CINCUENTENARIO
DE LA ENCÍCLICA «ECCLESIAM SUAM» (I) 6-8-1964 / 6-8-2014
DE LA ENCÍCLICA «ECCLESIAM SUAM» (I) 6-8-1964 / 6-8-2014
Su santidad Pablo VI en una pose muy
característica de cuando
firmó la encíclica Ecclesiam suam
(6.8.1964)
El
6 de agosto de 1964 su santidad Pablo VI publicaba la encíclica Ecclesiam suam,
primera de su pontificado (21/6/1963 – 6/8/1978). Llegaba como rayo de luz en
el amanecer, como ráfaga de viento en el mediodía canicular, como ajustado
prólogo a la tercera sesión del Vaticano II, abierta el 14/9/64. Revestía la
importancia de los documentos programáticos, con el añadido esta vez de brindar
a los Padres conciliares la hoja de ruta. Incluso cabría interpretarla, en
cierto modo, como el más egregio comentario al Gaudet Mater Ecclesia de san
Juan XXIII. Si la navecilla conciliar apenas había rebasado hasta entonces la
bocana del puerto, con la Ecclesiam
suam, en cambio, se hizo de una vez a mar abierta. Y al timón, además, Pablo
VI, verdadero arquitecto del Vaticano II.
No
es cierto, por más que a veces se diga por ahí al buen tuntún, que trate del
diálogo ecuménico. Más bien lo aborda indirectamente, por exigencia del tema si
se quiere, pues analiza su fuente, que es el diálogo teológico, o sea el que
registra su más alta expresión. De ahí que el documento prestase en aquellas
circunstancias el impagable servicio de la ayuda, la luz y el rumbo que su
publicación supuso para toda la
Iglesia del Concilio, por supuesto, pero sobremanera al
entonces Secretariado para la unidad de los cristianos (hoy Pontificio
Consejo), el cual, de allí a poco iba a librar duros debates dialécticos en el
Aula con objeto de conducir a buen fin el decreto Unitatis redintegratio,
promulgado el 21 de noviembre de 1964. Padres conciliares hubo, incluso, en
quienes la Encíclica
vino a ser un amable aviso a dejarse de estar en la inopia y a ponerse cuanto
antes las pilas de la verdadera eclesiología.
Por
de pronto hacía saltar hecho añicos el viejo esquema de una espiritualidad
desfasada que
había venido adjudicando a la palabra mundo las fuerzas todas del mal en
permanente acecho a la Iglesia,
al alma y a los valores del espíritu. Porque conformaba, y ahí sigue que no
para, la terrible tríada del demonio, el mundo y la carne. Mas hete aquí que de
pronto sale la Encíclica
despachándose con frases redondas como esta: «La Iglesia debe ir hacia el
diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio»
(n.27). Nótese bien, sin embargo, aunque sólo fuere para frenar el ímpetu de
quienes entonces y ahora se rasgan las vestiduras ante frases así, que la Ecclesiam suam otorga el
protagonismo principal a la
Iglesia, no al mundo. Habla, por otra parte, de ir hacia el
diálogo con el mundo en que le toca vivir. Dicho de otra forma: ir en diálogo hacia
un mundo cambiante según tiempos y lugares. O sea, leyendo los signos de los
tiempos. En incesante dinámica. Si la Iglesia se hace coloquio, habrá que admitir
entonces que nada ni nadie puede quedar en él, ni de él, excluido. Ir
dialógicamente hacia un mundo según tiempos y lugares, por lo demás, no
significa necesariamente adaptarse al mundo en sus mundanales modos de ser y de
pensar –que eso sería mundanizarse-, sino a las circunstancias cambiantes de
cada época para que la estrategia renovadora pueda surtir el primer efecto
evangelizador, que es siempre la vida teologal. Porque el diálogo con el mundo
ha de ir, en definitiva, ceñido previamente a un diálogo con Dios. Es lo que la Ecclesiam suam llama el
origen trascendente del diálogo.
1.
La religión, diálogo entre Dios y el hombre. – Y ello porque, dada su
naturaleza, la religión no viene a ser sino una relación entre Dios y el
hombre. De modo que la oración, la revelación, la historia de la salvación, se
resuelven en amoroso coloquio entre Dios y el hombre. Un diálogo, este, se mire
como se mire, abierto espontáneamente por iniciativa divina, nunca impuesto,
entablado más bien a requerimiento de amor, y católico él siempre, es decir,
capaz de abrirse a cada uno, contando una vez y otra con el ansia de la hora
oportuna y el sentido del valor del tiempo (n.29). ¡Insondable misterio,
después de todo, este del diálogo y su hora, del diálogo en la hora de Dios y
viceversa: de la hora de Dios en el diálogo.
Llevados
del pragmatismo, digamos que la Iglesia debe extender este diálogo sin límites
de raza o de color, sin condicionamiento alguno de corte multinacional o
plurilingüe. Antes al contrario, precisamente por católica, o sea universal, ha
de estar dispuesta y disponible a todos, habida cuenta de que su misión es
promover en el mundo la unidad, el amor y la paz, y persuadida como está de ser
semilla, fermento, sal y luz del mundo. Pero ha de hacerlo no indistintamente,
sino con un mensaje para cada categoría de personas, aunque de modo especial,
claro, con los pobres, los desheredados, los que sufren y los que mueren
(n.35).
«Nadie
es extraño a su corazón (de la
Iglesia, entiéndase). Nadie es indiferente a su ministerio.
Nadie le es enemigo, a no ser que él mismo quiera serlo. No sin razón se llama
católica, no sin razón tiene el encargo de promover en el mundo la unidad, el
amor y la paz» (n.35). Por si alguna duda hubiere en torno a la influencia de
este documento en otros del concilio Vaticano II, bastaría con echar mano de la
obertura de la constitución pastoral Gaudium et spes: «Los gozos y las
esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo,
sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente
humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está
integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu
Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva
de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia» (Gaudium et spes,1).
Sabe
también la Iglesia que la buena acogida del Evangelio no depende, a fin de
cuentas, de algún esfuerzo apostólico suyo o de alguna favorable circunstancia
de orden temporal: la fe es don de Dios y Dios señala en el mundo la línea y
las horas de su salvación. Antepuesto, por tanto, qué sea el diálogo, y qué su
dimensión teologal y su alcance católico, el Papa procura precisar que así como
el de la salvación ha procedido normalmente por grados de desarrollo sucesivo,
también el nuestro habrá de tener en cuenta la lentitud de la madurez
psicológica e histórica y la espera paciente de la hora en que Dios lo haga
eficaz. Mas sin diferir para mañana lo que se pueda hacer hoy. Una vez aquí,
por tanto, Pablo VI desciende con su habitual sagacidad al primero de los tres
círculos concéntricos de la
Encíclica.
2.
Primer círculo: todo lo que es humano. – Se trata de un círculo inmenso, cuyos
límites no alcanzamos a ver; se confunden con el horizonte. Un círculo donde,
bien mirado, ubicamos el vocablo mundo, de suerte que «todo lo que es humano
tiene que ver con nosotros» (n.36). Y por ende, nosotros con cuanto es humano,
ya que «tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida
con todos sus dones, con todos sus problemas» (Ib.). Así que «dondequiera que
hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en
comunicación con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los
derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten
sentarnos junto a ellos» (n.36). Estas últimas palabras son algo más que un
delicado gesto de cortesía papal hacia los gobiernos que admiten a la Iglesia
en el diálogo intergubernamental, ya que dialogar es un derecho; mucho más, en
cualquier caso, que pura cortesía. Es, digámoslo de una vez, exigencia que
dimana del Evangelio. Pablo VI escribía estas cosas cuando todavía estaba por
nacer la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa.
Por
eso mismo en este capítulo de obstáculos para el dialogo el Papa distingue,
dentro de los que niegan a Dios, a quienes no profesan ninguna religión (que
son muchos, muchísimos); a los que en las formas más diversas, se profesan
ateos (tampoco son menudencia); y, en fin, a cuantos «abiertamente alardean de
su impiedad y la sostienen como programa de educación humana y de conducta
política» (n.37). Lo cierto es que la teoría en que se funda la negación de
Dios introduce en la vida humana no una fórmula que todo lo resuelve, sino un
dogma ciego que la degrada. Con todo y con eso, la Iglesia «tiene la esperanza
invencible de que el hombre moderno sepa todavía encontrar en la concepción
religiosa, que le ofrece el catolicismo, su vocación a una civilización que no
muere, sino que siempre progresa hacia la perfección natural y sobrenatural del
espíritu humano» (Ib.).
A
nadie se le escapa que la hipótesis de un diálogo se hace muy difícil, por no
decir imposible, en tales condiciones. Para quien ama la verdad, la discusión
es siempre posible, por supuesto. Pero cuando se interpone el abuso dialéctico
de la palabra, esa palabra que no va encaminada precisamente hacia la búsqueda
y la expresión de la verdad objetiva, sino que es o se ve puesta al servicio de
finalidades utilitarias, de antemano establecidas, a menudo según torcidos
intereses entonces el horizonte dialógico cambia completamente (n. 38).
Esta
es la razón por la que el diálogo calla. Hasta podríamos decir que no queda
entonces más alternativa que el diálogo del silencio. «La Iglesia del Silencio,
por ejemplo, calla, hablando únicamente con su sufrimiento, al que se une una
sociedad oprimida y envilecida donde los derechos del espíritu quedan
atropellados por los del que dispone de su suerte», afirma concluyente más
adelante Pablo VI para terminar preguntándose: ¿cómo podría ofrecer un diálogo
mientras se viera reducido a ser una voz que grita en el desierto (Mc 1,3)? «El
silencio, el grito, la paciencia y siempre el amor son en tal caso el
testimonio que aún hoy puede dar la Iglesia y que ni siquiera la muerte puede
sofocar» (n.38). En la actualidad arrecia la persecución contra los cristianos
en tantas partes del mundo, regiones, por lo demás, en las cuales la Iglesia,
debido a mil extrañas circunstancias, se ve reducida a usar sólo ese débil,
paciente y siempre amoroso lenguaje del silencio. Pese a mil y una críticas,
Pablo VI acabaría decantándose por la Ostpolitik con ayuda de Casaroli, el más fino
diplomático de la Santa
Sede en el siglo XX. Y cuatro años más tarde por la Jornada mundial de la paz
el 1 de enero.
3.
Diálogo, por la paz. – Afronta el papa Montini tan difícil asunto al término de
este primer círculo. Es preciso cultivar y perfeccionar el diálogo con los
variados y mudables aspectos que él presenta; un diálogo que pueda ayudar a la
causa de la paz entre los hombres; como método que trata de regular las
relaciones humanas a la noble luz del lenguaje razonable y sincero, y como
contribución de experiencia y de sabiduría que puede reavivar en todos la
consideración de los valores supremos. Por la pausada e inteligente lectura del
n.39 de la Ecclesiam
suam, echa uno de ver que su autor debió de tener en cuenta, a la hora de su
redacción, otra encíclica publicada menos de dos años antes por san Juan XXIII,
la famosa Pacem in terris, citada, por cierto, en el n.38.
Al
papa de la Ecclesiam
suam no le duelen prendas y va incluso más lejos cuando afirma que «la apertura
de un diálogo desinteresado, objetivo y leal, ya decide por sí misma en favor
de una paz libre y honrosa; excluye fingimientos, rivalidades, engaños y
traiciones; no puede menos de denunciar, como delito y como ruina, la guerra de
agresión, de conquista o de predominio, y no puede dejar de extenderse desde
las relaciones más altas de las naciones a las propias del cuerpo de las
naciones mismas y a las bases tanto sociales como familiares e individuales,
para difundir en todas las instituciones y en todos los espíritus el sentido,
el gusto y el deber de la paz» (n.39). Riquísimo el contenido de este fragmento
de la Ecclesiam
suam apenas citado: el breve espacio aquí disponible me exime ahora de
comentarlo in extenso. ¡Cuidado, pues, con olvidar a Pablo VI entre quienes
determinaron la caída del comunismo y del Muro de Berlín!
Sólo
quisiera destacar, concluyendo mi primera entrega, que este maravilloso cántico
a la paz entonado desde el n.39 de la Ecclesiam suam nos remite a tantas y tantas
intervenciones pontificias en pro de la paz, y viene a ser como el preludio de
las que luego han seguido a la
Ecclesiam suam: por ejemplo, la que san Juan Pablo II tuvo en
las mismas vísperas de la
Guerra del Golfo. Al hilo de este n.39, por otra parte que
viene a confluir en la misma plaza, hay sobre todo un dato que no quiero en
modo alguno silenciar. Porque nos hace recordar al monseñor Montini de 1939 en la Secretaría de Estado.
Sabido es que en el radiomensaje de Pío XII a los gobernantes y a los pueblos
ante el inminente peligro de la guerra, pronunciado el 24 de agosto de 1939,
figura una frase que se ha repetido hasta la saciedad: Nulla è perduto con la
pace. Tutto può esserlo con la guerra («Nada se ha perdido con la paz. Todo
puede serlo con la guerra»). Algunos montinistas, no obstante, atribuyen su
autoría, más bien, a Montini: él habría sido quien se la inspiró y se la
sugirió a Pío XII momentos antes de que éste pronunciara el discurso. Las
cumbres de Asís han sido plebiscitos interreligiosos de resonancia planetaria,
signos reveladores de lo que pueden hacer las religiones juntas. Y las
sucesivas intervenciones de san Juan Pablo II y de Benedicto XVI, otro tanto.
La última en el tiempo, cuando esto escribo, data del 8 de junio de 2014.
Francisco acogió esa tarde y tuvo junto a sí en los jardines del Vaticano al
presidente de Israel, Shimon Peres y al de Palestina, Mahmud Abbas, para elevar
juntos una oración por la paz. Sencilla manera de secundar el espíritu de Pablo
VI en la Ecclesiam
suam. ¡Lástima que los posteriores disturbios en la zona hayan afeado la
iniciativa papal! Está visto que hay gestos sólo comprensibles a la
perspicacia, y que esta, desdichadamente, se vende muy cara en este mundo
nuestro globalizado.
Tras haber concelebrado con algunos
Padres conciliares, Pablo VI entroniza el Evangelio en la apertura del cuarto
período del Concilio
(VI Sesión pública, cf. A.S., vol. IV,
pars I, p. 124)
Prof. Dr. Pedro Langa Aguilar,
OSA 6 de agosto de 2014
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