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Un espacio propuesto por EQUIPO ECUMÉNICO SABIÑÁNIGO

domingo, 13 de octubre de 2013

ECUMENISMO, cuatro autores (7ª parte)


D) MOVIMIENTOS DE UNIÓN DE LAS IGLESIAS

1. Cismas, herejías y escisiones lesionaron y a veces hicieron problemática la unidad de la Iglesia de Cristo ya desde la época apostólica. Pero la Iglesia está obligada a recuperar la unidad, no sólo por la necesidad de acreditar mejor su encargo misional, sino también por mandato formal de Cristo (Jn 17). Ella no se ha substraído a esta obligación, si bien en los esfuerzos prácticos por la unidad no pocas veces estuvieron en primer plano motivos no teológicos, por ejemplo, el centralismo eclesiástico y la uniformidad política. En parte con el apoyo del inestable poder secular, mediante el diálogo interno de los concilios se pudo atenuar e incluso extinguir el ímpetu de los grandes movimientos de escisión del primer milenio: arrianismo, donatismo, novacianismo, priscilianismo, montanismo, nestorianismo.

Todas estas tendencias han sucumbido como movimientos históricos. Pero tampoco aquí se ha logrado hasta ahora una reunificación completa de todos los separados, ya que, sobre todo en Egipto y Etiopía, todavía hay Iglesias que rechazan el concilio de Calcedonia (451) y se adhieren al monofisismo. El mismo origen tiene la Iglesia armenia. Sólo pequeñas fracciones de estas Iglesias han entrado en unión con Roma. Por su introversión teológica y su aislamiento cultural, estas comunidades separadas nunca han penetrado intensamente en la conciencia de la Iglesia universal.

Por primera vez la ruptura de relaciones entre el papa y el patriarcado de Constantinopla el año 1054, inauguró en el cisma oriental la escisión entre oriente y occidente como forma duradera de coexistencia de Iglesias. Esta profunda escisión, de graves consecuencias incluso en el ámbito espiritual y cultural, fue el resultado de un largo proceso de alejamiento y separación. Desde siglos habían vivido los patriarcados de Roma y de Constantinopla en una situación latente de cisma, la cual se actualizó repetidamente, pero nunca en forma tan permanente como en el choque entre el papa Nicolás I y el patriarca Focio (864-868). 

La escisión definitiva bajo el patriarca Miguel Cerulario, en la que tuvo parte de culpa la intervención con aire de dominio del disputable legado romano, el cardenal Humberto de Silva Candida, tiene por tanto sus raíces en un complejo proceso histórico, el cual quedó concluido con los acontecimientos del año 1054. Entre los factores que intervinieron en ese proceso hemos de mencionar, en el terreno objetivo: la diversa forma de pensar en la teología y la devoción entre el mundo romano de occidente y el mundo griego de oriente, por ejemplo, las controversias sobre la procesión del Espíritu Santo, las diferencias en los ritos y sobre todo la diversidad de las estructuras eclesiásticas en oriente y en occidente. 

En efecto, a la Iglesia imperial del oriente, que se sometía con agrado a la estructura del poder terrestre y concebía la unidad total de la Iglesia como una unidad de Iglesias locales en gran parte autónomas, se contraponía la Iglesia papal de occidente, que acentuaba su independencia en la relación al poder secular y patrocinaba la idea de un pontificado monárquico. Y en el terreno psicológico deberíamos mencionar: el desprecio de los griegos, por una parte, y el odio a los latinos por otra; estos sentimientos de superioridad llevaban en germen la tendencia a valorar en forma absolutamente positiva la propia peculiaridad y a imponérsela al otro, declarándolo previamente hereje. La evolución de ambas Iglesias desde la separación en 1054 agudizó más aún esta rica escala de contrastes.

En el occidente la idea del primado de la reforma gregoriana se convirtió en una columna clave de la constitución eclesiástica. En el siglo XII, la legislación de las decretales hizo del papa la fuente de toda potestad en la Iglesia y creó una ideología centralista, cuyas sombras repercutieron en futuras negociaciones sobre la unión. 

En el oriente la idea de la Iglesia imperial hubo de ceder al pensamiento de la «autocefalía», es decir, de la autonomía de cada Iglesia nacional ortodoxa; pero, bajo el aspecto eclesiológico, la concepción fundamental sobre la autonomía patriarcal no cambió en nada. Los desórdenes de las cruzadas y el aislamiento político de Bizancio a causa del bloqueo turco dejaron en el pueblo sencillo un trauma que ha hecho sentir sus influjos hasta el siglo XX, y que pasó a las naciones evangelizadas por Bizancio en forma de una desconfianza abismal frente al occidente latino (por ejemplo, la negativa en Grecia por parte de la dirección de las Iglesias ortodoxas a enviar observadores al concilio Vaticano II). Por eso, lo que en el plano teológico pudo luego esclarecerse en las negociaciones entre el oriente y el occidente encaminadas a la unión, se hizo ineficaz por la presión procedente de abajo. Con el desarrollo especial de la teología y la devoción (en el occidente, la escolástica; y en el oriente, palamitas y hesiquiastas), a la postre disminuyeron hasta las posibilidades de un lenguaje común para entenderse.


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