Juntos... estamos llamados a ser santos
Sábado, 18 de enero.- «¿Está dividido Cristo?» (1 Co 1,13).
En ecumenismo solemos traer a cuento lo de la túnica inconsútil de Jesús, que las Iglesias divididas, por su pertinaz distanciamiento, diríase que se empeñan en dejar hecha jirones. El Vaticano II, sin embargo, fue todavía más lejos cuando, al afirmar que «promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos» era uno de sus principales propósitos, argumentó así: «Porque una sola es la Iglesia fundada por Cristo Señor; muchas son, sin embargo, las Comuniones cristianas que a sí mismas se presentan ante los hombres como la verdadera herencia de Jesucristo; todos se confiesan discípulos del Señor, pero sienten de modo distinto y siguen caminos diferentes, como si Cristo mismo estuviera dividido (cf. 1 Co 1,13)» (UR, 1). O sea que no se trata sólo de la túnica, sino que afecta al propio cuerpo de Cristo.
Las lecturas del Octavario para este día insisten en una asamblea que es toda ella preciada posesión, pueblo llamado a ser «reino de sacerdotes, nación consagrada» (Ex 19, 3-8). Más aún, nos consideran con el salmista el pueblo que apacienta, el rebaño que él guía (cf. Sal 95, 1-7). San Pedro concretamente lo precisa con mayor intensidad cuando, a propósito del nuevo sacerdocio, escribe de «vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois Pueblo de Dios»(1 Pt 2,10). Si el propio Jesús afirmó que todo el que hace la voluntad del Padre que está en los cielos, «ése es mi hermano, y mi hermana y mi madre»(cf. Mt 12,50), ¿qué no diría hoy a los cristianos divididos para recordarles que la voluntad del Padre se cifra en mantener, por encima de todo, una Iglesia unida?
El incontestable aserto paulino es que juntos, quienes invocamos el nombre del Señor, «santificados en Cristo Jesús estamos llamados a ser santos» (1 Co 1, 2). Lo que supone tanto como decir que en la primera carta de san Pedro nuestra pertenencia a la comunión de los santos se entiende como resultado de que Dios nos llama juntos a ser raza elegida, sacerdocio real, pueblo de su posesión, en definitiva Iglesia. Unido a esta vocación va tambiénel deber compartido de «proclamar las grandezas de quien nos llamó de las tinieblas a su luz maravillosa». Pero hay más: en Mateo descubrimos que, por ser comunión de los santos, nuestra unidad en Jesús se debe extender más allá de nuestra familia, de nuestro clan o de nuestra clase, al rezar juntos por la unidad y buscar el hacer juntos la voluntad de Dios.
El Octavario es tiempo de especiales súplicas por la unidad; de oración intercongregacional, de plegaria compartida. Cabalmente, cuando así actuamos, no hacemos sino secundar la llamada que estas lecturas bíblicas de hoy proponen, o sea: que nuestro celeste destino a ser «nación consagrada» nos obliga a ir más allá del contexto cristiano más próximo. Hemos de aspirar, por tanto, a un mundo donde los pueblos de todas las naciones estén unidos en el pensamiento, la palabra y la acción. Un mundo en el que las relaciones con los otros sean de fraternidad, armonía y caridad en la verdad. Un mundo, en fin, donde vivamos trabajando y trabajemos viviendo para que el hambre, la pobreza, la ignorancia y la enfermedad desaparezcan y se facilite así la llegada del Reino de Dios. Nada de un Cristo roto, pues. Nada de divisiones, altercados, enfrentamientos y pendencias. Al contrario, un Cristo que a todos nos convoca y al que unos y otros podemos descubrir en los demás. El de Cristo, en resumen, no es rostro de divisiones. Lo es, más bien, de unidad en la fraternidad.
Pedro Langa Aguilar
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