CINCUENTENARIO
DE LA
ENCÍCLICA «ECCLESIAM SUAM» (II)
6-8-1964 / 6-8-2014
La sencilla tumba del autor de la Ecclesiam suam en la Basílica de San Pedro
1. Segundo círculo: los que creen en Dios. – La declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, fue promulgada el 28 de octubre de 1965, o sea un año largo después de haberlo sido la Ecclesiam suam. Más que teológica o fenomenológica, su finalidad es sobre todo práctica y pastoral. El Concilio intenta en la Nostra aetate mostrar lo que los hombres de las distintas religiones tienen en común para promover el diálogo; proclama que la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas otras religiones hay de verdadero y de santo y que intentan dar respuesta a las más recónditas preguntas del ser humano; y expresa, en cambio, su rechazo más absoluto a toda discriminación por causa de la religión. Sus principales destinatarios son los seguidores del Judaísmo y del Islam. La Iglesia exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y de vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que en ellos se encuentren.
Salta a la vista, pues, la importancia que dicho documento conciliar, de génesis y elaboración un tanto tortuosas, puede tener hoy con el boom de las religiones (cf. P. Langa, El “boom” del pluralismo religioso: Etiam 1/1 [2006] 217-249). Y siendo ello así, será preciso admitir otro tanto de la Ecclesiam suam, en la que Pablo VI adelanta ya que el diálogo entre las Iglesias y las religiones empieza por ser diálogo de salvación (colloquium salutis), toda vez que la específica finalidad del diálogo interreligioso es la conversión común de todos al mismo Dios, el Dios de Jesucristo que interpela a los unos por medio de los otros.
Si la religión es diálogo entre Dios y el hombre, no era cosa de preterir u olvidar en la Ecclesiam suam a los hombres de religiones no cristianas. La cosa es simple: antes que cristiano o no, el hombre es hombre. Si la Ecclesiam suam había apostado por el diálogo en sus múltiples facetas, comprendido el mundo y los no creyentes, se comprende que Pablo VI, siguiendo el curso rigurosamente lógico de su exposición, en rumbo de lo inconcreto a lo concreto, se ocupe también de los creyentes en Dios antes de pasar a los creyentes en Cristo, el Dios hombre. Es evidente que al afirmar el Vaticano II que «La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo» (Nostra aetate, 2), no hace sino recoger con fiel resonancia el siguiente pensamiento de la Ecclesiam suam: «El de los hombres que adoran al Dios único y supremo, al mismo que nosotros adoramos; aludimos a los hijos del pueblo hebreo, dignos de nuestro afectuoso respeto, fieles a la religión que nosotros llamamos del Antiguo Testamento; y luego a los adoradores de Dios según concepción de la religión monoteísta, especialmente de la musulmana, merecedores de admiración por todo lo que en su culto a Dios hay de verdadero y de bueno; y después todavía también a los seguidores de las grandes religiones afroasiáticas» (n.40).
Así planteado el argumento, Pablo VI no puede omitir su juicio de valor sobre la incuestionable realidad de las otras religiones monoteístas. Lo hace al afirmar: «Evidentemente no podemos compartir estas variadas expresiones religiosas ni podemos quedar indiferentes, como si todas, a su modo, fuesen equivalentes y como si autorizasen a sus fieles a no buscar si Dios mismo ha revelado una forma exenta de todo error, perfecta y definitiva, con la que Él quiere ser conocido, amado y servido; al contrario, por deber de lealtad, hemos de manifestar nuestra persuasión de que la verdadera religión es única, y que esa es la religión cristiana; y alimentar la esperanza de que como tal llegue a ser reconocida por todos los que verdaderamente buscan y adoran a Dios» (n.40). Coincidencias, por tanto, pero a la vez discrepancias. ¿Y qué opinión le merecen al Papa estas religiones no cristianas? ¿Tienen algo en común con la religión cristiana? ¿Qué hacer con ese algo en común, si lo hubiere?
Digamos que a pesar de sus discrepancias, Pablo VI deja en la Ecclesiam suam una laudable lección de respeto y de coherencia teológica al añadir: «Pero no queremos negar nuestro respetuoso reconocimiento a los valores espirituales y morales de las diversas confesiones religiosas no cristianas; queremos promover y defender con ellas los ideales que pueden ser comunes en el campo de la libertad religiosa, de la hermandad humana, de la buena cultura, de la beneficencia social y del orden civil. En orden a estos comunes ideales, un diálogo por nuestra parte es posible y no dejaremos de ofrecerlo doquier que con recíproco y leal respeto sea aceptado con benevolencia» (n.40). La conclusión a sacar, en consecuencia, es que si un estudio del “boom” interreligioso ha de tener en cuenta las consideraciones de la Nostra aetate, tampoco puede prescindir de lo que un año largo antes había ya propuesto Pablo VI en la Ecclesiam suam. La Nostra aetate sería, siendo así, un avance, un sutil y autorizado desarrollo, dentro del sintético y breve esquema de teología de las religiones que la Ecclesiam suam adelanta. Este segundo círculo, por lo demás, abunda propiamente sobre lo que hoy se denomina movimiento ecuménico interreligioso, o diálogo interreligioso. Falta, pues, el genuino ecumenismo. A él desciende Pablo VI con el:
2. Tercer círculo: los cristianos, hermanos separados. – Es, por supuesto, el más cercano a la Iglesia católica. Dentro de su marco figura el ecumenismo, que meses después definiría magistralmente el concilio Vaticano II en el decreto Unitatis redintegratio. También el diálogo interior en la Iglesia, con el imprescindible alcaloide de caridad y obediencia que lo estimula. Tenemos ante nosotros, pues, en resumen, el círculo de los que llevan el nombre de Cristo. «En este campo –aclara el Papa- el diálogo que ha alcanzado la calificación de ecuménico ya está abierto; más aún: en algunos sectores se encuentra en fase de inicial y positivo desarrollo. Mucho cabría decir sobre este tema tan complejo y tan delicado, pero nuestro discurso no termina aquí. Se limita por ahora a unas pocas indicaciones, ya conocidas» (n.41). Una elemental historia del ecumenismo basta para comprobar que el autor de la Ecclesiam suam no se equivoca cuando –tocando muy de pasada el tema tan delicado y tan complejo de la causa ecuménica- escribe que el diálogo ecuménico ya está abierto. Unitatis redintegratio será todavía más explícito que la Ecclesiam suam al reconocer no sólo que ya está abierto, que existe un movimiento ecuménico anterior, al que ahora pretende sumarse la Iglesia católica –todo arranca, recuérdese, de Edimburgo 1910-; un movimiento, por otra parte, cada día más amplio, por la gracia del Espíritu Santo (Unitatis redintegratio, 1), sino también cuando matiza diciendo quiénes participan en él: «Los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor y Salvador» (Unitatis redintegratio, 1): tenemos a la vista, nótese, una frase con la que el Vaticano II rinde su discreto homenaje a la misma carta fundacional del Consejo Mundial de Iglesias.
Pablo VI prosigue con gusto haciendo suyo en este tercer círculo relativo a los hermanos separados (hoy priva más decir hermanos acatólicos) un principio ya utilizado por san Juan XXIII: «Pongamos en evidencia, ante todo tema, lo que nos es común, antes de insistir en lo que nos divide» (n.41). Es más, descubre los benéficos efectos que de tal principio se desprenden, amén de su clara y firme voluntad de aprovechar cuanto de bueno y saludable profesen los hermanos todavía separados de nosotros: «Este es un tema bueno y fecundo para nuestro diálogo. Estamos dispuestos a continuarlo cordialmente. Diremos más: que en tantos puntos diferenciales, relativos a la tradición, a la espiritualidad, a las leyes canónicas, al culto, estamos dispuestos a estudiar cómo secundar los legítimos deseos de los Hermanos cristianos, todavía separados de nosotros. Nada más deseable que el abrazarlos en una perfecta unión de fe y caridad» (n. 41).
Justo es reconocer que Pablo VI adelanta en la Ecclesiam suam un ecumenismo más depurado que el de san Juan XXIII. Ecumenismo por el que se percibe que las horas de asesoramiento vividas junto al cardenal Bea y a Monseñor Willebrands no fueron estériles. El texto que a continuación aporta, dicho sea de paso, indica la presión que solía ejercer en él su timidez, aquella cautela que de sólito se gastaba, la que le valió el calificativo de hamletiano, la de los 19 iuxta modum llegados in extremis a la redacción de Unitatis redintegratio, la que se dejó ver, en fin, durante los días de la llamada semana negra del Concilio. Dice así: «Pero también hemos de decir que no está en nuestro poder transigir en la integridad de la fe y en la exigencia de la caridad. Entrevemos desconfianza y resistencia en este punto. Pero ahora, que la Iglesia católica ha tomado la iniciativa de volver a reconstruir el único redil de Cristo, no dejará de seguir adelante con toda paciencia y con todo miramiento; no dejará de mostrar cómo las prerrogativas, que mantienen aún separados de ella a los Hermanos, no son fruto de ambición histórica o de caprichosa especulación teológica, sino que se derivan de la voluntad de Cristo y que, entendidas en su verdadero significado, están para beneficio de todos, para la unidad común, para la libertad común, para plenitud cristiana común; la Iglesia católica no dejará de hacerse idónea y merecedora, por la oración y por la penitencia, de la deseada reconciliación» (n.41).
El grueso del contencioso ecuménico se centra hoy en el Primado. Pablo VI adelantó en la Ecclesiam suam lo que para él resultó un tormento, lo más misterioso de su ministerio como sucesor de Pedro. Tanto más cuanto que dicho ministerio, que está para aglutinar, unir con unidad de comunión, gozne central de la santa Iglesia, es precisamente la piedra de escándalo. El lector avisado descubrirá en el texto de la Encíclica cuán sutil y firmemente aborda Pablo VI las absurdas hipótesis de pretender resolver dicho problema cargándose simplemente el Primado: «Un pensamiento a este propósito nos aflige, y es el ver cómo precisamente Nos, promotores de tal reconciliación, somos considerados por muchos hermanos separados como el obstáculo principal que se opone a ella, a causa del primado de honor y de jurisdicción que Cristo confirió al apóstol Pedro y que Nos hemos heredado de él. ¿No hay quienes sostienen que si se suprimiese el primado del Papa la unificación de las Iglesias separadas con la Iglesia católica sería más fácil? Queremos suplicar a los hermanos separados que consideren la inconsistencia de esa hipótesis, y no sólo porque sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal, sino porque faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos del auténtico establecido por el mismo Cristo: Se formarían tantos cismas en la Iglesia cuantos sacerdotes, escribe acertadamente san Jerónimo (Cf. Dial. contra Luciferianos 9 PL 23, 173)» [n.41]. Repare bien el lector en estas dos frases de la cita: sin el Papa la Iglesia católica ya no sería tal; y esta otra: faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad ya no existiría. ¿No estarán reflejando ambas frases el móvil papal de la futura nota explicativa de la constitución dogmática Lumen gentium?
Pablo VI, en todo caso, interpreta el gozne central de la santa Iglesia, o sea el Primado, no, claro es, constituyendo una supremacía de orgullo y honores, como dominio humano, sino en clave de servicio, de ministerio y de amor: Tampoco se le hace vana retórica «la que al Vicario de Cristo atribuye el título de servus servorum Dei. En este plano nuestro diálogo siempre está abierto porque, aun antes de entrar en conversaciones fraternas, se abre en coloquios con el Padre celestial en oración y esperanza efusivas» (n.41). Dos apostillas al respecto. Primera, el título servus servorum Dei, recuperado del olvido medieval por san Juan XXIII, proviene de san Gregorio Magno, quien, a su vez, lo hereda en cierto modo de san Agustín, el cual solía presentarse a los fieles como «siervo de la Iglesia» (servus Ecclesiae), o «siervo de Cristo y de los siervos de Cristo» (servus Christi servorumque Christi), y para quien «presidir es servir» (praesse est prodesse) [Cf. Langa, P., «Llamado a presidir sirviendo»: Pensamiento Agustiniano XI. Jornadas internacionales de agustinología, Caracas 1996, pp.30-43]. Segunda, la disponibilidad de Pablo VI, abierto también en este campo al diálogo, se vio secundada en 1995 por san Juan Pablo II en la Ut unum sint (nn.88-92), y en la actualidad por el fructífero estudio que del tema viene haciendo la Comisión Mixta Internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto.
3. Diálogo interior en la Iglesia.– La verdad es que sin él poco recorrido tendría el exterior. Toca por eso el Papa en este punto el diálogo relativo a los hijos de la Casa de Dios; el de la Iglesia una, santa, católica y apostólica dentro de sí misma. Diálogo querido en plenitud de la fe, de la caridad y de las obras; deseado sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual (cf.n.43). El autor de la Ecclesiam suam remata su discurso por la obediencia enderezada hacia el diálogo, entendido como «el ejercicio de la autoridad, todo él impregnado de la conciencia de ser servicio y ministerio de verdad y de caridad; y entendemos también la observancia de las normas canónicas y la reverencia al gobierno del legítimo superior, con prontitud y serenidad, cual conviene a hijos libres y amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, no va de acuerdo con la caridad animadora de la solidaridad, de la concordia, de la paz en la Iglesia, y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en disidencia: desagradable fenómeno —aunque por desgracia siempre puede producirse— contra el cual la voz del apóstol Pablo nos amonesta: Que no haya entre vosotros divisiones (1 Cor 1,10)» (n.44). ¡Casi nada! A los 50 años vista de la Encíclica, pues, sabido ya que el 19 de octubre el Siervo de Dios Pablo VI va a ser declarado Beato, juzgue el lector cuánto se ha cumplido y cuánto no -en la Iglesia católica sobre todo-, de este precioso documento, acabado cántico todo él al diálogo, profética voz de la Iglesia en el siglo XX, prodigio, en resumen, de intelectual y cordial armonía.
Alegoría pictórica del encuentro de Pablo VI con los representantes de las confesiones cristianas y de otras religiones, inspirado, sin duda, en el número 40 de la encíclica Ecclesiam suam. Cuadro de la pintora polaca Dolores Puthod (Vaticano, 1978).
Prof. Dr. Pedro Langa Aguilar, OSA
6 de agosto de 2014
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