La Iglesia católica copta en el viaje papal a El Cairo
Un artículo de Pedro Langa
El viaje del papa Francisco a El Cairo (28 y 29 de abril de 2017) -18º de los internacionales, 27º país visitado y con 27 horas de intenso trabajo- se va quedando atrás después de Fátima. No quiero que se pase dejando en el olvido uno de sus objetivos –concretamente el «pastoral»-, poco destacado por los medios. Me refiero a la Iglesia católica copta. El programa, dentro siempre de un viaje que quiso ser, según el Papa, «de unidad y fraternidad», tenía reservado para dicha Iglesia el 29, o sea, el segundo y último día.
Tres eran las dimensiones del viaje según el portavoz vaticano Greg Burke: «una, pastoral con la comunidad católica aunque pequeña; otra, ecuménica con los cristianos coptos ortodoxos; y otra, interreligiosa con los musulmanes». Habría que recordar también la estatal, puesto que el séquito lo daba claramente a entender, ya que en el avión de Alitalia viajaron, además del Santo Padre, el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano; los cardenales Leonardo Sandri y Kurt Koch, del Pontificio Consejo para las Iglesias orientales y de Pontificio Consejo para la unidad de los cristianos, respectivamente. También el nuncio apostólico en Egipto, Bruno Musaró, y el intérprete, que es el secretario del Papa y oficial de la Secretaría de Estado, Yoannis Lahzi Gaid, además de la comitiva de unos 70 periodistas. Algunos medios, sin embargo, olvidaron señalar que a esperar al Papa en el aeropuerto de El Cairo, estaba también el cardenal Jean-Louis Tauran, presidente del Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso.
El cardenal directamente concernido en este caso era, pues, Sandri, dado que la Iglesia católica copta es una de las 23 Iglesias orientales católicas. Lástima que en declaraciones a Religión Digital omitiese una somera referencia a esta Iglesia, que después de todo es católica. Lo de aludir a la situación de Argentina y otros argumentos aledaños la verdad es que, en un resumen del viaje papal a El Cairo, no venía a cuento. Y lo que no parece de recibo es despachar la entrevista sin unas palabras sobre esta Iglesia de su dicasterio.
El nacimiento de una comunidad copta católica fue fruto de la gran actividad misionera desplegada en la zona por franciscanos y jesuitas, que procuraron sostener material y espiritualmente a la población copta, si bien tan solo se formó una minúscula comunidad católica. En 1630 la Congregación de Propaganda Fide fundó, en El Cairo, una misión para coptos y etíopes, confiada a los franciscanos –sin omitir el gran papel de los jesuitas-, que lograron en 1697 convertirla en prefectura apostólica dependiente directamente de Roma.
En 1739, se consolidó la unión con Amba Atanasio, obispo copto de Jerusalén (residente en El Cairo), que pasó al catolicismo y que en 1741 Benedicto XIV (1740-1758) nombró vicario apostólico de la pequeña comunidad de coptos católicos, la cual, por entonces, apenas sumaba 2.300 fieles. Desde entonces, el colegio romano de Propaganda Fide acoge a los estudiantes coptos. La situación siguió siendo precaria, puesto que, según el derecho civil establecido entonces en el imperio otomano, los católicos coptos no tenían reconocimiento civil, por cuya razón estaban legalmente sometidos a la jerarquía no católica, es decir, a la jurisdicción de la Iglesia copta ortodoxa.
El 5 de mayo de 1895, en la sesión de la comisión cardenalicia para la unificación de los disidentes de la Iglesia católica, León XIII (1878-1903), decidió restablecer los patriarcados orientales: con la Carta apostólica Christi Domini (26-XI-1895) restituyó nuevamente el patriarcado copto católico de Alejandría con el nombre de «Patriarcado de Alejandría para los coptos católicos», y designó a Gregorio Macario como administrador apostólico del patriarcado. Ya en 1899 lo nombró Patriarca de Alejandría, adoptando por ello el nombre de Cirilo II.
La Iglesia copta católica es hoy una Iglesia patriarcal sui iuris con el título de «Alejandría de los coptos». El territorio de la Iglesia copta católica se extiende a todo Egipto, donde se observa el rito copto, y su patriarca dispone del derecho legítimamente adquirido de instituir nuevas provincias, eparquías y exarcados. En la actualidad el Patriarcado, además de la de Alejandría, tiene jurisdicción sobre las eparquías de Asiut, Guiza, Ismailia, Lúxor, Menia y Suhag. Es patriarca su Beatitud Ibrahim Isaac Sidrak, elegido el 15 de junio de 2013.
La santa Misa en el estadio de la Aeronáutica militar de El Cairo, con aforo para unas veintemil personas, se prometía concurrida de fieles católicos: entre unos cinco a seilmil. Pero la presencia de muchos coptos ortodoxos y cristianos de otras Iglesias y comunidades eclesiales, e incluso musulmanes, así como de las delegaciones oficiales, tanto religiosas como civiles subió la cifra, según estimaciones, a veinticincomil. Las medidas de seguridad eran impresionantes.
Ya en el discurso al papa copto ortodoxo Tawadros II, Francisco reconoció agradecido que «Vuestra Santidad sigue brindando una atención genuina y fraterna a la Iglesia copta católica: una cercanía que agradezco tanto y que se ha concretado en la creación del Consejo Nacional de las Iglesias Cristianas, para que los creyentes en Jesús puedan actuar siempre más unidos, en beneficio de toda la sociedad egipcia». «Además –agregó-, he apreciado mucho la generosa hospitalidad con la que acogió el XIII Encuentro de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia Católica y las Iglesias Ortodoxas Orientales, que tuvo lugar aquí el año pasado siguiendo vuestra invitación. Es un bonito signo que el encuentro siguiente se haya celebrado en Roma, como queriendo señalar una continuidad particular entre la sede de Marcos y la de Pedro».
El relato de los discípulos de Emaús, proclamado en árabe, resonaba con peculiar acento en los oídos de los fieles egipcios, más que habituados a vivir en camino. Un Evangelio que, como recalcó Francisco, «se puede resumir en tres palabras: Muerte, Resurrección y Vida». Y es que «la verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos». Una fe para «difundir, defender y vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos han ofendido, de ayudar a quien ha caído; de vestir al desnudo; dar de comer al que tiene hambre; visitar al encarcelado; ayudar a los huérfanos; dar de beber al sediento; socorrer a los ancianos y necesitados». La verdadera fe «nos lleva a proteger los derechos de los demás, con la misma fuerza y con el mismo entusiasmo con el que defendemos los nuestros. En realidad, cuanto más se crece en la fe y más se conoce, más se crece en la humildad y en la conciencia de ser pequeño».
Francisco dirigiéndose a los obispos coptos católicos
El Papa dejó claro que «a Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada». Era el III domingo de Pascua y el episodio de los discípulos de Emaús sirvió de marco a una homilía papal llena de consideraciones morales y exhortos al bies del mensaje evangélico, como, por ejemplo:
1) «Si nosotros no quitamos el velo que oscurece nuestros ojos, si no rompemos la dureza de nuestro corazón y de nuestros prejuicios nunca podremos reconocer el rostro de Dios».
2) «Jesús trasforma su desesperación (de los discípulos de Emaús) en vida, porque cuando se desvanece la esperanza humana comienza a brillar la divina. Cuando el hombre toca fondo en su experiencia de fracaso y de incapacidad, cuando se despoja de la ilusión de ser el mejor, de ser autosuficiente, de ser el centro del mundo, Dios le tiende la mano para transformar su noche en amanecer, su aflicción en alegría, su muerte en resurrección, su camino de regreso en retorno a Jerusalén, es decir en retorno a la vida y a la victoria de la Cruz (cf. Hb 11,34)».
3) «Quien no pasa a través de la experiencia de la cruz, hasta llegar a la Verdad de la resurrección, se condena a sí mismo a la desesperación. De hecho, no podemos encontrar a Dios sin crucificar primero nuestra pobre concepción de un dios que sólo refleja nuestro modo de comprender la omnipotencia y el poder».
4) «La Resurrección no es una fe que nace de la Iglesia, sino que es la Iglesia la que nace de la fe en la Resurrección […] La Iglesia debe saber y creer que él está vivo en ella y que la vivifica con la Eucaristía, con la Escritura y con los Sacramentos. Los discípulos de Emaús comprendieron esto y regresaron a Jerusalén para compartir con los otros su experiencia».
5) «La experiencia de los discípulos de Emaús nos enseña que de nada sirve llenar de gente los lugares de culto si nuestros corazones están vacíos del temor de Dios y de su presencia; de nada sirve rezar si nuestra oración que se dirige a Dios no se transforma en amor hacia el hermano; de nada sirve tanta religiosidad si no está animada al menos por igual fe y caridad; de nada sirve cuidar las apariencias, porque Dios mira el alma y el corazón (cf. 1 S 16,7) y detesta la hipocresía (cf. Lc 11,37-54; Hch 5,3-4). Para Dios, es mejor no creer que ser un falso creyente, un hipócrita».
6) «La verdadera fe es la que nos hace más caritativos, más misericordiosos, más honestos y más humanos; es la que anima los corazones para llevarlos a amar a todos gratuitamente, sin distinción y sin preferencias, es la que nos hace ver al otro no como a un enemigo para derrotar, sino como a un hermano para amar, servir y ayudar; es la que nos lleva a difundir, a defender y a vivir la cultura del encuentro, del diálogo, del respeto y de la fraternidad; nos da la valentía de perdonar a quien nos ha ofendido, de ayudar a quien ha caído; a vestir al desnudo; a dar de comer al que tiene hambre, a visitar al encarcelado; a ayudar a los huérfanos; a dar de beber al sediento; a socorrer a los ancianos y a los necesitados (cf. Mt 25,31-45).
7) «A Dios sólo le agrada la fe profesada con la vida, porque el único extremismo que se permite a los creyentes es el de la caridad. Cualquier otro extremismo no viene de Dios y no le agrada».
8) «Ahora, como los discípulos de Emaús, regresad a vuestra Jerusalén, es decir, a vuestra vida cotidiana, a vuestras familias, a vuestro trabajo y a vuestra patria llenos de alegría, de valentía y de fe».
9) «No tengáis miedo a abrir vuestro corazón a la luz del Resucitado y dejad que él transforme vuestras incertidumbres en fuerza positiva para vosotros y para los demás. No tengáis miedo a amar a todos, amigos y enemigos, porque el amor es la fuerza y el tesoro del creyente».
10) «La Virgen María y la Sagrada Familia, que vivieron en esta bendita tierra, iluminen nuestros corazones y os bendigan a vosotros y al amado Egipto que, en los albores del cristianismo, acogió la evangelización de san Marcos y ha dado a lo largo de la historia numerosos mártires y una gran multitud de santos y santas».
El Patriarca copto católico Ibrahim junto al Papa Francisco
Las últimas horas del viaje a El Cairo
En el encuentro con el clero, religiosos, religiosas y seminaristas del seminario de Maadi a las 15:10, Francisco volvió al exhorto: «En medio de tantos motivos para desanimarse, tantas voces negativas y desesperadas, sed una fuerza positiva, sed la luz y la sal de esta sociedad […], sed sembradores de esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia. Será posible si la persona consagrada no cede a las tentaciones de cada día. Me gustaría destacar algunas significativas»:
1. La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15,11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana.
2. La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores […] Sin embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar.
3. La tentación de la murmuración y de la envidia. Y esta es fea. El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir» (Mc 3,24-25). De hecho, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2,24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.
4. La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado.
5. La tentación del «faraonismo», es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos.
6. La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican.
7. La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos —es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces— y ser católicos —es decir, parte de la Iglesia una y universal—: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Que el Señor les conceda los frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5,22-23). Los tendré siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y adelante, guiados por el Espíritu Santo». El papa Francisco, como he adelantado al principio, dio rienda suelta a su paternal corazón y soltó, una tras otra, todas estas grandes verdades sobre las que los medios, ya digo, insistieron bien poco y hasta hicieron punto menos que caso omiso. Merecía la pena recordarlas. El ecumenismo, al cabo, comprende y da acogida, tanto a las grandes Iglesias, como a las pequeñas minorías. Y lo que a la postre importa siempre, siempre, es el diálogo de la unidad en la Verdad.
Prof. Dr. Pedro Langa Aguilar, OSA
Teólogo y ecumenista
Francisco durante la homilía en el estadio de la Aeronáutica militar de El Cairo
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