un nuevo nacimiento y dejándoles en las tumbas alimentos, alhajas, armas, etc. Dando a entender que la muerte no era para ellos una desaparición definitiva, sino una apertura a un más allá.

1. El más allá de la muerte en las religiones arcaicas y tradicionales 


En las tradiciones africanas los difuntos no dejan el mundo, pero, aunque están en contacto con los vivos, no se les ve. Viven en una aldea de los muertos, invisibles pero cerca de los vivos. Para la religión egipcia los difuntos al morir tienen un juicio. Anubis, el dios con cabeza de chacal, pesa el corazón del difunto, mientras que Tot, el dios con cabeza de ibis, anota el resultado del peso. Entonces el difunto aparece ante el tribunal de Osiris. Si no ha respetado a Maat, el orden social y cósmico, se le impone una “segunda muerte”, y si lo ha respetado, el tribunal lo declara Maati, conforme a Maat, y entra en el paraíso de los muertos. 

Los indios creek o pieles rojas se imaginan la vida después de la muerte como una estancia en un país donde la caza sobreabunda, donde las fuentes nunca se secan y donde hay cereales todo el año. 






“Morir es solamente mudarse de una casa a otra. 
La persona sabia dedica sus mejores esfuerzos a embellecer
 aquella casa a la cual se mudará en el futuro.” 
(Rebbe de Kotzk) 

2. La muerte para los judíos 

Tal como enseñan los sabios, este mundo es un pasillo, o antesala, que nos lleva al recinto principal del palacio, denominado Olam HaBá, que significa Posteridad, Mundo Venidero, Más Allá.

La muerte aparece en la Biblia con la creación del hombre. La vida procede de la vida. Dios pone orden en el desorden original, creando evolutivamente la luz, la materia, la vida y la conciencia. La Palabra da el Ser. Teje la realidad, le da forma y la organiza. Los peces se quedarán siempre en el mar, y cada árbol producirá siempre la misma especie. El mineral, el vegetal, el animal y el hombre están llamados a codearse, a vivir el uno con el otro y, también, el uno del otro. Adán es invitado a entrar en el Jardín del Edén, que significa “gozo”, pero emite una ley para que la tenga en cuenta y, con ello, reconozca sus propios límites (Gn 2, 1-17). Como consecuencia de caer en la tentación y comer del fruto prohibido, entro la muerte (Gn 3). Los hebreos no hablan de cuerpo y de alma, sino de cuerpo y aliento (Gn 2, 7). La respiración oculta el misterio de la vida. Con la muerte, el hombre, que es cuerpo y aliento, desaparece completamente. La esperanza bíblica es que Dios repetirá el milagro de la vida en la resurrección del ser humano transfigurado. La creencia en la resurrección de los muertos es constitutiva en la fe de Israel. La vida triunfará sobre la muerte. 

3. La muerte en el cristianismo 

En el pensamiento judeo - cristiano, la muerte es la consecuencia del pecado original cometido por Adán y Eva, la primera pareja, quienes se alejaron de Dios al transgredir la ley divina, que les indicaba que, para no conocer la muerte, les estaba prohibido discernir por su cuenta lo que está bien y lo que está mal. Ese juicio sólo es propio de Dios. Pero inducidos por la serpiente, símbolo de Satanás o el Adversario, quien les aseguraba que, por el contrario, no conocerían la muerte si probaban de ese fruto, el hombre y la mujer quisieron “ser como dioses versados en el bien y el mal” (Gn 3, 5) y optaron ser dueños de su destino rehusando toda dependencia del creador. 

Así, el pecado original aparece como un deseo de independencia absoluta de Dios para darse a sí mismo su propia ley. No es fundamentalmente un pecado de orden moral, sino de orden espiritual. Es centrar todo en uno mismo y no en Dios, optar por la ilusión de una conciencia todopoderosa en vez de por el realismo de nuestra insuficiencia. Así la muerte no es tanto el castigo que Dios inflige al ser humano, cuanto la consecuencia intrínseca de la voluntad de autonomía. 

Pero si la muerte tuvo lugar por el pecado del primer Adán, la victoria sobre la muerte nos ha venido por la muerte y resurrección de Jesucristo (Rm 5, 12-17). La resurrección de Cristo es la piedra angular de la fe cristiana. 

“Por eso, comenta San Atanasio, nosotros, según la naturaleza mortal de nuestro cuerpo, nos descomponemos sólo por un tiempo a fin de recibir una resurrección mejor; nosotros, como granos de trigo arrojados en tierra, no perecemos, sino que, sembrados en la tierra, germinamos de nuevo, resultando así aniquilada la muerte por la gracia de nuestro Salvador” 
(J. MEYENDORF, Teología bizantina: corrientes históricas y temas doctrinales, Cristiandad, Madrid 2003) 

4. La muerte en el Corán 

El Corán concuerda con el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento, como dice en la sura 3,2: “Dios ha hecho descender sobre ti el Libro con toda la verdad; él declara verdadero cuanto existía antes que él. Dios, anteriormente, había hecho descender la Torá y el Evangelio, guías ambos para los hombres...”. Pero el Corán tiene también sus matices: La muerte no es un castigo impuesto a Adán y Eva o a sus hijos con motivo de alguna desobediencia. Cuando Adán comió del árbol prohibido y se arrepintió, Dios le perdonó. Si murió, es porque en eso estaba su destino inevitable. El de todos los demás, de todos los seres humanos y el de todas las criaturas en general. 

La muerte no es más que un paso en el camino de la vida humana. Y esto según un principio fundamental alrededor del cual se configura la gestión de este mundo: “Aquél que ha creado la muerte y la vida para probaros y conocer así quién es el que mejor obra entre vosotros” (Corán 67,2). La eternidad está exclusivamente reservada a Dios. El ser humano, el animal, el vegetal, el djinn (genio), el ángel, todo cuanto vive en los cielos, sobre la tierra y entre los dos está condenado a morir. “Todo lo que se encuentra sobre la tierra desaparecerá. La faz de tu Señor, majestuosa y noble, subsiste” (Corán 55, 25-27)

5. La muerte no es el enemigo para el hinduismo 

La preocupación del hindú no es la muerte. Desde su nacimiento, la muerte para él no es el término. Él va a renacer en otro lugar y lo importante es interrumpir la cadena de los renacimientos, pues desde siempre él pertenece a la eternidad. Desde su nacimiento, es un ser extraño al mundo. Tiene ya una preexistencia, ya ha existido anteriormente, y, cuando llegue la muerte, no se pasa a la nada. 

El hindú se siente viajero en un camino sin término. La vida terrestre actual sólo es un paso, un paréntesis precedido y seguido por otros. La existencia se simbolizaba por una rueda en continuo movimiento que las epopeyas indias comparan a una danza marcada por el ritmo de la flauta de Krisna, una de las encarnaciones más populares del dios Visnú. Para el hindú después de la muerte nos reencarnamos en otros cuerpos a un nivel inferior o superior según hayan sido nuestros actos. Después de la muerte no existe conciencia. Lo que transmigra es el principio permanente y esto se realiza teniendo en cuenta los méritos de la persona. El atman, que es el soplo que anima a la persona, pasa indefinidamente de un tipo a otro de existencia antes de asentarse y unirse al brahman, que es la realidad suprema y que no se puede describir, porque describir es limitar. En ese momento la persona deja de estar sometida a la implacable ley del Karma, el conjunto del valor de nuestras acciones, y queda reabsorbida en la energía creadora. 

6. La muerte en el budismo 

En el mundo indio, de donde sale el budismo, vida y muerte, para la totalidad de las criaturas, y no sólo para el ser humano, se repiten en un ciclo llamado samsara: nacimiento, vida, muerte y renacimiento en el budismo. Así, uno de los objetivos principales del budismo es precisamente ofrecer una vía de escape a ese ciclo doloroso e insatisfactorio. Para esto, uno de los primeros pasos es reconocer el carácter inevitable de la muerte. 

Sólo el ser humano tiene capacidad de avanzar o retroceder con conocimiento de causa, ya que sabe lo que está bien y lo que está mal. En consecuencia tendrá buenos o malos renacimientos. 

Todas las escuelas budistas están de acuerdo en reconocer la gran importancia que tiene el último pensamiento del moribundo para el renacimiento ulterior. En Occidente consideramos una buena muerte la muerte repentina. El budismo pone el acento en lo importante que es vivir la muerte con plena conciencia. Es conveniente que el moribundo se vaya teniendo un estado de ánimo sosegado y positivamente orientado, asegurando así una buena “conexión” con el nuevo ser que renacerá. 

7. Las creencias en el más allá en la cultura china y Japón 

La creencia en la inmortalidad del alma y los ritos funerarios eran características comunes de la vida religiosa en la antigua China y Japón. Los antiguos chinos creían en la existencia de un alma que era inmortal y que tenía relaciones con los vivos, sobre todo con sus descendientes. El alma era doble: el p'o y el hun. Después de la muerte, el hun subía al cielo a prestar sus servicios en la corte divina, mientras que el p 'o seguía habitando en el cadáver y se alimentaba de las ofrendas que se le hacían y, en caso que le faltasen, se convertía en un fantasma errante, muy peligroso para los vivos, y que sólo se calmaba cuando se le hacían sacrificios especiales. La fuerza del p'o aumentaba con la categoría social del difunto, y antes de desaparecer debía favorecer a la familia a la que pertenecía. 

Los emperadores y personajes importantes eran enterrados en tumbas suntuosas y llenas de objetos de arte, no faltando sus colosales retratos y hasta millares de víctimas como prisioneros de guerra, favoritos, esposas, servidores, etc., para que les acompañaran y sirvieran en el otro mundo. Poco a poco se fueron restringiendo estas ofrendas sangrientas, aunque duraron bastante las de criados y concubinas. Cuando alguien moría, un hombre subía al tejado de la casa con el traje de ceremonia de! difunto, miraba al norte y llamaba tres veces a su alma con el nombre de niño. Luego se vestía al difunto con su traje de ceremonia y se le ponía en la boca un pedazo de jade para preservarle de la corrupción, se le depositaba en un ataúd y tras ceremonias complicadas e interminables se le daba piadosa sepultura. Los pobres que no tenían mausoleo propio se enterraban en la tierra, y la numerosa población china provocó el despoblamiento de extensos campos, ya que las tumbas eran sagradas y no se podía cultivar en ellas. 

En la China de los primeros siglos de la Era Cristiana, las exequias se prolongaban durante varios meses y cuanto más largo era su rito, mayor era considerado el honor. Los ritos funerarios incluían el entierro de muchos objetos junto al difunto y, en ocasiones, se sacrificaban los esclavos o caballos y ganado, que eran sustituidos por figuras de barro. Un ejemplo excelente es la tumba de Qin Shi Huang-Di, el primer emperador chino de territorio unificado, en cuyo hallazgo y excavación cerca de Xian en la década del año 1970 se encontraron miles de estatuas de soldados en la gran cámara funeraria. También se utilizaban las piezas de alfarería o de piedras preciosas, los adornos o utensilios para la otra vida posible, junto a la del barco o las alas de grandes aves para facilitar el vuelo del alma del difunto. Esto revela el profundo arraigo de las creencias relativas a la inmortalidad del alma y que los grandes entierros fastuosos constituían el símbolo de la fe en los cultos ancestrales. Según su creencia, los espíritus de los antepasados tendrían siempre estrecha relación con sus descendientes. El trono de la jefatura del clan se heredaba según la sucesión de padres a hijos y el rito religioso dedicado a los antepasados se habría transformado en el reconocimiento de los derechos, deberes y privilegios de sus sucesores.

Publicado en:
REVISTA HOREB EKUMENE
ISSN 2605 - 3691 - Junio 2019- Año II - No 10
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld



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