Ecumenismo cristiano
por Guillermo Sánchez Vicente
El ecumenismo entre cristianos ha avanzado significativamente desde el Concilio Vaticano II. Pero es necesario descubrir qué se sacrifica en aras de la unidad.
El ecumenismo moderno hunde sus raíces en los intentos de algunas iglesias protestantes que en el siglo XIX comenzaron a buscar un denominador común de cara a la misión (más tarde llegaría el ecumenismo humanista, que contaba con antiguos precedentes y que responde a una vocación más global). La Iglesia Católica Romana (ICR), que reconoce que «el movimiento ecuménico comenzó precisamente en el ámbito de las Iglesias y Comunidades de la Reforma» (encíclica Ut unum sint, 65), y que fue durante décadas reticente a ese movimiento, sólo muy tardíamente (de forma explícita, a partir del Concilio Vaticano II) asumió la voluntad de dialogar con los demás cristianos y con las demás religiones.
Ecumenismo protestante
Desde sus orígenes, el ecumenismo entre iglesias protestantes ha avanzado significativamente, si bien todavía son enormes las divisiones entre las iglesias reformadas. Aun así, el concepto de iglesia en el mundo protestante responde en general al del Nuevo Testamento; de él se desprende la idea del ecumenismo como «la unidad querida por Dios para su pueblo y que es, fundamentalmente, una unión orgánica, vital, en la cual los miembros no pierden su identidad y diferenciación, al propio tiempo que se hallan interrelacionados y participando todos ellos de la vida de Cristo y del Padre por el poder del Espíritu Santo» (José Grau, El ecumenismo y la Biblia, Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1973); no coincide por tanto con la visión jerarquizada del catolicismo romano. Por eso no hay en principio una obsesión por lograr una unidad “visible” que se concrete en el sometimiento a una autoridad centralizada, aunque algunas organizaciones anhelan contar con una dirección global que las represente conjuntamente, especialmente en las relaciones con las confesiones más institucionalizadas como la católica romana y la ortodoxa.
Recientemente ha habido pasos hacia la unión entre algunas iglesias tradicionales, como los luteranos y los episcopalianos. Pero quizá la aproximación más llamativa sea la que están experimentando metodistas y anglicanos, no sólo por sus antiguas raíces y por el gran número de fieles que representan en todo el mundo, sino sobre todo porque el metodismo surgió en el siglo XVIII como escisión del anglicanismo denunciando el anquilosamiento y la vacua institucionalización de la Iglesia de Inglaterra. Dado que estos procesos se han acentuado en ella con el tiempo, resulta cuanto menos chocante comprobar que los metodistas “vuelven al redil”.
Revisión de la Reforma
Oficialmente, la Iglesia Católica Romana no quiso participar en las iniciativas ecuménicas protestantes hasta el Concilio Vaticano II, si bien desde las comunidades de base y las organizaciones sociales ya hacía tiempo que existían contactos con otras denominaciones cristianas. A partir del concilio, dando un giro 180 grados, la ICR se integra en el movimiento ecuménico pero, en lugar de sumarse a los avances dados por las demás confesiones, asume el liderazgo ecuménico promoviendo un ecumenismo centrado en la institución eclesiástica romana. Desde entonces el Vaticano se ha prodigado en documentos e iniciativas ecuménicas, entre las que destacan el decreto conciliar de 1964 Unitatis redintegratio y la encíclica de Juan Pablo II de 1995 Ut unum sint , que supone básicamente una repetición actualizada de las ideas del decreto.
El decreto Unitatis redintegratio abandona los anatemas anteriores y llama a los demás cristianos «hermanos separados», pues considera que los cristianos que no reconocen la autoridad papal «se separaron de la plena comunión de la Iglesia católica, a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte» (Unitatis redintegratio, 3). La encíclica sobre el empeño ecuménico prefiere denominaciones como «otros cristianos», «otros bautizados», «cristianos de otras Comunidades» e «Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica» (Ut unum sint , 42).
Casi todos los avances en el ecumenismo entre protestantes y católicos han supuesto una aproximación de aquellos a las posiciones romanas. Las iglesias protestantes tradicionales han entrado en diálogo sobre asuntos que bíblicamente son incuestionables y que además están en los orígenes de la Reforma. Por ejemplo, resulta sorprendente que hoy los protestantes tengan alguna reflexión que hacer en relación con las indulgencias o con el papado, aparte de la descalificación desde el punto de vista evangélico que los reformadores ya establecieron en el siglo XVI. Pero, si bien algunos representantes han dejado claro que el papado es incompatible con el protestantismo, no faltan quienes defienden que «los protestantes pueden reconocer el Papa, aunque con una capacidad limitada, como un portavoz universalmente aceptado» (ICPress, 26.3.01).
Algunos protestantes están pendientes de la evolución ecuménica de la ICR, cuando las bases del “ecumenismo” romano están claramente establecidas en los documentos inspiradores. Lamentar, por ejemplo, que la ICR no haya levantado la excomunión a Lutero, resulta patético si se piensa que el propio concepto católico romano de excomunión no tiene sentido desde el punto de vista evangélico. De esta forma, parece que el ecumenismo alienta a revisar y diluir el valor de la Reforma protestante, más que a contrastar la adecuación de las distintas iglesias a las Escrituras.
El caso anglicano
Entre las confesiones de la Reforma, la Iglesia Católica Romana considera que «ocupa un lugar especial la Comunión anglicana» (Unitatis redintegratio, 13). Ciertamente, es una de las confesiones protestantes con una mayor proximidad doctrinal con la ICR; pero, sobre todo, su organización episcopal y jerárquica la acerca a Roma. Desde 1966 ambas iglesias han mantenido contactos a todos los niveles, con especial atención al problema de la autoridad; el documento conjunto “El don de la autoridad” (1999) establece la «necesidad de una primacía universal ejercida por el obispo de Roma como un signo y salvaguarda de la unidad dentro de una Iglesia re-unida», defiende que la primacía papal «es un don que debe ser recibido por todas las Iglesias» y reafirma el valor de la tradición, los sacramentos y la autoridad pastoral de los obispos. A pesar de que «católicos y anglicanos comparten la comprensión de la sinodalidad pero la expresan de modos diferentes», «nos movemos hacia la comunión eclesial plena.»
En los últimos años varios hechos han amenazado el proceso de integración anglicano-católica, especialmente la aceptación de la ordenación de la mujer al sacerdocio por la Iglesia de Inglaterra en 1992. A pesar de ello, Juan Pablo II afirmó ante la reina de Inglaterra que «no puede haber un retroceso en el objetivo ecuménico que nos hemos propuesto en obediencia al mandamiento del Señor» (Zenit, 17.10.2000).
El primer ministro Blair ha anunciado que derogará la tradicional legislación que impide el acceso inglés al trono de católicos. Además, un número significativo de destacados personajes anglicanos de la política y la sociedad inglesas, incluso altos cargos eclesiásticos, han engrosado las filas católicas, algunos de ellos como acto de rechazo de la ordenación femenina. El ex obispo anglicano de Londres expresa la sensación de “seguridad” que proporciona integrarse en una organización donde el dogma se establece jerárquicamente: «En la Iglesia católica está la verdad sin subjetivismos [...] La verdad no se descubre entre negociaciones, sino con la obediencia» (Zenit, 6.11.01)
Por parte anglicana, el principal valedor de estos contactos ha sido el primado de la Iglesia anglicana y arzobispo de Canterbury, George Carey, quien, como despedida de su mandato (concluye en otoño de 2002), elogió una vez más al papa como «líder espiritual para toda la cristiandad en todo el mundo» (Zenit, 21.6.02); y «padre en Dios de la vasta familia de católicos en comunión con la Santa Sede» (ICPress, 2.7.02). El nuevo arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, se ha pronunciado a favor de la ordenación de mujeres, ha reconocido abiertamente haber ordenado a pastores homosexuales declarados y sostiene que los divorciados pueden casarse por la Iglesia, puntos todos ellos que lo alejan de Roma. A pesar de ello, el papa le felicitó y confía «en que, con la ayuda de Dios, podamos avanzar en la senda hacia la unidad» (Zenit, 24.7.02).
Católicos y ortodoxos por una Europa cristiana
Pero mucho más cercanas a Roma son las iglesias ortodoxas. El propio Vaticano II reconoce que están vinculadas a Roma por la celebración eucarística, por venerar a María, siempre virgen y Madre de Dios, por los santos compartidos, por la existencia del monaquismo, porque tienen «verdaderos sacramentos, y sobre todo, por la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía» (Unitatis redintegratio, 15). Es decir, por aquellos aspectos de la tradición que más alejan a ambas iglesias del modelo apostólico del Nuevo Testamento. No en vano, el papado considera que en su proceso ecuménico el modelo que ha de tenerse en cuenta son «las relaciones que entre éstas [las iglesias de Oriente] y la Sede romana existían antes de la separación» (Unitatis redintegratio, 14), es decir, antes del cisma de 1054.
En aquel año diversas diferencias de doctrina y práctica llevaron al patriarca de Constantinopla y al obispo de Roma a excomulgarse mutuamente. En 1965 el papa Pablo VI y Atenágoras, patriarca de Constantinopla, levantaron las excomuniones. Los avances de consenso teológico han sido enormes, y desde el Concilio Vaticano II se considera que las fórmulas teológicas en torno a la Trinidad, «más que opuestas son complementarias entre sí» (Unitatis redintegratio, 17). El 1 de enero de 2000, año jubilar para los católicos, en el que se ha considerado el acto ecuménico más importante desde el Concilio, el papa abrió la cuarta puerta jubilar de Roma junto al metropolitano enviado por el patriarca de Constantinopla y junto al primado anglicano, Carey. Y en sus viajes a Grecia y Ucrania en 2001 el papa pidió perdón por los males causados a los ortodoxos.
En realidad, el cisma del siglo XI se originó sobre todo por diferencias con relación al concepto de autoridad; y es ahí donde hoy se dan los mayores avances, pero también donde se encuentran los principales escollos.
Recientemente el patriarca de Moscú, que gobierna el mayor patriarcado ortodoxo en cuanto a número de feligreses, ha acusado al Vaticano de proselitismo en sus tierras. Incluso la poderosa iglesia ortodoxa ha recibido el apoyo del vicepresidente de la Duma, el ultranacionalista Vladimir Zirinovski, que ha instado a que se investigue «la situación creada por el proselitismo activo de la Iglesia católica en los territorios tradicionalmente ortodoxos» (Zenit, 17.2.02). Además, en febrero de 2002 el Vaticano estableció cuatro diócesis en Rusia, como consecuencia de lo cual el patriarcado de Moscú ha suspendido el diálogo con Roma. También ha protestado por los derechos recuperados por los católicos de rito oriental (estas comunidades, presentes en varios países de la Europa del este, conservan la liturgia y la organización ortodoxas pero rinden fidelidad a Roma, de ahí que sean vistos como un puente hacia la unidad entre católicos y ortodoxos).
Para complicar más la situación, en abril de 2002 las autoridades rusas expulsaron a un obispo católico de Siberia por irregularidades administrativas, lo cual ha agriado más las relaciones. En cambio, los contactos con el patriarcado de Constantinopla, considerado el mayor rango de las iglesias orientales, son excelentes.
A pesar de los problemas, es de prever un avance en las relaciones ecuménicas entre ortodoxos y católicos. Armenios, caldeos y asirios ya están a punto de reconocer la supremacía romana. Y hay intereses comunes que los unen, como frenar el avance de las iglesias evangélicas en Rusia. El parlamento ruso está debatiendo un proyecto sobre confesiones religiosas, y Roma teme que pueda quedar excluida de los “grupos religiosos tradicionales”, que recibirán privilegios legales, por lo que, en lugar de defender la libertad religiosa generalizada, intenta probar que «también la Iglesia católica tiene raíces históricas en ese país» (cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, en Zenit, 9.7.02). De esta manera, tratando además de negar que la acción misionera católica sea “proselitismo” y por tanto desprestigiando a las iglesias que supuestamente sí lo practican, se pretende conseguir que las confesiones de reciente introducción en el país sean marginadas (recuérdese que hasta la disolución de la URSS era imposible organizar de forma pública una denominación religiosa). Ya en mayo de 2001 el papa y el arzobispo Christódulos (cabeza de la Iglesia griega) firmaron una declaración conjunta en la que condenaban el recurso «al proselitismo y al fanatismo en nombre de la religión» (El País, 5.5.01).
Los ortodoxos también comparten con los católicos el empeño, confesado en numerosas ocasiones, de que «las dos Iglesias que representan al mundo cristiano» (según palabras del metropolitano de Moscú; Zenit, 2.7.02), coordinen «esfuerzos para que Europa siga siendo un pueblo cristiano» (según una nota del arzobispo de Atenas al Vaticano; Zenit, 7.3.02), frente al materialismo y al islam. El mismo metropolitano deja bien claro que el conflicto tiene unas dimensiones políticas profundas, cuando hablando de Putin dice: «Espero que mi Presidente, por el que rezo, se dé cuenta de que el Pontífice es también jefe de un Estado» (Zenit, 2.7.02). Seguramente la profesora Michelina Tenace, catedrática del Instituto Pontificio Oriental y miembro del Centro Aletti de Roma (dedicado a la promoción de las relaciones con los ortodoxos), se refiere a este proyecto de la Europa cristiana (defendido a capa y espada por el Vaticano frente a las instituciones de la Unión Europea) cuando habla de «la importancia de la unidad entre los cristianos, incluso desde el punto de vista de las dinámicas de política internacional» (Zenit, 19.2.01).
FUENTE:
© LaExcepción.com
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