Reflexiones del Prof. Dr. Pedro Langa Aguilar, O.S.A.
Teologo y ecumenista
II.- Muchos miembros en un solo cuerpo
Dice san Pablo: «Hemos recibido en el bautismo un mismo Espíritu a fin de formar un solo cuerpo» (1 Co 12, 13).
La Iglesia de Jerusalén descrita en los Hechos de los Apóstoles es el modelo de la unidad hoy buscada. De ahí que la Oración por la Unidad de los Cristianos no pueda contemplar la uniformidad, pues aquella unidad se caracterizó desde el princi-pio por su gran diversidad. Habrá de ser, entonces, unidad en la diversidad. La eclosión de Pentecostés desvela que la gente oyó aquel día el Evangelio en sus distintas lenguas, y agrega que a través de la predicación de Pedro se unieron los unos a los otros en el arrepentimiento, bautismo y efusión del Espíritu Santo.
San Pablo, por su parte, dejó escrito más tarde: «Todos nosotros, en efecto, seamos judíos o no judíos, esclavos o libres, hemos recibido en el bautismo un mismo Espíritu, a fin de formar un solo cuerpo; a todos se nos ha dado a beber de un mismo Espíritu». Tampoco aquella era comunidad uniforme, sino de gran diversidad, donde las diferencias podían fácilmente degenerar en controversias. Fue el caso entre los cristianos de origen griego y los de origen judío con respecto a la negligencia con la cual trataban a las viudas griegas, como informa san Lucas (cf. Hech 6,1). La Iglesia de Jerusalén, por tanto, estaba unida en sí misma, pero a base de estar unida al Señor resucitado, quien había dicho en vida mortal: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto» (Jn 15, 1-13). Y gran diversidad caracteriza todavía hoy a las Iglesias de Jerusalén y a las del mundo todo.
En Jerusalén esta diversidad puede fácilmente degenerar en controversia, pues el hostil clima político reinante no hace sino acentuarlo. Pero como la Iglesia primitiva de Jerusalén, los cristianos de Jerusalén nos recuerdan hoy que muchos miembros formamos un mismo cuerpo, una verdadera unidad en la diversidad. Las antiguas tradiciones, por su parte, dejan igualmente de manifiesto que diversidad y unidad existen también en la Jerusalén celestial. Lejos de significar división y desunión, pues, diferencia y diversidad indican, más bien, que la unidad de los cristianos por la cual oramos en el Octavario –y ojalá fuera en los 365 días del año- siempre supuso una real diversidad. De Dios procede, sin duda, toda vida en su gran diversidad, y en Él cumple que a los cristianos todos nos una el amor de suerte que dicho amor nos mantenga unidos.
El ecumenismo, por eso, ayuda a comprender más y mejor esta gran sinfonía de nuestra unidad en la diversidad, y hace que nos esforcemos en trabajar juntos para predicar y construir el reino del divino amor por todo el orbe. El ecumenismo, a la postre, hará que nos concienciemos de que Cristo es la causa de nuestra vida común y el principio y fin de nuestra vida. Lo predicó san Agustín con frase lapidaria: «Dios-Cristo es la patria adonde vamos; Cristo-hombre, el camino por donde vamos; vamos a él, vamos por él» (Sermón 123, 3,3).
He ahí la fórmula ideal del ecumenismo.
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