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miércoles, 11 de junio de 2014

Reflexiones sobre Ecumenismo


¿Hacia la necesaria unidad? 
Una reflexión en torno al ecumenismo

por Máximo García Ruiz











MÁXIMO GARCÍA RUIZ, es licenciado en Teología y doctor en Teología, licenciado en Sociologia. Presidente del Consejo Evangélico de Madrid. Rector del Instituto Superior de Estudios Teológicos de España, miembro de la Asociación de Teólogos Juan XXIII y de la Asociación de Teólogos Usoz y Río. Profesor, entre otras materias, de sociología y de religiones comparadas.


La portada del semanario católico Alfa y Omega del número correspondiente al 29 de mayo del año en curso, cuya entrega se lleva a cabo como encarte del diario ABC, titula el reportaje publicado con ocasión de la visita del obispo de Roma a Palestina e Israel como “un nuevo paso hacia la necesaria unidad”. Fruto de ese mismo viaje es el abrazo cuya imagen ha dado la vuelta al mundo entre el papa Francisco, el rabino Abraham Skorka (viejo amigo del cardenal Bergoglio) y un representante del mundo islámico, Omar Abboud, los tres argentinos. Un viaje, el del papa, repleto de signos, siguiendo la tónica que caracteriza su aún joven pontificado. Gestos inesperados en muchos casos y sorprendentes casi siempre, que han despertado temores en los sectores más reaccionarios de la Iglesia católica y esperanza de cambios no solamente en amplias esferas del catolicismo sino en otros ámbitos religiosos. Tres tradiciones religiosas con un tronco común. Otro abrazo, en este caso seguido de un acto simbólico, fue el de besar ambos la losa de la unción en el conocido como Santo Sepulcro de Jerusalén, que muestra al papa con el patriarca Bartolomé I de Constantinopla postrados de rodillas.

Hubo más abrazos en el viaje del papa, aunque estos de carácter político: con el presidente de Israel, Simón Péres y con Abu Mazón, presidente de la Autoridad Palestina. Decir que Jerusalén es “la ciudad de paz de las tres religiones”, no pasa de ser una ilusión, un deseo, un símbolo, un eufemismo, pero vale como reclamo, como referente, como anhelo.

El lenguaje de Alfa y Omega, para consumo interno, sigue utilizando el término “hermano separado” al referirse al patriarca Bartolomé y, cuando quiere hacer referencia a que en el lugar del encuentro había cristianos de identidad protestante, lo despacha diciendo simplemente “otras confesiones”. El patriarca Bartolomé es nada menos que el representante de del Patriarcado de Constantinopla, uno de los cinco patriarcados que dieron consistencia a la Iglesia Universal, compartiendo o alternando con el obispo de Roma, según la época, la primacía espiritual de los primeros siglos de unión conciliar, hasta que la soberbia del papa fue arrogándose progresivamente una jerarquía que nadie le había adjudicado, incluso haciendo uso de documentos falsos y modificando el sentido de la historia, y se produjo (año 1054) el rompimiento conciliar, el Cisma entre Oriente y Occidente, originándose la mutua excomunión entre Roma y los patriarcados ortodoxos.

Jamás la Iglesia de Roma ostentó una jerarquía sobre los otros patriarcados. Ni tampoco las iglesias ortodoxas se separaron de Roma, porque nunca estuvieron unidas a ella en razón de dependencia; sí hubo, desde el Concilio de Nicea (año 325) hasta 1054, una relación fraternal bajo la autoridad de los concilios ecuménicos, auspiciados y convocados por los emperadores y no por ninguno de los obispos o patriarcas de la Iglesia, si bien se celebraron, todos ellos, en el ámbito geográfico y social de Oriente, cuyos dirigentes y teólogos más conspicuos pertenecieron, precisamente, a las iglesias ortodoxos. A partir de entonces, comenzando con los concilios de Letrán y terminando con el Vaticano II, ninguno de dichos encuentros ha tenido la categoría de ecuménico, puesto que no han sido convocados por el conjunto de las iglesias cristianas; se trata de concilios o sínodos parciales. Tal vez algún día se convoque un genuino Concilio Ecuménico, en el que puedan participar, en pie de igualdad, las diferentes ramas del Cristianismo. Y si del protestantismo se trata, ciertamente es una rama, una escisión de la Iglesia Occidental, pero sin perder de vista que se ha convertido en un conjunto de iglesias que han alcanzado madurez, autonomía y status suficiente como para ser respetadas y valoradas en lo que son y significan en el marco de la Iglesia universal.

Otro tema es el asunto de la unidad. El Concilio Vaticano II, bajo el paraguas del aggiornamiento propuesto por Juan XXIII y el ejemplo del Consejo Mundial de Iglesias, rescata el término ecumenismo y propone “la unidad de los cristianos”. El mismo concilio decide reconocer la categoría de “iglesia” a las de confesión ortodoxa y, en cierta medida a la anglicana, y las invita directamente a “volver” al seno de la “iglesia verdadera”; y en lo que atañe a las de extracción reformada, a las que les adjudica el término de “hermanos separados”, integrados en comunidades, asociaciones, etcétera, para no reconocerles la categoría de iglesia, les anuncia que su “regreso” ha de ser incondicional, ya que extra ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), rememorando una bula (Unam Sanctam) del papa Bonifacio VIII (año 1302) que sería ratificada por el IV Concilio de Letrán y, últimamente, por el Vaticano II, dando por supuesto que la Iglesia es la católico-romana.

¿Qué significa entonces eso de la “unidad de los cristianos”; más aún, la “necesaria unidad de los cristianos”? Hay un mandato evangélico al respecto. Lo establece el mismo Jesús en su oración sacerdotal: “que sean uno” (cfr. Juan cap. 17). Y el apóstol Pablo insta a los cristianos de Corinto a “que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros disensiones” (cfr. 1ª Cor. 1:10). Pero ni en esos ni en ningún otro pasaje, ni en la trayectoria primigenia de la Iglesia, se percibe un empeño en ser estructuralmente una institución monolítica. La unidad que se solicita, es una unidad de propósito, una unidad espiritual, una fraternidad en la diversidad, tal y como la entendieron las iglesias apostólicas que, llegado el momento, ante la necesidad de poner en orden algunos conceptos teológicos y atender las necesidades de algunos colectivos de creyentes, convocan el llamado Concilio de Jerusalén bajo la presidencia de Santiago (cfr. capítulo 15 del libro de los Hechos de los Apóstoles), sin que de dicho concilio surgiera una autoridad universal; y esa es la pauta seguida ya en el siglo cuarto, cuando las iglesias han crecido y se han extendido por el Imperio, al integrarse en un primer concilio, el de Nicea, seguido de otros seis más bajo la dirección del Espíritu Santo, en los que si alguna jerarquía había era la del emperador y tan solo para garantizar el orden. La autoridad la ostentaban los teólogos y los obispos de mayor prestigio.

Hay, sin duda alguna, mucho espacio para la unidad de los cristianos. Unidad en la diversidad. Unidad de fe, unidad de muchos de sus ministerios y diversidad en la estructura eclesial, en determinados énfasis doctrinales. En ningún caso absorción de una determinada iglesia del resto, pretendiendo un mandato o una herencia apostólica que en manera alguna tiene soporte bíblico o en la Patrística, ni responde al espíritu que se desprende de los Evangelios.


Fuente:
http://www.lupaprotestante.com/





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