EL SILENCIO DE MARÍA
Adviento 2020
por Carmen Herrero
Hablar hoy del silencio, en nuestra sociedad, es algo insólito, un tema de otros tiempos; incluso en la vida religiosa se ha perdido la práctica del silencio. El silencio no se ve como un bien humano, psicológico y sociológico, y menos como una necesidad y un valor espiritual; excepto para algunas minorías que lo buscan y cultivan, porque han comprendido y saboreado su profundidad, su riqueza humana y espiritual. Dice la Sagrada Escritura: “Guarda silencio y yo te enseñaré sabiduría” (Job 33,33). En este tiempo, de Adviento, me he sentido atraída por el silencio de María, deseando aprender de ella a vivir el silencio contemplativo de la Presencia viva en mi interior y en todo lo que me rodea. Desde este silencio deseo vivir el Adviento en toda su profundidad. Adviento es tiempo de espera esperanzada porque Dios se encarna en el seno de una doncella virgen, llamada María. “La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa: «Dios con nosotros»” (Mt 1,23).
El silencio de María es una de las actitudes en las que debemos meditar y profundizar en este tiempo de Adviento. María ha recibido al Verbo en su seno y vive el “adviento de nueve meses” en total silencio y contemplación ante tan gran misterio. Nada tiene que ver con el Adviento que, en general, vivimos los cristianos, tan lleno de folclore y publicidad anunciando una falsa Navidad, muy lejos de festejar y celebrar el sentido de la verdadera Navidad: el nacimiento del Emmanuel, Dios-con-nosotros. La Navidad cristiana en nada se parece a lo que las multinacionales presentan y ofrecen, su marketing fomenta únicamente el consumo muy lejos de favorecer la celebración de la Navidad desde una dimensión de gozo y acción de gracias por el don maravilloso que Dios nos hace al enviarnos a su propio Hijo. “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,1-8).
El silencio de María, en torno a la encarnación del Verbo, está envuelto en la humildad de su corazón, en el amor y la adoración. Nos parecería lo más normal que ella hubiese anunciado, -al menos a las personas más íntimas y queridas-, que el Mesías iba a nacer, que en su seno se había encarnado el Verbo, el Hijo de Dios. Misterio incomprensible para la inteligencia humana, incluso para María y José, su esposo. Sin embargo, María, desde su profunda humildad, guarda silencio, pues comprende que no le corresponde a ella anunciar un tal misterio. María se calla, para dejar que Dios hable. Ella confía y adora. Dios verá el momento y elegirá los instrumentos que él considere oportunos para revelar el misterio de la Encarnación de su Hijo en el seno de una virgen, María de Nazaret.
A José, es el ángel quien se lo revela, en un sueño: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 20,21). Y a Isabel, es el Espíritu Santo, en el encuentro con María quien le hace proclamar: “¡Dios te ha bendecido más que a todas las mujeres, y ha bendecido a tu hijo! ¿Quién soy yo, para que venga a visitarme la madre de mi Señor? Pues tan pronto como oí tu saludo, mi hijo se estremeció de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú por haber creído que han de cumplirse las cosas que el Señor te ha dicho!” (Lc 1,39ss).
María, en el silencio orante cree y espera. En el nacimiento, serán los ángeles los embajadores de anunciar la venida del Hijo de Dios. "Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en la posada. Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban su rebaño -por turno- durante la noche. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: Os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace»” (Lc 2,9-11).
María, desde el anuncio de la Encarnación, vive sumergida en su interior, envuelta en un silencio de gratitud y adoración; y apenas nacido el niño, la vemos silenciosa y maravillada ante lo sucedido: “El Hijo de Dios hecho hombre”. Y en este silencio contemplativo transcurre toda su vida. Para María, el silencio es una actitud interior constante. El silencio de María no consiste en la ausencia de palabras, sino en la presencia de Dios. María acoge y contempla a Dios encarnado en ella. Podríamos decir que dos son las razones del silencio de María: la necesidad de interiorizar el misterio que le habita: Dios hecho Hombre en su propio seno, y el deseo de acoger este gran misterio desde el amor que ella, criatura humana, es capaz de dar a su Creador. Estas dos razones derivan de la fe y de la humildad de María. Ella, la predilecta del Padre, la amada y elegida, se sumerge en ese silencio amoroso, como el mejor signo de agradecimiento al don que ha recibido del Padre. Pensemos que el silencio es el lenguaje del más puro amor, la intimidad más profunda se realiza siempre en silencio. El silencio en compañía es lo que mejor expresa el amor. Por esto, ante esta realidad, toda palabra es inútil, y María guarda silencio para entrar en ella misma y desde su más profundo centro vivir bajo la acción de Dios el misterio de la maternidad divina.
María sabe que la Encarnación de Dios es para todos, que ella solamente es el instrumento que Dios ha elegido. Por eso quiere eclipsarse en el silencio, para dejar todo el protagonismo a Dios hecho Hombre, para que los hombres vean, ante todo, a Jesús y le reconozcan como el Hijo de Dios, el Salvador. María queda en la penumbra para que Jesús resplandezca; él que es la luz del mundo, el centro, la atracción de todos los hombres y de todos los pueblos. El silencio y olvido de sí van muy unidos. María se olvida totalmente de ella misma para mostrarnos a su hijo salido de sus entrañas: Jesús. La iconografía pone muy de relieve este gesto de María mostrando en primer plano a Jesús, en una postura de entrega, ella siempre se queda en segundo plano.
En nuestra vida espiritual, el silencio interior y el olvido de sí, unido a la humildad, deberían ser una meta a alcanzar, sabiendo desaparecer para que Jesús se haga más visible en el mundo a través de nuestra vida. Nuestra vida es la que realmente debe manifestar a Jesús. Esto conlleva una gran exigencia que solamente podremos vivir desde la dimensión contemplativa que nos sumerge en la adoración, dejando el protagonismo personal para darle todo el protagonismo al Hijo de Dios, como lo hizo María.
Si realmente este Adviento llegamos a comprender y gustar el silencio, viviremos con gozo el tiempo de espera; porque el silencio no es ausencia de palabras, sino presencia de Dios en nuestro corazón. Adviento no es solamente un tiempo determinado, sino una disposición permanente del interior del corazón. Cuando se vive esta presencia, también se vive en armonía, en el gozo que produce el encuentro con el ser amado; de alguna manara participamos de ese gozo de María que le hizo permanecer siempre como mujer serena ante todos los acontecimientos de su vida. “Vuestra fuerza está en el silencio” (Is 30,15).
María, en este tiempo del Adviento, te llamamos Madre de la Esperanza, porque tú das al mundo al Hijo de Dios, enviado para la salvación de quienes realmente lo acogen en su corazón y se dejan salvar por su gran amor. Te pedimos intercedas por tus hijos e hijas, para obtener el don del silencio, la fuerza para oponernos a la corriente moderna del ruido estresante, de las palabras vacías y sin sentido; y concédenos la capacidad de escuchar a Jesús, el único que realmente puede decirnos palabras de vida eterna.
El silencio es la bella melodía del Espíritu.
La música callada de tu alma.
¡Escúchalo!
Sor Carmen Herrero Martínez, F.m.j
Fraternidad monástica de Jerusalen
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