Juntos... damos gracias sin cesar a Dios
Domingo, 19 de enero.- «Quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando hasta el Día de Cristo Jesús» (Flp 1,6).
Consuela saber que es plenamente homologable a este principio paulino la unidad de la Iglesia.El salmista aconseja dar gracias a Dios y bendecir su nombre (cf. Sal 100). Y Pablo, por su parte, eleva hacia el Altísimo el purísimo incienso de su acción de gracias en favor de los amados filipenses (cf. Flp 1, 3-11). Si Dios nos comunica por medio de Jesucristo su gracia y verdad (cf. Juan 1, 1-18), ¿tan ciegos vamos a ser que no adivinemos también como suya la inapreciable perla de la unidad eclesial? Reconocerlo sería ya un modo de darle gracias sin cesar por tan divino tesoro.
La gratitud brota del corazón convencido de su presencia entre nosotros y en nuestro entorno. Es, además, la capacidad de recibir la gracia de Dios, viva y activa en cada uno y en los pueblos todos por doquier, siendo por ello agradecidos. Tan grande y contagiosa es su alegría que se extiende incluso a los inmigrantes venidos a nuestras costas con ánimo de quedarse. Vista en contexto ecuménico, la gratitud significa ser uno capaz de contagiar alegría por los celestiales dones presentes en otras comunidades cristianas. Entraña también abrir la puerta del corazón a un desinteresado compartir aprendiendo los unos de los otros al hacerlo y afinando así en la práctica. Todo lo cual resulta compatible con la esencia misma de la gracia, difusiva de suyo y, cual esplendorosa luz del Cirio pascual, sin mengua de sí misma.
Por mucho que lo nieguen quienes padecen dioptrías para verlo, es preciso reconocer que la vida, toda vida, es don de Dios: y lo es desde el momento mismo de la creación, pasando por ese otro de la plenitud de los tiempos, cuando Dios se hizo carne en la vida y el trabajo de Jesús, hasta esta hora nuestra posmoderna. De ahí la necesidad de agradecerle a Dios tantos dones de amor y verdad otorgados en Cristo Jesús, manifestados entre nosotros y en nuestras Iglesias. La unidad eclesial se reduce, a fin de cuentas, a divina gracia, fraternidad, unidad y verdad. ¡Ay si los cristianos antepusieran este convencimiento a vivir empeñados en exagerar sus diferencias! ¡Otro gallo le cantara al movimiento ecuménico!
Debe aspirar éste mayormente a discernir, valorar y asumir los dones de otras tradiciones eclesiales: fomentando los ya experimentados en nuestras propias comunidades, y ponderando y haciendo propios también los que laten aún desconocidos. La preocupación ecuménica, pues, debiera cifrarse en averiguar de qué manera podrían los cristianos de diferentes tradiciones compartir mejor tanta divina dádiva. Afortunadamente, Dioses de todos. Lo cual significa que sobran exclusivismos en la vida cristiana. Hoy el Octavario invita a elevar oraciones al Dios misericordioso agradeciéndole sus dones en nuestra propia tradición y en las de otras Iglesias. Ojalá el Espíritu Santo suscite, mediante los encuentros interconfesionales, vivir –y beber- el vino añejo de la unidad en los odres nuevos de la fraternidad.
Pedro Langa Aguilar
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