«Dichosas las personas que creen sin ver» a propósito de Teresa de Lisieux
por José Luis Vázquez Borau
Para encontrarse con Dios hay que buscarlo. Esto es importantísimo sin que ello suponga que la búsqueda y el deseo funden y den entidad a la realidad deseada. Se busca y desea porque la realidad, existente independientemente del deseo, provoca el deseo. Por ello, la presencia o la ausencia del deseo de Dios marca una diferencia fundamental. Quien no desee la libertad o la fraternidad, difícilmente las buscará. Y si se encuentra con ellas, difícilmente las va a reconocer en lo que son. Lo normal es que tienda a interpretarlas más allá o más acá de ellas mismas. La dureza de la realidad, se podrá sostener, hace imaginar o fantasear tales ideales inalcanzables o es una herencia de un periodo infantil o mitológico de la humanidad. 1
El deseo natural de Dios hace del ser humano un ser paradójico ya que aspira a una vida cada vez más feliz que él mismo no puede proporcionarse y que sólo puede saciar si Alguien distinto de él se la regala. El deseo de Dios está puesto en el ser humano por Dios mismo y sólo Él puede saciar dicho deseo. En nuestros días, la significatividad de tal deseo se ve oscurecida, en primer lugar, por la duda que desde la metodología cientifista se arroja sobre su objeto. Pero la significatividad de tal deseo se encuentra oscurecida, en segundo lugar, por las diferentes satisfacciones que parecen proporcionar algunas ofertas de salvación ingenuamente optimistas sobre el final que aguarda a la condición humana, como el esoterismo, la doctrina de la reencarnación, terapias y meditaciones de diferente signo, etc. Tales alternativas se presentan como alternativas a la fe cristiana. Sin embargo, la necesidad de encontrar, también en nuestros días, un roca firme en la que pueda descansar dicho deseo no acaba de ser satisfecha plenamente.
Es muy probable que en nuestros días tal viaje hasta el borde del deseo pueda ser vestido con experiencias concretas de gratuidad y desinterés o asociando el objeto del deseo a la fiesta y, ciertamente, estando al lado de los pobres ya que son ellos quienes pueden llamar con más convicción y significatividad, desde de su situación de radical debilidad , Abba a Dios. 2 Quizá, por ello, el deseo y la hipótesis de Dios broten con particular fuerza y significatividad en situaciones históricas que contradicen frontalmente lo que se entiende por tal, de manera análoga a como el sufrimiento injusto evoca y remite al amor y a la justicia. Nadie discute la razonabilidad de imaginar un mundo solidario y fraterno aunque la fuerza del dolor sea tal que haga palidecer la aspiración a la justicia. Es posible hablar de la fraternidad porque en el padecimiento de la insolidaridad también hay sitio, por sorprendente que resulte, para evocar, aflorar y desear el amor gratuito e inmerecido. Y desde tal imaginario se propicia, a la vez, la rebelión contra dicha situación y la anticipación provisional de la situación añorada. Como dice san Juan de la Cruz, “el aprendizaje de la interioridad es de todo punto de vista innegociable, pues hasta para comprometerse hay que saber interiorizarse, y para ambas cosas hay que saber trascender la anécdota ascendiendo a lo que es mas anterior e interior que nuestra propia interioridad”. 3 Estas afirmaciones del mismo autor lo atestiguan: “ La anchura del desierto ayuda mucho al alma y al cuerpo;- Los valles solitarios dan refrigerio y descanso en su sol y silencio. Soledad y sosiego divino, en par de los levantes de la aurora;- Apártate a una sola cosa que lo trae todo consigo, que es la soledad santa, acompañada con oración;- Las condiciones del pájaro solitario (alma contemplativa) son cinco: subir sobre las cosas transitorias; no sufrir compañía de criatura; poner el pico al aire (del Espíritu Santo), correspondiendo a sus inspiraciones; no tener determinación por ninguna cosa, sino por lo que es voluntad de Dios; cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo; - Como el amor es unidad de dos solos, a solas se quiere comunicar”. 4 En el fondo, más allá de la penúltima soledad humana, la persona comunicada con lo hondo en su soledad sabe que existe una ultima solitudo que es a la vez la raíz de toda compañía. 5
El mismo San Agustín afirma: "No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad. Y si encontraras mutable a tu propia naturaleza, trasciéndete también a ti mismo". 6 Es en el interior en donde se ilumina quien profundiza en sí mismo. Ahora bien ¿cómo realiza el alma esa iluminación interiorista? Si el ser humano es un animal racional que se sirve de un cuerpo mortal y terrestre, dentro del alma distingue san Agustín la razón inferior, que tiene por objeto el conocimiento de lo mutable sensible y la razón superior, cuyo objeto es la búsqueda de la sabiduría, el conocimiento de lo inteligible, de las ideas, y de Dios: es en esta razón superior cercana a Dios en la que tiene lugar la iluminación. Sin el interiorizarse que nos pone ante Dios andaríamos a ciegas: ”Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo más sumo mío”. 7
Nuestro mundo, con el importante progreso de las técnicas que todo lo visualizan, busca la comunicación por la vista; la información, la imagen directa del acontecimiento en la que se han eliminado las distancias, nos hacen pensar que la realidad sólo nos llega a través de la absoluta transparencia del ver. Ahora bien, la fe no son unos ojos que lo atraviesan y lo ven todo; los ojos de la fe ven, ante todo, en la noche. En medio de su prueba, y por su prueba, Teresa de Lisieux renuncia a este ver todavía adolescente, que le duró hasta la Pascua de 1896, para adentrarse en la auténtica fe, que es siempre un acto, una pasión, que siempre es el deseo de un no creyente que cree.
Teresa no busca caminar de nuevo en la claridad; se ha desecho de todo deseo, y especialmente del deseo de ver; se encuentra a una distancia infinita del éxtasis que anegaría su prueba en un océano de visibilidad, que engulliría en una luz cuyo momento, a sus ojos, es algo ya pasado: Teresa ha superado el tiempo de una fe que sería evidencia.
En otoño de 1896, en una libreta en la que copia otros textos, Teresa transcribe un solo texto bíblico, un pasaje del profeta Isaías: "Si das al hambriento tu pan y sacias el apetito del oprimido, brillará en las tinieblas tu luz, y tus sombras se harán un mediodía". 8 Así, el amor a los que tienen hambre, a los que están afligidos, se convierte, para ella, en luz en medio de la noche. En este otoño de 1896 ha comprendido que lo esencial, para Jesús, para la Iglesia, para todo ser, es amar. Poco importa ver o no ver, poco importa la noche. La fe madura se vive en la prueba del no ver, una prueba que conduce a la única salida posible: la confianza. Bienaventurados los que creen sin haber visto. La fe auténtica no es deudora de una sociedad del espectáculo y no necesita ni recurre a llamativos subterfugios publicitarios.
Teresa ha sido acusada de infantilismo. No hay nada más lejano de la verdad que esto. Mas bien en ella emerge la madurez evangélica: la actitud confiada ante Dios, en los momentos de oscuridad. Su fe, puesta a prueba, no se hunde. Sin gracias extraordinarias, centra la expresión de su amor a Jesús en las pequeñeces de cada día. Para Teresa de Lisieux, la esencia de Dios es el amor, que es la definición más honda y específica que el cristianismo ha logrado de lo divino. Queda atada en la frase joánica: “Dios es amor”, 9 es decir, Dios consiste en amar. Es una frase nuclear, irradiante. Ella sola será capaz de mantener la esperanza del mundo. Aunque comprenderla del todo sea imposible, sí que podemos desentrañarla para entender un poco mejor los caminos de Dios y los del ser humano: Dios es amor, la realidad es amor; ser hombre o mujer es tratar de vivir en el amor. El que Dios sea amor y misericordia es, seguramente, el nucleo de la espiritualidad de Teresa de Lisieux. El Dios que le habían presentado tenía los rasgos de un juez severo, casi vengativo, que no pasaba por alto las ofensas recibidas y que exigía reparación por todas las faltas cometidas, y que parecía que quisiese inclusive el sufrimiento humano... Teresa en poco tiempo cambia radicalmente esta visión y se convierte en la gran anunciadora del amor de Dios, tema central de la revelación del Nuevo Testamento. Efectivamente, Teresa redescubre a partir de su propia experiencia personal la imagen mas auténtica de Dios, la que viene de la Biblia, expresión del amor de Dios manifestado en la historia de la salvación.
Todas las religiones lo han entrevisto de alguna manera. La religión bíblica se orientó, no hacia los rasgos naturalistas, mágicos o animistas de lo sagrado, sino hacia su carácter ético y personal. La experiencia del Éxodo parte ya de un Dios que salva y libera, estableciendo una alianza; es decir, de un Dios que se preocupa por el bien de los hombres y mujeres, los cuales, a su vez, se ven solicitados a observar una conducta recta y honesta. Así, la historia del pueblo de Israel está pautada por recaídas mágicas que a su vez son corregidas por la conciencia de ese Dios ético y salvador de la Alianza.
Lo tremendum de Dios debe ceder terreno continuamente a lo fascinans: el carácter protector, agraciante y salvador de Dios. Oseas logró expresarlo como un amor tan tierno que no sabe castigar: ”¿Cómo podré dejarte, Efraím; entregarte a ti, Israel?... Me da un vuelco el corazón, se me conmueven las entrañas». 10 Y lo grande no está sólo en esa proclamación, sino en su fundamentación: “Que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti. 11 He aquí la auténtica dirección de la diferencia divina: justo porque es ’Dios y no hombre’, porque es ‘el Santo’, no aplasta y condena, sino que se compadece y perdona. Y de ahí la dificultad de nuestra psicología, porque ‘somos hombres y no Dios’, para comprender y creer en ese Dios amante del ser humano. Jesús de Nazaret nos ha posibilitado la superación de un obstáculo que parecía insalvable. Con Jesús culmina, dentro de nuestra tradición bíblica, la captación humana de lo que Dios, desde siempre, quiere ser para nosotros: Abbá o Padre entregado en un amor tan infinito como su mismo ser y que únicarnente espera de nosotros que, comprendiéndolo, nos atrevamos a responderle con la máxima confianza de que sea capaz nuestro corazón.
Cuando Teresa descubre el amor y la misericordia como los rasgos característicos de Dios, a partir de entonces ya no tiene ningún tipo de temor ante Él. Aquí es cuando aparecen en su vocabulario las palabras mas repetidas y más características de su actitud: confianza, amor, abandono. Teresa no se siente juzgada por Dios, sino querida, por esto se da cuenta que Dios no quiere descargar sobre la humanidad su cólera y su justicia, sinó su amor. La justicia de Dios se ha de mirar como una manifestación de su amor y de su misericordia. Después de siglos de jansenismo, el testimonio de Teresa renueva nuestra mirada sobre Dios. Efectivamente, la influencia de la doctrina jansenista, propugnada por Jansenio (1585-1638) a través de su obra Augustinus, publicada dos años después de su muerte, combate de una manera programática la alta estimación de lo humano, ampliamente difundida en la teología escolástica desde el Humanismo y el Renacimiento. Las consecuencias prácticas de este pesimismo antropológico fueron considerables: exigencia del retorno de la Iglesia a la estricta fe y vida primitiva, rigorismo moral hasta llegar, en parte, al rechazo de las artes y más difíciles requisitos para la confesión y la comunión. Como dice Andrés Torres Queiruga, “Dios no ha creado hombres y mujeres religiosos, sino, simple y llanamente, hombres y mujeres humanos. El criterio definitivo es, por tanto, la realización humana. Así podemos afirmar que todo en la vida es divino cuando es verdaderamente humano. Desde la fe en este Dios, resulta absurda una postura negativa ante el mundo o la mínima reticencia ante cualquier progreso humano y, simultáneamente, resulta inaceptable una religión que, mirando al cielo, se desentendiera de la tierra”. 12
Desde Jesús de Nazaret esta afirmación queda radícalizada. La nueva cristología, superando los viejos espiritualismos, afirma cada vez con mayor vigor que Él es el ‘Hijo de Dios’ no a pesar de, sino en su humanidad: tanto más divino cuanto más humano. Jesús, con su libertad a toda prueba, apoyada en el amor; con su entrega sin límites, por realizarse desde los más pobres; sin trampa, por tanto al servicio de los demás; por su acogida incondicional a los débiles, por saberse en las manos del Padre.... Por él hemos ido aprendiendo que la presencia de Dios, su gloria y su gozo se realizan con más plenitud allí donde de modo más verdadero y auténtico se realiza nuestra humanidad.
Esta imagen no encaja con la de un Dios omnipotente, que puede intervenir a capricho e imponerse a la libertad humana. La omnipotencia de Dios no se puede separar de su amor. Dios tiene todo el poder en tanto que es sólo y nada más que amor. Por amor nos llama a la vida y por amor se nos hace presente como salvación. Un ofrecimiento gratuito, que se brinda a la libertad y que pide ser acogido sin contraprestaciones. Así Jesús es Señor en la medida que hace presente a Dios como el que sirve, siempre a favor de sus criaturas y radicalmente a favor de ellas como víctimas.
NOTAS:
1 Cf. J. M. GORDO, Dios, ¿Realidad o ficción?, Barcelona 1999, 17-18
2 Cf. Rm 8, 15-27
3 SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual B 1, 6 , Madrid 1987
4 Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ, Obras completas, Madrid 1987.
5 Cf. C. DIAZ, Soy amado, luego existo, Bilbao 1999, 69-70.
6 SAN AGUSTÍN, Acerca de la verdadera religión, 39, 72
7 SAN AGUSTÍN, Confesiones III, 6, 11
8 Is 58, 10.
9 Jn 4, 8-16
10 Os 11, 8.
11 Os 11, 9
12 Cf. A. TORRES QUIRUGA, “Recuperar los caminos de Dios”, Misión Joven nº 264-265, Madrid 1999, 5-16.
José Luis Vázquez Borau
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld
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NOTICIAS Y COMUNICACIONES
Nº 326–1 de OCTUBRE de 2022
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld
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