Teologo y ecumenista
VII.- Vivir en la fe de la resurrección
«Por el bautismo fuimos sepultados en Cristo… para que también nosotros emprendamos una vida nueva» (Rm 6, 3-11).
Trascendental mudanza, en verdad, ésta de la resurrección de Cristo, que san Pablo extiende mediante la gracia bautismal a todo cristiano. La Comunidad de Jerusalén, asidua en la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y las oraciones, se comportó así precisamente gracias al poder de vida de Jesús resucitado. Poder, por cierto, que sigue vigente en la Jerusalén actual. A pesar de sus dificultades, sea cual fuere la semejanza con el Getsemaní de luna argentada y del Gólgota de cruz levantada, saben muy bien sus cristianos, y la fe se lo certifica, que todo se renueva en la verdad de la resurrección de Jesús, que todo cobra nueva vida en la Anástasis.
La fuerza de la resurrección irradia desde Jerusalén, lugar de la Pasión del Señor, y atrae a todas las naciones hacia su claridad. El mensaje, por tanto, diríase que no puede tener mayor fuerza para el ecumenismo. Porque este paso de los terrores de la muerte a la nueva vida es lo que define a todos los cristianos. Ya dejó dicho san Agustín en frase memorable que la resurrección de Cristo es lo que distingue a los cristianos de las demás religiones y de todos los hombres sumidos en la oscuridad del paganismo. Decir que Cristo murió, lo admiten todos y hasta los paganos lo creen. Lo típicamente cristiano, en cambio –señala explicativo y agudo el Hiponense-, es afirmar que Cristo resucitó (cf. Sermón 215, 6). He aquí, pues, una certeza fundamental que impediría dialogar a fondo en un diálogo interreligioso a ultranza, y que, por contra, es capaz de congregar a todos los cristianos.
San Pablo enseña que por el bautismo hemos estado en el sepulcro con Cristo y hemos resucitado con él. Hemos muerto con Cristo, y vivimos para compartir su vida de resucitado. Podemos ver diversamente el mundo desde la compasión, la paciencia, el amor y la esperanza, porque, en Cristo, las dificultades del momento nunca pueden ser la palabra final de la historia.
A pesar de sus divisiones, ciertamente dolorosas, los cristianos saben que el bautismo los reúne para permitirles llevar la cruz en la luz de la resurrección. Desde Jerusalén, el Señor resucitado saluda a sus discípulos de todas las épocas pidiéndoles seguimiento sin temor. La resurrección de Jesús lleva esperanza a la humanidad y renovación a la tierra, y sigue unificando a la Iglesia en la lucha contra las fuerzas de la muerte en un mundo donde la violencia hacia la creación y hacia la humanidad obscurecen la esperanza en la nueva vida que Él ofrece.
Un mundo, por otra parte, sumido en violencia y egoísmo y contravalores, tantas veces sin norte y casi siempre pagado de sí. Mundo que sólo en Dios podrá conseguir una cosmología en plenitud; sólo en Cristo la cohesión de sus partes disgregadas; sólo en el Espíritu Santo su vocación de armonía y de unidad.
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