LA LLAMARADA ECUMÉNICA DE PENTECOSTÉS
Un artículo de Pedro Langa Aguilar, Teólogo y Ecumenista.
El hemisferio sur, también llamado austral o meridional, es una de las divisiones geodésicas de nuestro planeta. En él se celebra con especial relieve el Septenario de Pentecostés, cuya dimensión ecuménica viene a ser el equivalente a la Semana de oración por la unidad de los cristianos que en el hemisferio norte celebramos del 18 al 25 de enero. El hemisferio norte, siendo así, pone su acento en un ecumenismo de conversión: más que Semana, es un Octavario que se clausura con la conversión de san Pablo. El hemisferio sur, en cambio, acentúa más el ecumenismo de comunión: su remate no es otro que la eclosión de la llamarada ecuménica de Pentecostés. Ambos, en el fondo, derivan del océano de unidad que es el amor de Dios, cuyo singular protagonismo pertenece al Espíritu Santo.
En las maravillas de Pentecostés confluyen el Don del Espíritu Santo a los Apóstoles, el origen de la Iglesia y el comienzo de su misión evangelizadora. Revive así la Iglesia en esa Pneumatofanía lo que aconteció en sus orígenes, cuando los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, “íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hch 1,14). Para nosotros los cristianos, el mundo es fruto de un acto de amor de Dios, que hizo todas las cosas y del que Él se alegra porque es “algo bueno”, “algo muy bueno”, como nos recuerda el relato de la Creación (cf. Gn 1,1 - 31). Por ello Dios no es el absolutamente Otro, innombrable y oscuro. Dios se revela y tiene un rostro. Es amor. Es belleza.
Cuando san Lucas habla de lenguas de fuego para representar al Espíritu Santo y acumula junto al Cenáculo gentes venidas de toda la tierra (Ecumene) está en el fondo dando a entender que Pentecostés resulta Anti-Babel (o sea el antídoto contra la confusión de lenguas), pero también es la Ecumene (al beneficiarse de su efusión gentes de todo los pueblos). El acontecimiento de Pentecostés, por eso, es también la eclosión de la catolicidad de la Iglesia. Lo cual viene a indicarnos, según la teología, que la Iglesia es católica desde el primer momento. Dicho de otro modo: que su universalidad no es fruto, o consecuencia según se quiera, de la inclusión sucesiva de diversas comunidades. Desde el primer instante, de hecho, el Espíritu Santo la creó Iglesia de todos los pueblos; abraza al mundo entero, supera todas las fronteras de raza, pueblos y naciones; abate las barreras todas y une a los hombres en la profesión del Dios uno y trino. Desde el principio, en definitiva, la Iglesia es una, santa, católica y apostólica: esta es su verdadera naturaleza y como tal debe ser reconocida. Es santa no precisamente gracias a la capacidad de sus miembros, sino porque Dios mismo, con su Espíritu, la crea, la purifica y la santifica siempre. En Pentecostés, por tanto, somos convocados a un acto de esa fe que nos empuja a evangelizar, a difundir por doquier las maravillas de la Pascua. Cuando Jesús resucitado se aparecía a sus discípulos, estos se llenaban de alegría. También nosotros hemos de rezar suplicando el Don de su divina presencia y tendremos así el don más bello: su alegría, la cual, a la postre, no es sino el sentimiento de plenitud que en nuestros corazones infunde la solemnidad de Pentecostés.
La experiencia del Espíritu, por otra parte, nos emplaza el día de Pentecostés ante el Cenáculo. El Espíritu encontró allí a la Comunidad de Jerusalén unida en oración. Se abrió camino entonces la misión universal de la Iglesia. El Espíritu Santo, si bien se mira, trabaja por la unidad de la Iglesia de dos maneras: empujándola hacia fuera, para abrazar a un número siempre mayor de personas; y disponiendo su apertura interna, para consolidar la unidad alcanzada. Doble movimiento, pues: extenso e intenso; centrípeto y centrífugo. De sístole y de diástole. «Si queréis recibir la vida del Espíritu Santo –predicará san Agustín-, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad» (Sermón 267, 4).
Cabe recordar igualmente las dos visiones del mismo evento del Espíritu Santo por cuyo medio se difunde la caridad en nuestros corazones. La de Juan. Y la de Lucas. Pueril sería minimizar su interés por detalles nimios. Lo que de veras importa es asumir:
1) Que Pentecostés fue Don para todos los pueblos, lo cual, traducido a eclesiología ecuménica, equivale a decir Don para todos los hijos de Dios;
2) Que fue Don de unidad y concordia, con lo cual se ve de qué puede ir la cosa en el ecumenismo; y, en fin,
3) Que fue igualmente Don de diversidad: en Pentecostés no fue abolida la multiplicidad. Lo más hermoso de la Iglesia es ser unidad en la diversidad.
Suele decirse, y es cierto, que en la variedad está la belleza. Ingente labor es esta, que requiere de nosotros, a todos los efectos, un adiestramiento incesante. Ni olvidos, pues, ni desentendimientos del mundo. Precisamente el diálogo facilita el diario encuentro con personas de distinta ideología e incluso Iglesias, aunque cada una embarcada, eso sí, en la proeza de restablecer la unidad (Unitatis redintegratio). Para el verdadero ecumenista no hay fronteras que valga y todo ha de ser dialogar para conocerse, entenderse y amarse en pos de la unión de plenitud. El ecumenista que se precie de serlo debe medir el más mínimo detalle en su comportamiento eclesial, consciente de ser para quienes a él acudan un corazón volcado en Dios, amigo de lo sobrenatural y fiel reflejo del Espíritu Septiforme. La oración hará el milagro.
Ni siquiera su debilidad estriba sólo en las cosas por las que ora, sino ante todo, en la actitud con que ora. La Biblia es en ello el mejor taller oracional, donde el Espíritu intercede por nosotros sin estrépito. Inspiró sus páginas. Y sus oraciones, bellísimas por cierto. De ahí que personajes bíblicos como Abrahán, Moisés, Jeremías, la Virgen María, los Apóstoles sean insuperables. Impresionan por su fe. Arrastran con su ardimiento. Cautivan desde su delicada sencillez. Dios, para ellos, siempre es Dios. De pie o de rodillas ante Jesús, el ecumenista siente su respiración contenida, pone sus manos trémulas entre las suyas. Presa quizás del sueño, como los predilectos en Getsemaní, acaba ganado por la viveza de sus ojos, el calor de sus palabras y la suavidad de sus gestos. Comprende que la oración del Espíritu enseña sobre todo que lo más importante al orar no es lo que se dice, sino ante todo lo que uno es.
Ni siquiera su debilidad estriba sólo en las cosas por las que ora, sino ante todo, en la actitud con que ora. La Biblia es en ello el mejor taller oracional, donde el Espíritu intercede por nosotros sin estrépito. Inspiró sus páginas. Y sus oraciones, bellísimas por cierto. De ahí que personajes bíblicos como Abrahán, Moisés, Jeremías, la Virgen María, los Apóstoles sean insuperables. Impresionan por su fe. Arrastran con su ardimiento. Cautivan desde su delicada sencillez. Dios, para ellos, siempre es Dios. De pie o de rodillas ante Jesús, el ecumenista siente su respiración contenida, pone sus manos trémulas entre las suyas. Presa quizás del sueño, como los predilectos en Getsemaní, acaba ganado por la viveza de sus ojos, el calor de sus palabras y la suavidad de sus gestos. Comprende que la oración del Espíritu enseña sobre todo que lo más importante al orar no es lo que se dice, sino ante todo lo que uno es.
Arde sin consumirse el Pentecostés del ecumenismo, cuyo Espíritu Santo se nos allega corazón adentro para reunir a la Iglesia de Dios por todo el orbe de la tierra. En esta hora de laicismo rancio, de sociedad fría y descristianizada, extrovertida y proteica, urge que evangelicemos siendo ecumenistas por encima de razas, culturas y religiones. Si los cristianos no trabajan unidos será imposible que convenzan al mundo. El ecumenista, por eso, está llamado a sentirse, incluso en medio de la oscura noche del hombre posmoderno, apóstol de la unidad en la verdad, y de la luz frente a la oscuridad:
«De noche esperaremos tu vuelta repentina [Señor]
y encontrarás a punto la luz de nuestra lámpara.
La noche es tiempo de salvación».
Y de infinitud. También arde, pues, la llamarada de Pentecostés en la oscura noche de los días, y se antoja, si cabe, más grande aún, más del Espíritu, más por y desde la unidad.
Prof. Dr. Pedro LANGA AGUILAR, O.S.A.
D. Pedro Langa, es uno de los mejores, por no decir el mejor de los articulistas con los que ustedes cuentan en su página "Todos juntos" un placer espiritual y cultural poderle leerle. Gracias por sus publicaciones siempre tan interesantes.
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