Esperanza para el mundo
por Hno. Alois, prior de Taizé.
"Jesucristo, tú has sufrido y has dado tu vida para que cada ser humano pueda saberse amado por Dios. Por ti lo descubrimos: nada puede separarnos del amor de Dios. Tú nos confías esta certeza del Evangelio que nos reúne en una sola comunión. Concédenos, donde quiera que vivamos, estar atentos a la comunión de tu Iglesia"
El Evangelio de Pascua nos habla de una mujer, María Magdalena, que llora desconcertada, como si la muerte de Jesús hubiera sellado el fracaso de todas sus esperanzas (Juan 20,11-18). Sin embargo, mientras que los apóstoles de Jesús se habían encerrado por miedo, ella va al sepulcro. Este gesto expresa no solamente su duelo, sino también una espera, por muy confusa que fuera. Es la espera de un amor que ni el sufrimiento más grande puede borrar completamente.
Entonces, Jesús, el Resucitado, viene hacia ella. Y lo hace de una forma inesperada, no triunfalmente, sino tan humildemente que ella no lo reconoce, lo toma por el jardinero.
Y Jesús la la llama por su nombre: "María", y esto lo cambia todo. María reconoce en su corazón la voz de Jesús. Ella se vuelve hacia Él y le dice: "Rabuní, Señor" Una vida nueva comienza en ella, tiene la confianza. de que Jesús está cerca, aunque su presencia es ahora diferente. Después, el Resucitado la envía:"¡Ve a mis hermanos y diles que he resucitado!". Su vida tiene un nuevo sentido, tiene una misión que cumplir.
También en nosotros, como en María Magdalena, existe una espera, a menudo, de preguntas no resueltas. Experimentamos esta espera, a veces, como una ausencia o como un vacío. La manifestamos, quizá, por un grito de angustia o, sin palabras, por un simple suspiro. Así, nuestro ser comienza a abrirse a Dios. Es la espera de una comunión que, aunque confusa, nos hace vivir ya de la confianza en Dios.
Y Cristo nos llama por nuestro nombre. Él nos conoce a cada uno personalmente. Nos dice: "Ve hacia mis hermanos y mis hermanas, diles que he resucitado. Transmite mi amor con tu vida". En este tiempo en el que hay tantas personas desorientadas, es importante que algunos avancen valientemente por el camino de la fe y del amor. El coraje de María Magdalena nos estimula. Ella, una mujer sola, se atreve a ir a los apóstoles de Jesús para decirles lo increíble: "¡Cristo ha resucitado!". Ella sabe transmitir con su vida el amor de Dios.
Cada una y cada uno de nosotros puede comunicar esta confianza en Cristo. Y ocurre algo sorprendente: transmitiendo el misterio de la Resurrección de Cristo lo comprendemos cada vez mejor. Así, este misterio se vuelve esencia en nuestra existencia, puede transformar nuestra vida.
"Pero ¿cómo expresar este misterio? Para los discípulos de Jesús, su resurrección, supuso tal novedad que se quedaron sin palabras. Y, sin embargo, se atrevieron a buscar la manera de comunicar lo indecible: Cristo ha amado y ha perdonado hasta el final. En el corazón de la creación destrozada, Él es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, promesa de una nueva creación. Su amor ha sido más fuerte que la muerte, ha roto el círculo infernal de la violencia, ha resucitado, por el Espíritu Santo está presente. Ahí está la fuente de una esperanza más allá de toda esperanza.
Al final de la primera carta que dirige a los creyentes de Corinto, Pablo habla de la resurrección, retomando las palabras que los primeros cristianos ya habían formulado antes que él: "Os he transmitido lo que yo mismo he recibido: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado,,, que resucitó al tercer día conforme a las Escrituras, que se apareció a Pedro, después a los Doce". (1 Cor 15)
Como Pablo, podemos apoyarnos en la fe de los cristianos que nos han precedido. Estando solo, es difícil creer en la resurrección. Es mediante la experiencia de la comunión de todos los cristianos, de toda la iglesia, como florece nuestra fe.
¿Cómo renovar en nuestra vida diaria esta comunión personal con el Resucitado siempre presente? Cuando leemos las palabras del Evangelio, es a Él a quien encontramos. En la Eucaristía, es el don de su vida lo que recibimos. Cuando nos reunimos en su nombre, Él está en medio de nosotros. Y existe esa sorprendente manera por la que viene a nosotros: Él está también presente en aquellos que nos son confiados, sobre todo en los más pobres. "Tuve hambre y me disteis de comer; fui extranjero y me acogisteis" (Mt 25, 35)
Un día visitaba a los hermanos de nuestra comunidad que viven en una ciudad al nordeste de Brasil. Desde hace años comparten la vida de un vecindario muy pobre. Ellos acogen a niños y a jóvenes, algunos de ellos sordomudos y ciegos. Unos de estos jóvenes captó mi atención: era ciego y su rostro estaba completamente desfigurado, hasta el punto de que era difícil mirarlo durante mucho tiempo. De repente, con voz firme, este ciego cantó: "¡ Veo a Dios! Veo a Dios en la risa de un niño. Veo a Dios en el sonido de las olas del mar. veo a Dios en la mano que se da al pobre..." Su canto estaba lleno de vida y esperanza, era como un canto de resurrección.
Hoy son cada vez más numerosos los que tienen dificultades para creer en la resurrección. Creer en Cristo, creer en su presencia, aún cuando sea invisible, creer que, por el Espíritu Santo, el actúa en el mundo y habita en nuestros corazones, es el riesgo al que la fiesta de Pascua nos invita. Así, la resurrección de Cristo da un nuevo sentido a nuestra vida y despierta también una esperanza para el mundo.
Esta esperanza es muy creativa. Sin ella, el desaliento se convierte en una verdadera tentación. Ella nos protege de la resignación ante el futuro incierto del mundo e incluso de toda la creación.
Frente al sufrimiento, la violencia, la explotación, fluye del Evangelio una esperanza nueva. No dejemos que se embarranque. ¿Nos dejaremos tocar por la presencia del Resucitado que está al lado de cada una y cada uno de nosotros?
"Jesucristo, tú has vencido a la muerte y, por el Espíritu Santo, estás al lado de cada uno de nosotros. Tú nos preservas del desaliento y nos llenas de esperanza. Así, aunque nuestra fe sea pequeña, nos atreveremos a decir con nuestra vida: ¡Cristo ha resucitado!"
El hermano Alois, prior de Taizé
El hermano Alois (Alois Loeser) nacó el 11 de junio de 1954 en Baviera, se crió en Stuttgart. Sus padres nacieron y se criaron en lo que entonces era Checoslovaquia. De origen alemán, de nacionalidad francesa desde 1984, católico.
Después de varias estancias en Taizé, se quedó como joven voluntario, en los años 1973-1974 para participar en la acogida a los jóvenes durante varios meses antes de recibir la vestimenta de oración de la comunidad en 1974. Hizo el comprmiso para toda la vida en la comunidad en el 06 de agosto de 1978. Siempre ha vivido en Taizé desde esa fecha.
Como hermano ha consagrado mucho tiempo a la escucha y al acompañamiento de los jóvenes.
Hasta la caída del muro de Berlín realizó muchos viajes en los países de Europa central y oriental con el fin de apoyar a los cristianos de esos países, entonces bajo la influencia soviética.
Antes de ser el prior de Taizé, el hermano Alois ha coordinado la organización de los encuentros internacionales en Taizé y encuentros europeos en varias metrópolis de Europa.
Además de interesarse por la música y la liturgia, ha preparado la publicación de un nuevo libro de oración de la comunidad «Oraciones para cada día» y ha compuesto varios de los cantos de Taizé
Conforme a la regla de Taizé que había publicado en 1953, el hermano Roger lo designó, con el acuerdo de los hermanos, como sucesor durante el consejo de los hermanos de enero de 1998. El hermano Roger, muy cansado por el peso de los años, había anunciado a la comunidad, en enero de 2005, que el hermano Alois comenzaría este año su ministerio.
El hermano Alois se convirtió en prior de la comunidad al momento de la muerte del hermano Roger, el 16 de agosto de 2005.
ARTÍCULO PUBLICADO EN:
BOLETÍN ECUMÉNICO COMUNIDADF HOREB CARLOS DE FOUCAULD
Boletín nº 93. Abril de 2018.
¡Jo!
ResponderEliminar¡Qué bonito!
Nacho