III. Carácter del diálogo
Un diálogo, que es cosa distinta de una discusión o de un unilateral intento inmediato de convertir al otro, presupone que ambas partes estén dispuestas a aprender algo de la otra. También los católicos pueden aceptar este presupuesto, pues, aunque ellos estén persuadidos de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica, sin embargo su persuasión no excluye la posibilidad ni la voluntad de aprender y recibir algo de otros. Esta posibilidad de recibir no consiste solamente en que el diálogo puede proporcionar una mejor información sobre la postura, doctrina y vida cristiana del compañero no católico de diálogo, sobre sus dificultades frente a la Iglesia católica; información que de suyo es valiosa y que se echa de menos en los católicos e incluso en los teólogos.
Dicha posibilidad se da además por el hecho de que los cristianos no católicos y sus Iglesias respectivas poseen tesoros de vida cristiana, líneas evolutivas del único cristianismo que han de valorarse positivamente, impulsos carismáticos, experiencias relacionadas con la configuración cristiana del mundo, etc.; y todo eso puede no estar con tanta actualidad y claridad en la Iglesia católica.
Tales conversaciones ecuménicas revisten también el carácter de diálogo por el hecho de que en ellas no se trata directamente de conversiones individuales a la Iglesia católica (este aspecto, legítimo bajo los debidos presupuestos, ha de distinguirse cuidadosamente del diálogo ecuménico), sino del acercamiento respecto de las comunidades eclesiales en cuanto tales; e igualmente por el hecho de que la unidad deseada, incluso bajo la perspectiva de la concepción católica de la Iglesia, no ha de ser entendida simplemente como un «retorno», pues la anhelada Iglesia católica del futuro deberá albergar en su seno lo positivo del pasado cristiano e incluso las riquezas de las otras Iglesias y por tanto, será distinta de la actual Iglesia católica, condicionada por su presente momento histórico. En este sentido el diálogo tiende hacia un futuro abierto.
Actualmente los cristianos no pueden vivir al margen de los demás creyentes, como si la separación fuera un hecho en el que nada se puede cambiar. Precisamente una concepción católica de la Iglesia (que es entendida como Iglesia de todos) se traicionaría a sí misma (lo cual no ocurre en la teoría, pero sí frecuentemente en la práctica), si aceptara la división de la cristiandad como un hecho en el que nada se puede cambiar.
El diálogo es necesario, pero sólo es posible como un diálogo abierto que no prohíba a ninguna de las partes llevarlo a cabo desde sus propios presupuestos.
IV. Tema del diálogo
El tema de este diálogo es todo lo que pueda servir a la unidad de los cristianos en la fe, la organización eclesiástica, la vida cristiana y la acción responsable de cara al mundo; incluye, pues: la información mutua sobre la vida y la doctrina; una mejor inteligencia de la teología de las otras partes; el intento de traducción de la propia teología a la lengua del otro, y viceversa; el esfuerzo por superar las diferencias reales en la doctrina; las conversaciones sobre la acción común.
V. Meta del diálogo
Incluso antes de alcanzar su fin remoto, que es la unidad de la Iglesia de todos los cristianos, el diálogo puede llevar ya a resultados concretos, a una colaboración real. Hay todavía intolerancia mutua y formas no cristianas de competencia mutua en el ámbito civil de la sociedad; todo eso podría evitarse con magnanimidad. Siguen en pie ciertas cuestiones sobre los matrimonios mixtos y las escuelas de las distintas Iglesias (así como acerca de la relación y colaboración entre ellas), las cuales podrían solucionarse mejor que hasta ahora. Sería posible una concreta colaboración organizada en la teología.
Pablo VI incitó a una traducción común de la Biblia.
Con tacto se podría evitar la explotación poco limpia, con fines propagandísticos, de las «conversiones» de una confesión a otra. Ya ahora se podrían tomar acuerdos sobre la manera de eliminar el escándalo en las misiones a causa de la cristiandad dividida; y así, a pesar del derecho de misionar en todas partes, que para la Iglesia católica es inalienable, se podría llegar a una amistosa y realista (¡falta de misioneros!) distribución cristiana del trabajo (o del territorio) misional. Sería igualmente posible fomentar los aspectos concretos que son comunes (en la liturgia, en el canto eclesiástico, en los usos religiosos). Nuevos obstáculos para la unidad en la doctrina y en la práctica, siempre que no obedezcan a las exigencias de la propia conciencia, podrían evitarse de antemano mediante consultas mutuas.
Toda la communicatio in sacris, que sea posible desde la perspectiva de la dogmática y de la teología moral (a este respecto no todas las cosas son posibles, pero sí muchas; la cuestión varía con relación a cada Iglesia), no sólo debería tolerarse, sino también fomentarse con precaución y tacto (sin un «irenismo» antidogmático).
Se puede orar y celebrar la palabra en común (sin celebración eucarística); y no es necesario que el fin de estos actos de culto sea siempre rogar por la unidad de los cristianos. También con relación a las Iglesias ortodoxas del oriente es lícita una amplia communicatio in sacris, como lo afirma explícitamente el decreto del Vaticano II sobre las Iglesias orientales católicas (n 26 ss). Existe un amplio campo de colaboración entre las Iglesias en la misión que todos los cristianos tienen de configurar el mundo en forma más humana y con ello cristiana, bajo el aspecto social, cultural, económico, político, caritativo, etc.
Desde muchos puntos de vista las Iglesias podrían ser en común la «conciencia» de la sociedad profana, por ejemplo, abogando (incluso en valiente oposición a los hombres egoístas que se hallan en sus propias filas) por la paz, por la indiscriminación racial, por la justicia social, por la superación de prejuicios nacionalistas, por la protección de débiles y pobres. Finalmente, para todo esto también podrían crearse en común los necesarios presupuestos institucionales.
Karl Rahner
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