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martes, 24 de abril de 2018

RECENSIÓN: LA CORRUPCIÓN NO SE PERDONA. EL PECADO ESTRUCTURAL EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO

RECENSIÓN: LA CORRUPCIÓN NO SE PERDONA. EL PECADO ESTRUCTURAL EN LA IGLESIA Y EN EL MUNDO.

por Francisco Henares Díaz

Pérez Andreo, Bernardo, La corrupción no se perdona. El pecado estructural en la Iglesia y en el mundo. Ed. PPC, Madrid 2017, 155 pp, 19 x 12 cm. 

Dice Bernardo que la corrupción es “ubicua y persistente”. Solo por eso ya sería de temer. Hay que añadir, por tanto, que cuanto más lo es, menos la ves. Salen nombres, ciertamente, y muchas veces quedan absueltos (por supuesto sin devolver el dinero), pero la verdad es que tarde se les ve la cara. Todo es ignoto, y lo es porque se ha estructurado para que no se sepa y así se haga tapial. Nadie podrá enterarse. Y ¿qué opina un filósofo y teólogo como este autor, viendo venirle las cosas encima? Se dedica a dos cosas de valía: una, argumentar para convencer; otra, desmenuzar para ver en carne viva. Se dedica, en efecto, a hablar claro y sin pelos en la lengua. Ya querríamos comprobar esto en la vida eclesial y en el desvivirse político. Dos cosas juntas (argumentar, desmenuzar) he dicho, porque si tienes una sola pata del banco, lo normal es que te caigas para atrás del susto. De todos modos, un teólogo, obligatoriamente, tiene que bucear en la Biblia, si quiere fundamento. Ese es el primer capítulo aquí: Corrupción y Biblia (23-58). Israel, Pueblo de Dios no está exento de la gusanera. La crítica en el Pentateuco se revela en las leyes contra los avaros y la avaricia. Sean los que fueren los redactores de los Cinco Libros, lo palmario es cómo allí se hace una relectura siempre sobre el pasado mirando al presente. El Espíritu, mediando el redactor, escudriña. He ahí la Palabra: el Dios de Israel es escudriñador, no traga que le den gato por liebre, siendo Dios precisamente quien ama a su pueblo. Dejar a éste a su aire, sería un desamor. Esa es la razón de la profecía. El profeta está para hablar en nombre de Dios. Su misión, además, es enfrentarse a los falsos profetas. Betel es el Holliwood de la falsía profética. El poder los compra, y ellos se alían al poder. La falsía sabe estructurarse. Amós pone a hablar a Yahvé, y éste canta rápido lo que quiere: no holocaustos, no oblaciones, no novillos cebados (Am. 5, 21-24). Los ayuntamientos del culto con una cultura de poder, los huele Dios a distancia. Las estructuras se cuecen, bien con la monarquía, bien con el templo. Un haz de corrupciones, expresan los profetas. Acierta Bernardo trayendo a escena el Qohelet (Eclesiastés), siglos después del Pentateuco. Se pinta ahí a un creyente derrotado, un existencialista, que es consciente y se atreve a decirse: “en la sede del derecho, el delito; en el tribunal de la justicia, la inequidad”. Hasta piensa que si no hubiera existido le sería un alivio: el de no haber visto maldades (Qo, 4, 13). Doloroso en verdad, porque al menos los profetas clamaban que Dios no consentía, y además proyectaban caminos de salvación y esperanza. Más todavía, la irrupción del Acontecimiento Jesucristo chocará contra la corrupción estructurada. Irrupción de los planes salvíficos del Padre Dios frente a la telaraña de los hombres. He ahí las estructuras del Imperio Romano y las de las élites judías que colaboran con el Imperio. Los redactores de los evangelios son muy conscientes de ese tamdem, denunciado por el Señor Jesús. La crítica de éste se ayunta perfecta con la de los profetas bíblicos. La defensa de los pobres y el desafío a los ricos es una evidencia. El templo se había convertido en cueva de ladrones. Jesús iba al templo, oraba en él, pero no era de una casta sacerdotal, no era hombre de templo, era seglar de a pie. Sabía de qué hablaba. Escribe Bernardo: “Jesús al entrar y destruir el templo está actuando directamente contra la estructura sistémica de corrupción” (47). Sin embargo – como en los profetas- el principio esperanza está ahí vivo. No olvidemos que antes del ¡Ay de vosotros! (Lc. 6, 24-26) Lucas ha colocado las Bienaventuranzas. Quizás se nos pasa también que cuando Jesús critica a los poderosos no es solo porque lo sean, sino porque ayudan (por la cuenta que les trae) a los ricos. Con lo cual la estructura de asfixia se multiplica. La Carta de Santiago (5, 1-6) era de esperar aquí, y así acontece. En cambio, es la Carta a los Romanos, la que nos obliga a profundizaciones a las que estamos menos acostumbrados. Que aparezcan escritos ahora de J. F Crossan-J.L. Reed y de Elsa Támez y los tenga Bernardo para seguimiento, es búsqueda de luces. Se trata de observar que en Pablo el pecado no es solo personal, sino sistémico. El apóstol rompe con la teología que se hace en el Imperio y en Israel. Dios no es solo el omnipotente y la Teología de la Potencia, sino el misericordioso. Frente al pecado como tapial, la Gracia, pero no leída individualmente por fuerza. Se explica el por qué: “Aunque quieran remediar sus pecados personales, el pecado estructural no les deja.” (55). El capítulo segundo, Corrupción de este mundo y paradigma neoliberal globalizado, es tema bienquisto del autor. Basta consultar dos de sus libros recientes (La sociedad del escándalo; y No podéis servir a dos amos). Se abren ventanas, pues, para más visión y más brisa. La globalización que nos quema se basa en la desigualdad y corrupción y existe una relación dialéctica entre ambas. Para demostrarlo asistimos ahora a unas páginas de datos elocuentes. Tal a como es religión sin nombrarse, tal globalización es idólatra. Ahí se reboza la Idolatría de Mercado, es decir, el sistema puro y duro. En el capítulo tercero, en un puñado de páginas, se aterriza en España. No somos distintos acá. Al revés, somos deplorable espejo mundial antes de la crisis, en la crisis, y después de la crisis. La salida no es por ahí, cantaba hace unos años Ana Belén. Los dos capítulos cumbres, por sus extensión, son el primero y el cuarto y último. Se titula éste La Iglesia y la corrupción (105-144). Creo que es el más audaz de todos los capítulos, por la cercanía, merced a ser profesor de Teología el autor, y merced también a su actitud profética. De entrada, se pregunta si la corrupción nos viene de lejos, en concreto de la era constantiniana. ¿Por qué es pregunta, si parece un tópico afirmarlo cada vez que se suscita el tema? Porque hoy los tiros van en otra dirección más profundizada (Véase Veyne y P. Prodi). El Constantinismo no puede negarse, pero siempre que se admita que antes de él ya hay cimientos estructurales en la Iglesia de tal laya. Algunos profesores de Historia antigua de la Iglesia hemos explicado que ya en el siglo II existen procesos de ósmosis entre Imperio e Iglesia, y va apareciendo un clericato que hace lo propio, bien por el Imperio, bien por el Templo con su sacerdocio. Hablamos de sistemas de poder, y de selección con privilegios, a saber, que cada vez más se va pareciendo a la multipotencia y omnipresencia del Imperio. Que esto es así lo declara el clericalismo creciente, muy antiguamente presente. Sé que las páginas 130-135 no gustarán a más de uno, pero son teológicas e históricas. Concretamente, porque de algún modo el sacerdocio de los fieles (que no ha sido nunca estructura, ni tapial, sino donación de Cristo único Sacerdote) se ve bien pronto enterrado por el poder clerical, o al menos aceptado éste por los fieles. Lo cual es ya demasiado entierro. Una clerecía que es única portadora de los sacramentos, y de la Palabra en público, y de los puestos de dirección eclesiales, no deja sitio a nadie. A todas estas actitudes-paradigmas le cuadra la expresión del Papa Francisco cuando las tilda con razón de mundanidad espiritual. Digamos ya que ese capítulo cuarto está lleno de citas de este Papa. La expresión mentada procede de la Evangelii Gaudium, y ésta lo toma de Henry de Lubac, un teólogo jesuita que sufrió lo suyo de parte de la Curia Romana. El número 94 de la Exhortación papal citada nos avisa de dos maneras de esa mundanidad espiritual: una, que el “sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos”. Otra: confiar solo en las propias fuerzas y sentirse superiores a los demás “por cumplir determinadas normas, o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado”. Y aquí necesito ponderar los atrevimientos de Bernardo, que no son tantos como algún contradictor desearía. Primero, porque este capítulo cuarto está fundamentado en el Papa Francisco. Segundo, porque todo lo que venimos contando (de contar, recontar, repesar, de hacer romana) tiene apoyaturas de mucho peso. Huir, pues, de simonías, o moral sexual, o pederastia, y no por las excepciones, sino por la extensión que se enroca con estructuras dañadas bajo ocultaciones, o simplemente porque se viven modos de vida moral insanos. “Existe la sensación de que la institución estaba más preocupada por salvar el sacramento y al sacerdote que a las víctimas”, dice Bernardo (125). Otro tema que por aquí corre va aliado a la sexualidad del mismo matrimonio, que ha defendido, con no mucho tino, como primer principio la procreación, en vez de la unión conyugal y el amor que hace de dos protagonistas una piña para cuidarse, formarse, renovarse entre sí como punto clave y sacramento. El anillo de oro (L´Annau d´or) se llama Alianza por algo. Y acabo enseguida: puesto que los apoyos son en el Papa, Bernardo saca a escena el discurso a la Curia del 22-12-2014. Lo que se ha llamado Los 15 males de la Curia. Dije al principio que Bernardo era valiente. Con decir tanto me parece poco, porque se es valiente si uno se basa en autoridades. Felicito a nuestro autor por una razón sencilla: veo pocos libros (y más si son de profesores) que te hagan llevar al barco-Iglesia a carenarlo, puesto que en los dos mil años de historia se le han pegado muchas costras que suturan y es preciso limpiar (Juan XXIII dixit). Carenar es lavar, limpiar y curar como el bautismo. Por tanto, urge ser peregrino ligero de equipaje, es decir, ser pobre y con los pobres para aguantar la ruta. Gracias Bernardo por las bufetas que nos salen. Ya nos curaremos. Y gracias por el prólogo de Xabier Pikaza que dice: “La corrupción en sí no se perdona, porque es un pecado estructural y está ligado a un sistema injusto, que la Biblia llama satánico, identificándolo con las bestias a las que Apocalipsis 13 manda sin más al infierno”. 

Francisco Henares Díaz 
Profesor de Ecumenismo, Murcia


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