No “desactivar” al Espíritu
Homilía pronunciada por Fernando Jordán
en la Vigilia de Pentecostés de Sabiñánigo
(20/05/2015)
Muchos cristianos coinciden con aquellos de Éfeso: “Ni siquiera hemos oído decir que exista el Espíritu Santo” (Hch 19,32).
Fernando Jordán Pemán |
En La actualidad, acaso se esté dando en algunos la tendencia opuesta, que es peligrosa por unilateral: Recalcar la experiencia del Espíritu Santo reduciéndola a una exaltación emotiva, artificial, superficial, histérica…; pero que no se viva “en la fuerza del Espíritu Santo”. La cuestión de fondo con respecto al famoso olvido del Espíritu Santo no se resuelve hablando más de Él sino activándolo más en nosotros. Si no hay una auténtica vivencia de la filiación de Dios Padre y del seguimiento de Cristo, es difícil hablar del Espíritu Santo.
Toda auténtica experiencia del Espíritu proporciona a las personas un don especial para reconocer la presencia de Dios y su acción hasta en los más oscuros rincones de la existencia:
- Donde la mayoría solo ve fatalidad y el consecuente pánico, quienes se dejan guiar por el Espíritu perciben destellos de luz y esperanza, incitaciones a la confianza. Esta facultad no es innata. Se recibe.
- En realidad, eso es lo que hace el bautismo: “instala” en nuestro corazón la condición de hijos de Dios. Nadie puede bautizarse a sí mismo. Es el Espíritu quien recrea nuestra identidad filial y hace que broten sentimientos positivos de seguridad, alegría, paz, valor,… y particularmente de confianza, que es el sentimiento específico del ser hijo.
- Como el Espíritu actúa desde dentro, su acción puede confundirse con dinamismos psicológicos ordinarios porque “el Espíritu se une a nuestro Espíritu” (Rom 8,16).
- ¿Qué pasa cuando no se activa esta facultad del Espíritu? Pues que se impone una visión de la realidad tozudamente negativa. Tendemos a ver sólo lo que está mal, lo que falta, lo que no funciona. Ante esa realidad, ensombrecida por el mal y convertida en una “soledad poblada de aullidos” (Dt 32,10). Caben tres actitudes básicas: miedo, indignación o confianza.
- El miedo espanta y nos hace huir o, si no, levanta a nuestro alrededor una jaula protectora de resignación y conformismo. El miedo, no lo olvidemos, siempre produce una dolencia depresiva.
- La indignación dispara la rabia y el resentimiento, busca culpables, endurece el corazón, sueña revoluciones imposibles….. Pero lleva en sí misma un germen tóxico de violencia y división.
- La confianza no cierra los ojos a la injusticia, corrupción, violencia, etc., pero mira más allá. Cuando se comienza a ver las cosas de manera nueva, la vida se transforma. Comprende que la mejor reacción es reforzar todo lo verdadero, bueno y bello que ya existe, porque el Espíritu de Dios lo está alentando en millones de seres humanos..
… PARA QUE LA CONFIANZA FUNCIONE:
Dicen los analistas que para que funcione la economía de un país es necesario que exista un clima de confianza en su sistema jurídico, en la legislación laboral, en el funcionamiento de los mercados, etc.
Desde el campo de la psicología, E. Erikson asegura que, en los primeros dieciocho meses de vida, todo bebé vive el primer conflicto básico, que marcará el resto de su vida: el conflicto entre la confianza básica y la desconfianza.
¿Qué sucede cuando, por las razones que sean, vivimos marcados por la desconfianza? ¡Que nos falta la base para todo desarrollo saludable! Entonces, ponemos en marcha estrategias de defensa y compensación. Son la respuesta equivocada a una tentación que reta siempre el camino de la vida cristiana: la inseguridad y el miedo. El mundo se transmuta en una seria amenaza ante la que nos sentimos muy débiles para sortearla o superarla.
Pero ¿cómo se fabrica esta confianza básica? No es el resultado de ninguna técnica: es fruto de la experiencia de filiación. Es regalo gratuito. El texto de Romanos (Rom 8,14-17) es la perla preciosa que nos desvela el secreto de la confianza: “Todos los que son guiados por el Espíritu son hijos de Dios” (8,14). Y más adelante: “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios” (8,16). La experiencia de filiación, obra del Espíritu, se convierte en fuente de salud espiritual e incluso de equilibrio psíquico. Quien se sabe hijo, incondicionalmente amado, está “superdotado” para el despliegue oblativo de su afectividad, para desbloquear sus fuentes profundas, y no sucumbir ante el miedo. Y llega a entender que la última palabra la tiene Dios.
No resulta extraño, por lo tanto que cuando la experiencia de filiación languidece, cualquier compromiso se vuelve carga insoportable. La confianza filial no es incompatible con tropiezos y caídas, sino que se realiza en medio de las tensiones de la vida: “Hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud sólida, y la virtud sólida, esperanza. Una esperanza que no engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Rm 5,3-5).
Con el don del Espíritu hemos recibido una nueva manera de situarnos ante la realidad y ante los demás. Se cumple la profecía de Ezequiel: “Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis mandatos, observando y guardando mis leyes” (Ez 36,26-27). Una transformación así afecta al corazón, que es la raíz de nuestra existencia confiriéndole dos miradas:
- La mirada positiva que nace de la confianza que genera la filiación y reconoce en todo y en todos los signos de la presencia de Dios. Solo esta mirada nos permite dialogar con los distintos, sin sentirlos adversarios ni sentirnos amenazados. La actitud positiva propone, pero no impone.
- La mirada compasiva que tiende a fijarse en quienes padecen algún tipo de exclusión, que no viven con la dignidad de los hijos de Dios. Esta mirada contrasta otro tipo de miradas frecuentes en nuestra sociedad: competitiva, posesiva, consumista, etc.
¡No nos dejemos robar la confianza! ¡No desactivemos nunca el Espíritu!
Fernando Jordán Pemán es sacerdote católico romano, actualmente párroco de la iglesia del Corazón de María de Jaca (Huesca), Delegado de Pastoral gitana y de Pastoral de la salud de la diócesis de Jaca, profesor de la Escuela diocesana de formación cristiana y profesor del Seminario de Huesca y Jaca entre otros cargos.
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