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lunes, 14 de octubre de 2013

ECUMENISMO, cuatro autores (8ª parte)


2. Sólo sobre este complejo trasfondo histórico y sociológico, se hará comprensible la historia de los intentos de unión y particularmente su fracaso. En el siglo XII fracasaron los intentos de lograr la unidad mediante una absorción del oriente. En el siglo XIII fueron motivos sobre todo políticos los que llevaron al emperador Miguel VIII a entablar negociaciones con Roma. Pero la unión impuesta en el concilio de Lyón (1274) no fue una verdadera concordia, sino «una capitulación forzada del oriente ante el occidente» (de Vries). Además de la inalienable sustancia de la fe, Roma impuso a los griegos formulaciones típicamente latinas, así como una concepción del primado con cariz occidental; lo cual provocó una fuerte reacción contraria por parte de la Iglesia griega. La unión fue rechazada, el emperador quedó excomulgado y la hipoteca del fracaso gravó todas las conversaciones ulteriores. 

En el siglo XIV Roma no tomó en consideración ninguna negociación más sobre la base de un concilio, sino que exigió la capitulación incondicional. Pero la postura de mayor sobriedad que siguió al gran cisma occidental y la amenaza contra el papado por parte del conciliarismo, obligaron a Roma a una visión más realista de las cosas y a la aceptación del concilio frecuentemente propuesto por los griegos, si bien en parte bajo la presión del peligro turco. En el concilio de Ferrara-Florencia (1438-39) griegos y latinos negociaron en un plano de igualdad y lograron una unión real en la cuestión dogmática del Filioque, pero en la estructura eclesiástica sólo alcanzaron una unión aparente. La fórmula de unión, elaborada con precipitaciones, inmediatamente después del reconocimiento del papa como cabeza suprema de toda la Iglesia, contenía la fórmula restrictiva: «quedando incólumes todos los privilegios y derechos de los patriarcados del oriente». 

Como ambas partes, a causa de su diversa tradición eclesiológica, vertieron en la fórmula un contenido conceptual totalmente diferente, había aquí una materia de conflicto capaz de hacer estallar la unidad. Pero la unión, deficientemente preparada en el terreno psicológico, fracasó ya por la aversión del pueblo contra una avenencia con occidente (en 1453, con la conquista de Constantinopla por los turcos, terminó de hecho la unión; y en 1483 vino la ruptura oficial).

El papado de la reforma católica y de la contrarreforma hubo de recorrer un largo camino hasta llegar a considerar legítima la peculiaridad del oriente y a sacar de ahí las consecuencias oportunas. Enmascarados intentos de absorción llevaron a una postura de tolerancia por razones utilitarias. Pero los dirigentes de la Iglesia latina eran incapaces de comprender la posibilidad de la autonomía tradicional de los patriarcados y la peculiaridad de la espiritualidad oriental; y así han permanecido fascinados hasta nuestro tiempo por la idea de la praestantia del rito latino. Son etapas de signo positivo: el pontificado de Gregorio XIII, la fundación de la congregación «de propaganda fide» (1622), las instrucciones positivas de Benedicto XIV y sobre todo de León XIII. La llamada de Pío IX a la unidad, dirigida a los jerarcas ortodoxos separados (en 1848), recibió una dura repulsa y se quedó en meras palabras, pues ella no había calado psicológicamente la situación del oriente, y el occidente no estaba preparado para apreciar en su alto valor la peculiaridad oriental, como lo demostraron las negociaciones del Vaticano I. 

Por otra parte, la creciente introversión de la Iglesia ortodoxa de Rusia y de Grecia, así como su dependencia del Estado, ataron las manos a los dirigentes de las Iglesias. El resentimiento antirromano y el oportunismo de la política nacional no permitieron que aquí se entablara un serio diálogo objetivo con el occidente.

Los intentos de reconciliar con Roma las comunidades eclesiales salidas de la reforma del siglo XVI, se remontan a los años treinta y cuarenta de dicho siglo. Mientras los frentes no se hicieron firmes, la situación era relativamente favorable para el diálogo, pero no pudo ser aprovechada suficientemente pues, por una parte, los jerarcas de la Iglesia romana inicialmente no habían comprendido lo hondo del problema, y, por otra parte, las fuerzas protestantes, que tendían hacia la formación de una confesión, rechazaron todo compromiso y se conformaron con su auto inteligencia confesional. El raudo proceso de formación del confesionalismo disminuyó las posibilidades de una reconciliación, ya que los puntos sometidos a controversia incluían aquí, no sólo preguntas de la estructura eclesiástica, sino también cuestiones relativas a la recta inteligencia de la fe.

En principio, la falta de un magisterio obligatorio constituía una dificultad grave para el diálogo con las Iglesias divididas entre sí (y que seguían dividiéndose). Así no fue posible llevar a cabo negociaciones oficiales como con la Iglesia ortodoxa, sino que sólo se llegó a contactos entre algunos teólogos irénicos y laicos. De ahí que estos intentos de unión tengan un carácter precario y constituyan, por así decir, una ejercitación de aficionado. 

En los siglos XVII, XVIII y XIX los jerarcas eclesiásticos de una y otra parte apenas están interesados por el diálogo y, a lo sumo, toleran a los que lo fomentan como una mera ola exterior de buena fe a no ser cuando de él esperan ventajas directas para la estrategia confesional.

En el siglo XVI una teología mediadora, anclada en el humanismo, pretendió unir nuevamente las dos partes salidas de la fractura. Desde la atalaya postridentina es fácil tildarla de deficiente (falta de claridad teológica, por ejemplo, la doctrina de la doble justicia, insuficiente valoración de las divergencias dogmáticas, etc., preocupación profana por la unidad de la nación); pero no puede negársele su seriedad religiosa y responsabilidad teológica. 

Sus representantes -que mayormente se movían en el terreno de la antigua Iglesia- eran deudores de Erasmo en su actitud espiritual y dirección teológica. Entre ellos se hallan Johannes Gropper (1503-59), el obispo Julius Plug de Naumburg (1499-1564), Georg Cassander (1513-66), el cardenal laico Gasparo Contarini (1483-1542) y especialmente Georg Witzel (1501-73). El componente nacional y profano aparece más intensamente en los esfuerzos por la unión del círculo que actúa bajo la directiva del canciller imperial M.A. di Gattinara, continuados luego por A.P. de Granvella, M. Held y U. Zasius. Su gran oportunidad se abrió con las conversaciones religiosas que se iniciaron el año 1539 en Leipzig, continuándose después en Hagenau y el año 1541, bajo mejor signo, en Worms y en la conferencia de Ratisbona. 

Por la parte protestante llevaron el diálogo Martin Bucero y Melanchthon. Se pudo lograr una unión en puntos importantes, por ejemplo, en la cuestión del estado original y la voluntad libre, e incluso en la cuestión de la justificación, mediante la fórmula de la fe que obra por el amor; en otros problemas, como la infalibilidad de los concilios, la confesión, el primado y la transubstanciación, no se llegó a una concordia. El sentimiento triunfalista de justicia propia en ambas partes echó a perder incluso lo conseguido, despojándolo de su carácter de «credo».

Después de Trento ya no había ningún lugar para una teología erasmista de mediación, ya que el endurecimiento de los contrastes en la época de las guerras de religión excluía los presupuestos necesarios para el diálogo. 

Jorge Calixto (1586-1656) fue en el campo protestante un propugnador aislado de la reunificación sobre la base del consensus quinquesaecularis de la antigua Iglesia, el cual abarca los artículos fundamentales de la fe cristiana. Su impulso espiritual influyó en las conversaciones religiosas de Thorn el año 1645, las cuales debían restaurar la unidad de fe en Polonia, pero transcurrieron sin resultado positivo. También hombres como el astrónomo luterano Juan Kepler (1630) y el maestro del derecho de gentes Hugo Grocio (1630) se preocuparon por la unidad eclesiástica. Se movieron en un terreno primordialmente diplomático los contactos que inició el obispo de Wiener - Neustadt, C. de Rojas y Spinola (1695), con las cortes de los principados protestantes, especialmente con la de Hannover. El abad luterano de Loccum, G.W. Molanus (1633-1722), y el filósofo G.W. Leibniz (1646-1716), bibliotecario del duque de Hannover, se hallaban entre los interlocutores. El intercambio epistolar entre Leibniz y Bossuet, hábil controversista y el obispo de Meaux, fracasó objetivamente porque Leibniz rechazó el concilio de Trento, pero también por la insuficiente capacidad de adaptación psicológica del obispo. 

También en Inglaterra se cultivaron numerosos contactos irénicos especialmente después del retorno de Carlos II al trono (1660). La idea galicana de la Iglesia (galicanismo) pareció hacer posible una reconciliación con la Iglesia episcopalista anglicana. El franciscano N. Davenport presentó una exposición católica de los 39 artículos, mientras que el obispo anglicano Cosin dialogó con el benedictino Robinson sobre cuestiones relativas a la presencia real y a la validez de las ordenaciones anglicanas. La subida al trono de Guillermo de Orange (1688) trajo un grave retroceso; pero bajo el arzobispo Wake de Canterbury se hizo posible (desde 1716) la reanudación de las negociaciones acerca de la unión.

En Alemania las numerosas conversiones de príncipes al catolicismo entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, no pudieron resolver el problema de la reunificación.

También los planes de unión de la ilustración católica, entre los cuales el más importante fue sin duda la elaboración de una estructura episcopalista nacional de la Iglesia por el obispo de Tréveris, J.N. v. Hontheinm (Febronius; 1701-90), quedaron triturados en el roce entre los frentes. El conde N.L. v. Zinzendorf, el renovador de la unidad fraterna entre los pietistas, cultivó relaciones amistosas con el cardenal L: A. Noailles. 

Entre los esfuerzos del romanticismo por la unión, descuellan sobre todo los de Franz von Baader, que tendían a una reconciliación con la Iglesia oriental. Después de 1840 en Alemania se endurecieron de nuevo los contrastes confesionales, y en la época del ultramontanismo y del protestantismo cultural las relaciones ínter confesionales pasaron por una honda depresión. La atmósfera espiritual no era apta para el diálogo. I. Dallinger, que en la causa de la reunificación vio claramente una tarea peculiar de la teología alemana, sólo cuando estaba excomulgado llegó a un diálogo con la Iglesia ortodoxa y la anglicana (conferencias de Bonn para la unión: 1874-75). Las esperanzas de unión que surgieron en Inglaterra en relación con el movimiento de Oxford, quedaron sofocadas después de pocos años a causa de la falta de comprensión y de la insuficiente formación teológica en los círculos de la jerarquía eclesiástica.


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