VIVIR NUESTRA MISIÓN COMO FUENTE DE PLENITUD
por Julia Crespo
Dios nos llama a todos a vivir vidas santas, a amar a los demás y a ser útiles a la sociedad. Sin embargo, existe un llamado específico para cada cristiano, que tiene que ver muy particularmente con los planes de Dios para esa persona, es decir con su misión particular de vida. Descubrir ese llamado personal y vivir para cumplirlo, aunque difícil, es una de las más agradables tareas que le ha sido dada a un hombre o una mujer. Por eso el cristiano que vive en el mundo y aspira a la santidad, lo que tiene que hacer es reconocer que primero tiene una misión objetiva en función de su consagración bautismal que compromete su vida: ser un auténtico discípulo de Jesús. Y a partir de ese marco general, cada uno debe encontrar, en su propia historia, las gracias concretas (esos dones o cualidades especiales) que configuran su identidad personal y única según la misión específica para la que Dios lo pensó desde toda la eternidad. A este respecto tenemos una tremenda responsabilidad, pues la falta de avance espiritual personal de cada cristiano repercute en el avance de la Iglesia, y la falta de sentido de misión de cada uno de los miembros de la Iglesia influye en la paralización de la evangelización del mundo.
¿Qué hacer, entonces para descubrir nuestra misión? En la sociedad actual, en que la vida de un auténtico cristiano está llena de retos, no es tarea fácil. Sin embargo Dios ha ido dejando en nuestra vida señales suficientes para que encontremos el camino.
Quizás algunos signos ya los hayamos visto en su momento y han quedado sepultados en el olvido, pero aparecerán como nuevos al mirarlos de un modo diferente. Dios habla de muchas maneras y la respuesta fiel que le damos en un paso abre el camino para que podamos descubrir lo que quiere de nosotros en el siguiente paso. Por la fe, Abraham, obedeció al Señor para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba (He. 11:8). Lo mismo le sucedió a Moisés, a los discípulos de Jesús tras su muerte y a muchos hombre santos que nos han precedido, Dios no se les reveló de golpe sino a medida que hacían camino. Lo mismo sucede con nosotros: en cada momento Dios nos va dando la luz y la gracia necesaria para que llevemos a cabo lo que quiere de nosotros en ese momento. Toda gracia que Dios nos otorga tiene una finalidad muy concreta, lo que nos obliga a descubrirla si no queremos que se pierda y, con ella, se pierda también su fruto. San Pablo decía con toda humildad “Por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo, antes he trabajado más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo” (1 Co. 15:10). Esa comprensión de la gracia de Dios, eligiendo a un creyente para una tarea determinada, es el pasaporte para entrar en un servicio abnegado, con plena certidumbre de que nuestra debilidad innata no va a impedir que hagamos nuestra parte con éxito.
En este continuo proceso de atención, escucha y pequeñas fidelidades, el Señor nos ira revelando la misión para la que hemos sido creados. No es tarea fácil.
Necesitamos recurrir al Espíritu Santo para poder leer nuestra propia historia con los ojos de Dios. Tenemos que prepararnos para ello en un clima de oración frecuente, con espacios de silencio e ir educando nuestra conciencia en esa total confianza en Dios y así ir viviendo, en su gracia y en su amor. Debemos ayudarnos de la lectura y reflexión de la Palabra, para que esta entre en nuestro corazón como por “ósmosis” y configure nuestro modo de tomar opciones. Nos ayudará también, repasar la vida de los santos para dejarnos inspirar por sus grandes virtudes: su amor, su valentía, su generosidad, su humildad y su total disponibilidad a la acción de Dios a pesar de las dificultades y las dudas que como humanos muchas veces les asaltaron.
En este contexto nos resultará más fácil hacer un discernimiento evangélico verdadero y contrastado para tener la seguridad de lo que Dios quiere de nosotros en concreto y poderle entregar plenamente nuestra vida con la total seguridad –desde la fe- de que tiene sentido y merece la pena. Nada en el mundo nos pueda hacer más felices que sentir que estamos cumpliendo el plan de Dios, porque en él es donde se halla escondida la verdad que nos hará verdaderamente libres y felices. Esa entrega total a un Dios fiel que nos ama con locura y que nos llama es la auténtica fuente de plenitud. “Venid y veréis” (Jn 1, 39).
”El Señor capacita a sus elegidos y les promete que recibirán cien veces más y heredarán la vida eterna” (Mt 19, 29).
“En el amor no hay temor, -dice San Juan- Vale la pena dejarlo todo por ganar a Aquel que lo es todo”.
A veces somos dados a pensar, que cumplir una misión divina supone tener que dejar nuestra actual forma de vida: familia, empleo, estudios… para disponernos a hacer “cosas grandes” por Dios. Aunque hay llamamientos que así lo requieren, en la gran mayoría de los casos Dios ya nos ha colocado en el lugar adecuado y es precisamente dentro de nuestra realidad cotidiana donde hemos de llevar a cabo nuestra misión. Se trata de intentar ser sal y luz en medio de la familia, entre los vecinos y amigos, en nuestra comunidad, en aquellas instancias sociales y eclesiales a las que tenemos acceso, etc.. Es cargar con aceptación nuestras cruces cotidianas, siendo un testimonio callado de Cristo en medio del mundo y en ese devenir ir derramando esos dones particulares que por la gracia de Dios hemos recibido, esa sal y esa luz, que solo nosotros podemos ofrecer. Es también mantenernos a la escucha de la voz del Espíritu en medio de nuestros quehaceres diarios para estar prestos a cambiar nuestro rumbo cuando Él nos lo indique. Puede parecer que este tipo de misión es simple y oculta, pero no es sencilla, el mismo Jesús vivió en sus propias carnes la dificultad de ser profeta en su entorno próximo. Lo glorioso de Dios es que su gracia brilla aún más si cabe cuando se derrama en vidas sencillas y ocultas, que aceptan el reto de vivir por encima de lo natural.
En la realización de nuestra misión particular, no nos corresponde a nosotros recibir la bendición de los frutos de nuestro esfuerzo, nuestra misión es sembrar no cosechar, pero sí experimentaremos en nuestros corazones la paz y la alegría de estar alineados con el propósito divino. El grado de plenitud será proporcional al grado de compromiso que el creyente tenga con Jesucristo. Cuanta más comunión haya, mayor será la intensidad del servicio y mayor el gozo.
Cada creyente para alcanzar su plenitud debe encontrar su lugar en la gran obra del Señor, y siguiendo el ejemplo de Jesús, realizar con diligencia absoluta la tarea que conlleve su misión y disfrutar de la experiencia de un sacerdocio santo, a la luz de la gracia del Espíritu.
AUTORA:
Julia Crespo Benito
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld
PUBLICADO EN:
HOREB EKUMENE
Febrero 2025 Nº377
Boletín de noticias y comunicaciones
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld
Me ha gustado mucho esta reflexión y me ha venido muy bien para compartirla con otras personas que están en búsqueda de su propia vocación o misión en la Iglesia y en el mundo. Gracias...
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