- Vamos con lo que san Ignacio pone al final de los ejercicios espirituales, la contemplación para alcanzar amor. Y además añadiremos el misterio de Pentecostés para, en la medida de lo posible, saborearlo y pedirle al Señor que nos envíe el Espíritu Santo.
Conviene advertir dos cosas: la primera es que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras. Muchas veces el decir te quiero no es suficiente, hay que demostrarlo con la vida. La segunda, el amor consiste en comunicación de las dos partes, a saber, en dar y comunicar el amante al amado lo que tiene, o de lo que tiene o puede, y así por el contrario, el amado al amante. de modo que, si uno tiene ciencia, dar al que no la tiene; si tiene honores, si riquezas, y así el otro al otro. de forma que nosotros lo único que podemos dar al Señor es alabarlo, porque no tenemos nada, y además todo lo que tenemos nos lo ha dado él. entonces, podríamos de Dios todo lo que nosotros no tenemos, pero solo para eso hay que abrir el corazón y nada más.
La composición de lugar es ponernos en el cielo, viendo cómo Dios nos quiere hacer un regalo que da a través de su Creación, de los bienes que hemos recibido, de su Eucaristía, del Espíritu Santo… Por eso tendremos también presente Pentecostés.
En primer lugar, ¿Qué nos ha dado Dios a través de su Creación? Aquí tendremos que mirar desde los paisajes de Jalisco, el Cañón del Colorado, el lago Titicaca en Perú o las cataratas del Niágara y el Iguazú, hasta el Nazareno de Jerez, el Panteón de Guadalajara, San Pedro en Roma, Nuestra Señora Bien Aparecida, los pinos de Garabandal, el canto del ruiseñor o la marcha Radetzky… Es decir, todo aquello que nos guste: el lugar donde nacimos, los ríos, los paisajes, las playas, la nieve del invierno… Cualquier lugar que hayamos visto, cualquier cosa que nos haga disfrutar, es un regalo del Señor. Y aunque las piezas musicales las han compuesto personas, tenemos que pensar con qué materiales, con qué inspiración y con qué finalidad. ¡Ojalá fuera siempre para alabar a Dios!
Si el lector ha tenido la suerte alguna vez de contemplar una puesta de sol desde un avión, seguro que está de acuerdo conmigo en que parece casi un milagro, un misterio. ¿Cómo puede ser tan hermosa, tan bella? No solamente se ven los campos y las ciudades abajo, sino también toda la inmensidad del horizonte y el sol desapareciendo con unos colores preciosos; y si estamos en ese momento volando sobre el mar, se ve el brillo y el reflejo sobre las aguas. En esos momentos podría hasta parecernos que el avión es como una cárcel que no nos deja salir a ver esa inmensidad. ¿Y cómo será ver a Dios, conocer a Don Pelayo, a Juana de Arco, a Santiago Apóstol, a José de Egipto, a Samuel, a David, a la familia de Jesús, al ciego de nacimiento, a Lázaro, a san Ignacio de Loyola, a santa Rosa de Lima, a san Martín de Porres…? ¿Cómo será volver a ver a tantas personas que nos han hecho bien a lo largo de la vida y que ya faltan: padre, abuelo, abuela, madre, hijos? ¿Cómo será el cielo? Si esto es la cárcel, ¿Cómo será el palacio, Señor?, se preguntaba santa Teresa. Si aquí hemos disfrutado de tantos regalos y de tantas cosas bonitas, ¿Qué pasará cuando vayamos al cielo y le veamos a Dios tal cual es?
En segundo lugar, habría que pensar en todos los bienes materiales que hemos recibido y que otros no tienen. El Papa, cuando va a la cárcel el Jueves Santo a lavar los pies a los presos, siempre dice aquello de «¿por qué ellos y yo no? ¿Por qué el Señor ha permitido que nuestras vidas hayan sido más o menos sencillas, más o menos llenas de Él? ¿Por qué muchas veces nos ha cogido de la mano y no nos ha soltado?
Así podemos dar gracias a Dios por todos sus beneficios y también agradecerle todos esos ratos de intimidad, de trato y de conversación que hemos pasado con Él. A lo mejor alguno está relacionado con lugares —con santuarios de la Virgen, la capilla de una casa de espiritualidad, tu habitación…—. ¡Hemos rezado tantas veces y en tantos sitios! Y puede que nos hayamos acostumbrado a sentirnos cerca de Dios y ya ni lo agradezcamos ni recordemos que, si Él se marcha, es para enviarnos al Espíritu Santo. Por eso ahora vamos a actualizar nuestra petición para que Jesús nos envíe su Espíritu. Vamos a pedírselo con el corazón, con alegría y con la certeza de que nos lo va a enviar. Que el Espíritu Santo nos haga capaces de devolver al Señor el amor que recibimos, para que sea un amor correspondido:
Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo, padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno.
“Al cumplirse el día del Pentecostés estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas como llamadas, que se dividían posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos los de Espíritu Santo y empezaron hablar en todas lenguas según el Espíritu les concedía manifestarse.”
¡Cuánto debemos aprender del Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad! En el Catecismo de la Iglesia Católica dice lo siguiente: «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia: El Bautismo “nos da la gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo”».
«El Espíritu Santo con su gracia es el «primero» que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva que es: «que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). No obstante, es el «último» en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad. San Gregorio Nacianceno, «el Teólogo», explica esta progresión por medio de la pedagogía de la «condescendencia» divina: “El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más obscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. Ahora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo”».
«Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150). Por eso se ha hablado del misterio divino del Espíritu Santo en la “teología trinitaria”, en tanto que aquí no se tratará del Espíritu Santo sino en la «Economía» divina».
«El Espíritu Santo coopera con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación y hasta su consumación. Pero eso es en los “últimos tiempos”, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, cuando el Espíritu se revela y nos es dado, cuando es reconocido y acogido como persona. Entonces, este designio divino, que se consuma en Cristo, “Primogénito” y Cabeza de la nueva creación, se realiza en la humanidad por el Espíritu que nos es dado: la Iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna».
«Jesús es Cristo, “ungido”, porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria (cf. Jn 17, 22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él: “La noción de la unción sugiere […] que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe” (San Gregorio de Nisa, Adversus Macedonianos de Spirirtu Sancto, 16)».
«Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que “surgió […] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha” (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, “que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que “bautizará en el Espíritu Santo y el fuego” (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: “He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!” (Lc 12, 49). En forma de lenguas “como de fuego” se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). “No extingáis el Espíritu”(1 Ts 5, 19)».
Por eso, ten cuidado de no extinguir el Espíritu en ti. Cuando nuestra palabra y nuestro ejemplo no abraza por donde pasa, es que le falta Espíritu Santo. La Virgen Santísima estaba reunida con los apóstoles el día de Pentecostés cuando vino el Espíritu Santo. A Ella tenemos que acercarnos para que interceda por nosotros y así nos llegue también el Espíritu, para que podamos decir delante de todos, sin miedo, allá donde estemos: «Jesús es el Señor». Si no, algo nos falta… Confesamos en Cristo al Señor —y no olvidemos sus palabras: «Aquel que me confesare delante de los hombres, también yo lo confesaré delante de mi Padre celestial»—. Pero confesar a Jesucristo no solo implica confesarlo como Dios, sino también como hombre, algo a lo que nos irá enseñando el Espíritu Santo.
Dice el Evangelio: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo yo que os he dicho». Y un poco más adelante: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará».
Ya hemos definido un poco cómo es el Espíritu Santo pero, ¿cómo podemos formarnos una imagen de Él? Del Padre todos tenemos una imagen natural, nuestro propio padre. Lo mismo sucede con el Hijo, porque todos somos hijos de alguien. Pero, ¿y el Espíritu? El Espíritu no tiene rostro ni nombre. Es el soplo y el aliento que, en este caso, por ser el de Dios, es santo. Entonces, ¿qué hecho de nuestra vida natural podemos usar para entender al Espíritu Santo?
No demasiados. Casi podríamos decir que la misma Palabra de Dios se las ve y se las desea para expresarnos algo de esta realidad inaprehensible; solo a base de figuras o parábolas podemos atisbar algo de esta energía poderosa, de este amor de Dios.
Una de esas figuras es el amor. La más alta teología nos dice siempre que el Espíritu es el amor de la Trinidad, el que existe entre el Padre y el Hijo, un amor que tiene por oficio unir personas, suavizarlo y motivar todo. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado», dirá san Pablo. El Espíritu nos une con Dios y nos hace miembros de su familia, lo que nos da la capacidad de amar y servir a nuestros semejantes. Otra imagen con la que se simboliza al Espíritu es la paloma; en el bautismo del Señor, el Espíritu se hizo presente en forma de paloma. Una tercera imagen es el viento que, según dice Jesús, «sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu». También el día de Pentecostés hubo ráfagas de viento impetuoso. Y el fuego: «se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos». Como contraste a ese fuego y ardor del Espíritu, otra de las imágenes más utilizadas es el agua. El agua viva. El agua santa. El agua del bautismo.
Ya desde la Edad Media, se utilizó otra imagen que nos puede ayudar a penetrar en este misterio: el Padre es la casa, el Hijo es la puerta por donde se entra en la casa y el Espíritu Santo es la llave. Solo se entra en esta casa por Jesús, pero nadie accede a Jesús, ni siquiera a su humanidad, si no tiene la llave con la que abrir esa puerta. El Espíritu es la llave, no solo para entender, sino también para entrar en la ancha dimensión del Reino de Dios. De lo que se trata es de experimentar toda la fuerza, el poder, la verdad y la grandeza que la Palabra de Dios concede al Espíritu Santo, al que la Liturgia llama «dulce huésped del alma».
El Espíritu es también unción. Penetra como el aceite, llega a todos los rincones y lo suaviza todo. La Iglesia utiliza el aceite santo en varios sacramentos. De una forma especial, el recién bautizado es ungido con el óleo crismal como símbolo de que está recibiendo al espíritu Santo, juntándose en el neófito los tres grandes ministerios del Antiguo Testamento que eran constituidos por unción sagrada: sacerdote, profeta y rey. Todo cristiano es sacerdote para hablar con Dios. No hace falta ser sacerdote del templo, es decir, presbítero; basta con ser sacerdote de la nueva alianza. Para hablar con Dios, como le dijo Jesús a la samaritana, basta hablarle «en espíritu y en verdad». El cristiano es también profeta, para hablar de Dios. Hablamos poco de Dios, lo que quiere decir que no estamos llenos del Espíritu Santo, porque si no, no podríamos evitarlo. Por último, el cristiano también es rey. ¿Por qué? Porque sirve a los demás. El rey en el Antiguo Testamento, era el que prestaba el servicio el primero. También Jesús nos sirve como rey y nosotros debemos servir a los demás como reyes.
Además de todas estas imágenes, hay una cascada de nombres por las que se nomina al Espíritu Santo: se le llama Paráclito, Consolador, Abogado, Defensor, Espíritu vivo y vivificante, Espíritu de verdad, Virtud del altísimo, Dedo de Dios, Sello, Unión, Nexo, Vínculo, Abrazo, Beso, Cariño, Descanso, Padre del pobre, Fuente viva, Luz del Altísimo… La Biblia y la Liturgia están llenas de palabras que nos refieren al Espíritu Santo y nos dan a entender la importancia del Espíritu; y si no nos llenamos de Él, no descubriremos la grandeza de la vida cristiana.
El Espíritu Santo no se deja manipular por nadie. Si intentas cogerlo, se te va entre las manos. Es una corriente viva que nunca llega por el camino que le has preparado. Si le esperas por la puerta, viene por la ventana; si le esperas por la ventana, entra por la puerta. Y si le esperas por las dos, entra por la pared… Es inexpresable. No tiene materialidad. Está aquí contigo y, a la vez, en la parroquia vecina, y en las ermitas de las altas montañas de Corea, y en Hong-Kong, paseando por las calles… Más allá de las culturas, más allá de las religiones, el Espíritu Santo va y sopla donde quiere.
San Cirilo de Jerusalén habla del Espíritu Santo con una imagen muy significativa. Dice de Él que es como la lluvia de la primavera que cae del cielo y despierta a las plantas, hace crecer la hierba, brotar las flores y las hojas de los árboles, y llena de amapolas todos los ribazos. El agua es única, pero cada planta recibe de ella efectos diferentes, según su naturaleza.
Otra de las perspectivas que nos ayudan a visionar algo de lo que es el Espíritu Santo es que siempre aletea sobre el caos. Eso se ha hecho manifiesto en todas las épocas. Hoy en día hay mucha pérdida de fe y una gran secularización. A algunos puede parecerles que la obra de Cristo está en ruinas, y aunque no hay que minimizar la pérdida de fe, ni la ausencia total de gratuidad en el amor, ni el materialismo que sofoca hasta las menores briznas de espiritualidad, no obstante, que nadie se asuste: El Espíritu sigue aleteando sobre el caos actual.
En el Antiguo Testamento siempre, en las circunstancias más adversas, en la contradicción y la rebeldía, se le prometió al pueblo de Israel la venida renovada del Espíritu de Dios. Esto se ha cumplido plenamente en Jesucristo y nosotros hemos recibido la semilla de ese Espíritu en nuestro bautismo. Pero aquella palabra sigue siendo una promesa deliciosa para nosotros, una promesa que Jesús definió pocos días antes de Pentecostés como la promesa del Padre.
Dice Jeremías con una belleza inaudita: «Ya llegan días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No será una alianza como la que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto, pues quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor. Esta será la alianza que haré con ellos después de aquellos días. Pondré mi ley en su interior y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que enseñarse unos a otros diciendo: «Conoced al Señor», pues todos me conocerán, desde el más pequeño al mayor, cuando perdone su culpa y no recuerde ya sus pecados». Y Ezequiel dice: «Derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos».
Estas palabras de la Biblia son reales. Muchas veces interpretamos la Biblia en una clave simbólica o con referencias a un futuro que nunca llega. No. Si lo dice, pasa; por eso lo dice y si no, no lo diría. Es más, lo dice como pasa, y no para que hagamos una interpretación psicopedagógica de lo que dice. Cuando interpretamos la Biblia como si quisiéramos que dijera algo diferente de lo que la Iglesia siempre ha dicho que dice cometemos un error, porque es más difícil entender esa interpretación paralela que las palabras de la Biblia que, además, están vivas. La Palabra de Dios es viva y eficaz y llega al fondo del alma de cada uno si las dejamos pasar.
El día de Pentecostés, Pedro cita con emoción el cumplimiento de la profecía de Joel: «derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán […]. Y todo el que invoque el nombre del Señor se salvará».
Así pues, el beneficio más preciado que recibimos es el Espíritu. Y como del Espíritu Santo se estudia poco, y se le reza menos, muchas veces lo consideramos como una entelequia que acabamos de entender.
Hay que decir que los dones del Espíritu Santo son regalos, frutos que Dios nos regala porque quiere. La causa de esos dones es que Jesucristo ha muerto por nosotros, de forma que, como ha muerto por todos, nadie puede ser excluido. Así, si yo digo que alguien está excluido de la gratuidad de la salvación, soy yo el que me quedo fuera, porque pretendo usurpar a Jesucristo su puesto. Y la gratuidad implica que el Espíritu puede escoger personas, grupos o movimientos con las características que Él quiera, y no porque hagan las cosas bien, se lo merezcan o se esfuercen. No. La gratuidad es eso, un regalo.
Espíritu divino, te pedimos que nos mandes todos tus frutos a través de estos Ejercicios, o a través de las obras de caridad, de los sacramentos, o de lo que Tú quieras, cuando estemos paseando por la calle o durmiendo por la noche. El primer fruto que te pedimos es el amor, ese por el que uno se siente amado y es capaz de repartir amor a los demás, porque tiene tanto que no le cabe; ese amor que viene del cielo y que goza de tener cerca a Dios y de llamarle Padre, como Cristo; ese amor que nos lleva a perder el miedo y a dar gracias de todo corazón por ser amados como somos, a pesar de nuestras imperfecciones, de nuestros errores y de nuestras incapacidades. Ese amor, en fin, que nos da una seguridad que nos hace felices y nos obliga a comunicar a los demás, todo el día, todos los días, que Dios nos ama.
Te pedimos también el don de la fe, que viene casi unido a la confianza. La fe, ese testimonio interno que hace que disfrutemos, que seamos felices y que superemos el subjetivismo de nuestras propias obras, creyendo en Dios y en su Palabra. Espíritu divino, que no confundamos la fe con lo que yo consigo, con lo que yo hago, con lo que yo… Siempre yo.
Te pedimos el gozo que se desprende de la experiencia interior, por la que comprendemos que los frutos son regalos de Dios. Sentir y tener a Dios en nuestra vida produce gozo. Una pera o una manzana son el fin de un proceso; por eso se llaman «fruto». El gozo también es un fruto, y lo mismo sucede con la paz. Hay una paz que el mundo no concede, pero que experimentan los que aman a Dios; una paz que solo conocen aquellos que lo reciben del todo; una paz que se puede compartir. No significa ausencia de enemigos ni de peligros, no, sino abundancia de un consuelo y una protección que nos embargan, como moción del Espíritu, en algunos momentos especiales. Esa paz que, cuando es un hábito, se transforma en paciencia, Señor.
Te pedimos también la benignidad y la bondad, que tampoco son fruto de nuestros esfuerzos, sino de la gratuidad de Dios, y que nos configuran con Jesucristo, manso y humilde. Estos frutos podrían ser humanos, pero el que los tiene al nivel que estamos hablando conoce la diferencia. A veces reñimos con alguna persona y nos admiramos al comprobar que no nos queda ni el más mínimo rencor. Estos frutos son los lo que permiten.
Te pedimos la mansedumbre y la castidad, en una cultura tan agresiva y tan carente de contenidos como la nuestra, donde son contrarrestados por una búsqueda de placer ansiosa. Todo el mundo busca un amor que nace de la pasión. Que el creyente que tenga mansedumbre y castidad las valore y sepa que son frutos, porque la sola virtud tiene poca fuerza para superar este ambiente.
Espíritu Santo del cielo, ven sobre nosotros, sobre nuestras familias, sobre nuestros pueblos, sobre el sacerdote de mi parroquia… Danos fortaleza, consejo y piedad, Señor. El mundo no es piadoso. Que tengamos la piedad de tu Madre cuando hablaba contigo y cuando hablaba de ti. Que tengamos el carisma y la fuerza de hablar de ti a todos los que estén con nosotros. «Ven, he visto al Maestro», se decían unos apóstoles a otros; y todavía hoy muchas veces podemos llevar a otros a acercarse al Señor, a recibir el Espíritu Santo, «a tiempo y a destiempo», como dice San Pablo.
¡Qué pocas veces hablamos de Dios! ¡Qué pocas veces hablamos del Espíritu, de sus dones, de sus regalos, de lo que llevamos dentro! «De la abundancia del corazón habla la boca». Si no hablas de Cristo, ¿qué llevas dentro? ¿Por qué? ¿Por qué no se le dices a todos? «¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras y partía para nosotros el pan?». ¿No te has sentido muchas veces lleno de Dios? ¿Por qué no les dices a los demás que ellos también pueden estarlo, que Dios también es para ellos y no solo para unos pocos? Dios es para todos. Para tu madre y para tus hijos; para los que no van a la iglesia; para los que son de otras religiones; para los que conoces y para los que no conoces; para el que te trae las cartas y para el que te arregla el coche; para los que trabajan en las fábricas y en los talleres; para los que van por la calle y para los que están en las empresas; para los que están en los bares y en las iglesias… ¿Por qué no hablamos de Dios en todas partes?
Espíritu Santo, haz que seamos capaces de hablar de Dios a todo el mundo, a través de las redes sociales, de los enlaces, del WhatsApp, de los libros, de las conversaciones… Siempre podemos tener casi, casi a Dios en las manos. Que no se nos deslice como el agua entre los dedos, que no queramos cogerlo para nosotros solos. Que no pensemos nunca que «sí está conmigo, pero con los demás no». Que se nos quite para siempre la soberbia del fariseo del primer banco. Que no miremos atrás, al pecador, para sentirnos superiores, sino para aprender de él, para caer de rodillas y decirle al Señor: «Perdóname por haber tardado tanto en descubrir que todos tus regalos son gratis».
Porque me he creído diferente a los demás; perdóname, Señor. Porque ha habido personas que he pensado que no podían recibirte; perdóname, Señor. Porque he hablado poco de Dios o de mala maneras; perdóname, Señor. Por las veces que he transmitido nerviosismo, ansiedad o angustia en lugar de paz, gozo o alegría; perdóname, Señor. Por los que han llegado a mi corazón y, en lugar de abrazarlos y acercarlos a ti, y de mostrarles la ternura de tu madre, les he dicho que se vayan y que no me molesten porque no tengo tiempo para ellos; perdóname, Señor.
Porque no podemos ponerle puertas al campo y porque Dios llega por donde quiere, ayúdanos, Espíritu divino. Porque no queremos ser impedimento para que la gracia llegue a los demás, ayúdanos, Espíritu divino. Ayúdanos a ser canales de gracia si Tú quieres que pase a los demás. Y si no, que les llueva directamente, porque no hace falta que nosotros aparezcamos, porque quizá lo que tenemos que hacer es quitar de en medio… Porque nos tienes que dar, Señor, si Tú quieres y cuando quieras, un corazón de carne, y arrancarnos este corazón de piedra, con sus muros y sus prejuicios, que nos hacen pensar que el camino que hemos elegido nosotros es el mejor del mundo. Señor, que nos demos cuenta de que la Iglesia está llena de carismas distintos, todos buenos para acercarnos a ti.
Señor, que siempre que podemos, seamos un reflejo de tu luz, de tu gracia, de tu fuego, de tu acción, de tu fuerza, de tu perdón, de tu ternura y de tu cercanía. Que seamos ejemplo de que Dios nos ama. Que los demás, viendo cómo nos amamos, puedan decir, como decían de los primeros cristianos, «mirad cómo se aman». Como esos niños que, viendo un sacerdote, o una religiosa, o el amor de su madre y de su padre, dicen: «Yo de mayor quiero ser como tú», porque esos críos están encantados con su madre, y quieren ser todo lo que ella es. Que nosotros podamos ser como la Virgen, regazo del que sufre, amparo del que ya no sueña, alegría del triste, consuelo de las familias, amor de los cristianos, altavoz de la verdad. Señor, Que podamos dar todo eso a través de tu Espíritu Santo a los demás; y si no podemos, por lo menos que no seamos impedimento. Te quiero, Señor. Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero. Amén.