ECUMENISMO, ESPERANZA Y MADUREZ
por Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
El pasado día 5 de octubre tuvo lugar en Roma un encuentro de gran importancia del que se hicieron eco los medios de comunicación , y en el que los protagonistas, el papa Francisco y el Rvdmo. Justin Welby, arzobispo de Canterbury, mostraron, pese a los obstáculos reales que existen entre la Iglesia Católica Romana y la Comunión Anglicana, su voluntad de seguir trabajando juntos en pro de la unidad de los cristianos, poniéndose así de relieve que el medio siglo de contactos y conversaciones entre ambas denominaciones va por buen camino. Todo un ejemplo.
Una noticia como esta tiene por fuerza que llenar de alegría los corazones y las mentes de los creyentes, sobre todo si tomamos en consideración el gran escándalo histórico que ha supuesto la división del Cuerpo de Cristo —la Iglesia universal— en bloques, no ya diferentes, sino abiertamente hostiles entre sí en un buen número de casos. Esta triste tónica ha marcado, por desgracia, los destinos del cristianismo desde hace demasiados siglos.
No es momento de lanzar acusaciones contra nadie, culpando a unos o a otros de esas lamentables fragmentaciones de la cristiandad, sino de calibrar el momento histórico que vivimos, tomando conciencia de ello y contribuyendo, en la medida de lo posible, a plasmar esa comunión que, se supone, los seguidores de Jesús estamos llamados a deser de corazón.
Las palabras del Señor recogidas en la Oración Sacerdotal de Juan 17, 20-21: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste,” nos marcan un rumbo demasiado claro como para pretender hacer oídos sordos, o para pretextar diferencias imposibles de superar, si es que realmente han de ser superadas. ¿Quién ha dicho que la plena comunión entre los seguidores de Jesús signifique uniformidad absoluta de pensamiento o de formas litúrgicas? ¿O quién se atrevería a negar que las diferentes tradiciones eclesiásticas enriquecen el elenco común cristiano?
Si nos fijamos, el Nuevo Testamento es el mejor manual de Ecumenismo jamás escrito. Como se ha indicado algunas veces, en sus veintisiete libros se hallan representadas diferentes escuelas o corrientes teológicas de la primera Iglesia apostólica, no siempre concordantes entre sí, y en ocasiones, hasta opuestas: la teología paulina y la teología johanina no coinciden forzosamente en todos los ámbitos que abarcan, y ambas se diferencian, a su vez, de la teología petrina, que presenta rasgos muy propios. Un escrito como la Epístola de Santiago (sin caer en la trampa de los concordismos forzados) se opone frontalmente al pensamiento paulino en un tema tan importante como es la justificación del creyente ante Dios. El libro del Apocalipsis, por su parte, pareciera en ocasiones dar marcha atrás y adentrarse en un mundo netamente veterotestamentario, dándole al cristianismo un barniz judío que, sin duda, no agradaría demasiado a creyentes instruidos en una corriente catequética paulina o johanina. Resulta evidente que la concepción de los escritos de San Lucas sobre la Historia de la Salvación halla su polo opuesto en el Evangelio según San Juan. No son idénticas la escatología paulina, la johanina y las de los otros autores. Y desde luego, la cristología que emana de los Evangelios Sinópticos y de los mismos escritos de San Pablo, por no mencionar sino un último ejemplo, tiene más visos de adopcionismo que la presentación johanina del mismo asunto, mucho más cercana a la ortodoxia niceno-constantinopolitana posterior. Opiniones distintas, sin lugar a dudas; puntos de vista diversos, ciertamente; pero un idéntico fundamento, una misma y única fe. Cabría preguntarse muy seriamente —ya se ha hecho en varias ocasiones— si la Providencia que guió la inspiración de los escritos neotestamentarios, no quiso mostrar un camino para que la Iglesia, que a lo largo de los siglos futuros iba a desarrollar tradiciones variadas, liturgias diferentes y sistemas de pensamiento teológico distintos, supiera mantener su unidad en medio de una gran y enriquecedora diversidad.
Sea como fuere, después de veinte largos siglos en los que no han faltado agrias disputas, injustos anatemas, incalificables persecuciones y guerras entre hermanos, son hoy representantes de las llamadas Iglesias históricas quienes, con toda sabiduría y autoridad, marcan la pauta y muestran un modelo de diálogo encaminado a la plena comunión entre los profesos discípulos del Nazareno.
No podemos sino congratularnos de esta muestra de madurez cristiana, de patente plasmación del espíritu de Jesús, pues en ello consiste precisamente el ecumenismo, vocablo tabú, por desgracia, en el mundo de las sectas: en un diálogo permanente, aprendiendo a conocer al hermano de otra tradición, sin duda de diferente teología, pero que no es sino una rama del mismo árbol, sustentada por la misma raíz y nutrida con la misma savia que nosotros.
Quienes seguimos de cerca el diálogo ecuménico y participamos de él, contemplamos eventos como el del pasado día 5 de los corrientes con esperanza. Resulta obvio que, a partir de lo que leemos en las Sagradas Escrituras, no puede ser la voluntad de Dios nuestra desunión, sino un testimonio unánime al mundo cimentado en la Persona y la Obra del Redentor, nuestro Señor Jesucristo. ¿Dificultades? Todas las que se puedan imaginar, internas y externas, propias y ajenas. El mayor de los obstáculos, de mucho más peso que las diferencias teológicas, litúrgicas o eclesiológicas, el espíritu sectario, enemigo de diálogos y conversaciones, que teme en realidad encontrarse con el otro y verse obligado a reconocer que no es tan distinto o tan diferente como se creía. De ahí nuestra admiración por ambos prelados, el obispo de Roma y el arzobispo de Canetrbury, y por el gran paso que han dado. La plena comunión entre los cristianos solo puede llevarse a cabo cuando existe una clara concepción de lo que es la Iglesia, a la luz del Nuevo Testamento. Son las denominaciones históricas, las que conservan el sentido de Iglesia universal cuerpo de Cristo, las que, a partir de esta herencia, habrán de marcar la pauta. Pero sin olvidar que ello no será nunca una mera obra de la diplomacia o la sabiduría humanas: El soplo invisible del Espíritu Santo nos lleva a la comunión y a la unidad.
A Dios sea la gloria.
Juan María Tellería Larrañaga,
presbítero Iglesia Española Reformada Episcopal
(Comunión Anglicana)
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