ESPIRITUALIDAD DE LA COMUNIÓN
Un artículo de Juan Pedro Cubero Postigo
1.- ESPIRITUALIDAD UNIVERSAL
El proceso de globalización y sus implicaciones
No pocos pensadores contemporáneos sostienen que el siglo que ha comenzado se va a caracterizar por la espiritualidad. El proceso de unificación planetaria, que se basa en el fenómeno de la interdependencia creciente en todos los campos del quehacer humano, genera la "globalización" de la economía, de la política y de la cultura, de modo que tanto los problemas como las soluciones deben ser pensados y resueltos con la participación de todos. Además, este proceso de unificación se está acentuando profundamente, gracias a la revolución ‘telemática’ o de la Informática. Millones de personas se intercomunican gracias a las "autopistas telemáticas". Revolución que puede cambiar, y de hecho está cambiando, el estilo de vida y de trabajo, así como la misma organización social, política, cultural y aún religiosa .
Este proceso de globalización pone a la humanidad ante un desafío: o dejar que este dinamismo unitario se concentre cada vez más en pocas manos, a través de las luchas de poder de los "grandes de este mundo", o que sea, en alguna medida, un dinamismo participativo y democrático, determinado por la libre opción de la humanidad, mediante los Estados que la representan, en un contacto real y efectivo de sus gobernantes con sus puebles respectivos. En definitiva, se trata de ir determinando los fines y objetivos, los criterios y procesos, a través de los cuales ir construyendo la unidad planetaria, ‘la aldea global’, la casa común de la familia humana; no a espaldas de la humanidad y en beneficio de los poderosos, sino con la participación de todos y al servicio del bien común.
El individualismo y la concentración de poder
Desde otra óptica, debemos reconocer que el mundo actual necesita superar el individualismo exasperado y el ‘narcicismo’ (o ‘neopaganismo dionisíaco’, como lo está denominando algunos) tanto de personas como de grupos y naciones, generado por la primacía de los propios intereses, por la sociedad consumista y por ‘la cultura del bienestar. Individualismo, que en la práctica favorece sólo a los que detentan el poder y luchan por acrecentarlo, y que por eso mismo está por ellos favorecido y hasta promovido.
De esta concentración de poder primordialmente económico y del sistema que lo favorece, dependen en gran medida los mayores problemas del mundo actual: las guerras, el hambre, la desnutrición, el aumento de la pobreza y de la miseria, las enfermedades endémicas, etc. “Los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”. Los que deciden sobre el futuro del mundo son cada vez menos: y la inmensa mayoría de personas y pueblos son cada vez más dependientes. Desde esta perspectiva, creemos que hay que afrontar e interpretar, por una parte, la crisis actual de valores en nuestra sociedad, la crisis de la familia y de la juventud, el problema de la desocupación, etc.; y por otra, los problemas ligados al ambiente y a la ecología en general.
Necesidad de una espiritualidad de las relaciones
En esta situación de profunda crisis, la humanidad necesita cada vez más de una espiritualidad de las relaciones interpersonales y sociales ‑familiares, locales, nacionales, internacionales y planetarias‑ que canalice las enormes energías presentes en la humanidad de hoy, que provoque el desarrollo de sus inmensas potencialidades y las oriente a la construcción de un mundo en el que la convivencia social se funde en los derechos humanos, en la justicia, en la paz y en la salvaguardia de lo creado.
Espiritualidad comunitaria
La espiritualidad de las relaciones debe ser entendida y vivida no sólo en el ámbito de las relaciones individuales. De hecho puede ser insuficiente, si no la unimos a la dimensión comunitaria de esas mismas relaciones. En la práctica, al hablar de relaciones interpersonales y sociales podemos preguntamos ¿para qué relacionamos?
Una primera respuesta puede ser ‘para estar juntos’. Pero sabemos que no basta el mero hecho de que varias personas ‘estén juntas’, pues pueden permanecer anónimas y extrañas unas a otras, como sucede por ejemplo en un tren. De hecho, es como un ‘conglomerado social’.
Otra respuesta podría ser: porque ‘queremos estar juntos’; es decir, existe la voluntad de unirse porque hay algún interés que reúne a personas diversas, como en una sociedad anónima. En este caso, se puede estar juntos, pero sin compartir ni los deseos y sentimientos, ni los fines y propósitos. Es un ‘querer estar juntos’ o por mera complacencia, o por interés, o por necesidad…sin una verdadera relación interpersonal, y menos aún comunitaria.
La autenticidad de las relaciones sólo puede darse en las relaciones comunitarias. Es decir, en las relaciones de un grupo humano, en el que se comparten - al menos en alguna medida - los fines, los propósitos, las metas, las experiencias y sentimientos, es decir, ‘el mismo querer’. Se trata, por tanto, de ‘querer juntos’. Es la ‘voluntad común’ que orienta a todos y a cada uno hacia metas comunes; que genera la solidaridad, la corresponsabilidad y la colaboración recíprocas, y suscita relaciones auténticas de diálogo, confianza, creatividad... Así, de ese ‘querer juntos’ nace una “comunidad”, que puede ser política, económica, científica, familiar, religiosa,... a nivel local, nacional, continental, mundial. De esta manera, la respuesta al ‘para qué’ de las relaciones da origen a tantas comunidades cuantos son los propósitos comunes.
Desde este punto de vista, la humanidad hoy necesita de una espiritualidad comunitaria, precisamente porque en ‘esta época nueva de la historia’ necesita, como nunca, redefinir los fines y objetivos de la convivencia humana, así como los caminos para su consecución. Sólo entonces será posible converger, cooperar y dialogar con autenticidad.
Espiritualidad de la Comunión
Pero aún así, no es suficiente hablar de una espiritualidad comunitaria si a ello no se añade lo que en profundidad justifica la misma comunidad: la comunión en un mismo sentido de vida, es decir, en un mismo modo de ver, de ser y de actuar, que identifica a ‘esta’ comunidad y la proyecta hacia los demás, en respuesta a sus necesidades específicas.
La verdadera comunión se da en ese ámbito en el que se juega la dirección, el sentido de la vida y de la acción del conjunto de las personas y de la misma humanidad. En realidad, la espiritualidad de comunión se expresa ordinariamente, de forma visible, en la comunidad, pero está abierta solidariamente a toda la humanidad.
Unas preguntas, a modo de conclusión
Aunque aquí no hemos entrado aún en un planteamiento explícito de fe de la comunión eclesial, podemos con todo preguntarnos ya:
- ¿En cuantos grupos humanos y aún eclesiales se viven verdaderas relaciones de comunión, en el diálogo y la comunicación de lo que constituye el sentido de vida de sus miembros?
- ¿Por qué con tanta frecuencia se llega sólo a trabajar juntos, sin compartir la vida, los ideales, las preocupaciones, las experiencias ... ?
- ¿Por qué hoy, que estamos siempre en relación, actuamos tantas veces como extraños los unos a los otros? ¿Por qué tan frecuentemente prevalece el interés sobre la cooperación y la solidaridad?
- ¿Por qué tantas veces soportamos las diversidades de todo tipo, o las vemos como ‘amenaza’, y no llegamos a asumirlas como riqueza de vida? ¿A qué nivel se dan realmente nuestras comunicaciones?...
A nuestro parecer, el mundo de hoy, también el mundo eclesial y el mismo ‘mundo eclesiástico’, necesitan urgentemente de una espiritualidad de comunión, por la que se comparta de verdad un mismo sentido y dirección de vida y de acción. Espiritualidad de comunión, que haga de la naturaleza creada objeto de servicio y de contemplación, que vea y acepte al ‘otro - cualquiera que sea - en su originalidad y complementariedad, que suscite la comunicación de bienes materiales, espirituales y culturales, que haga de la ‘mundialidad’ la dimensión ordinaria de la vida personal y colectiva; y que tenga, como horizonte y sentido permanente de la vida y de la acción, el bien común universal.
2.- ESPIRITUALIDAD ‘DE’ IGLESIA
Comúnmente decimos que el Concilio Vaticano II fue un Concilio ‘pastoral’. Así se le ha llamado siempre desde su misma convocatoria. Pero para el Papa Juan XXIII se trataba de un Concilio, cuyo propósito fue encontrar el modo de transmitir al mundo contemporáneo la Verdad revelada, de la que la Iglesia es depositaria. Para Pablo VI, en cambio, el fin del Concilio fue de hecho ‘hacer’ una profunda meditación sobre la Iglesia, sobre su razón de ser en el mundo, sobre la necesidad de su renovación y reforma; y, consecuentemente, sobre la urgencia de unidad de los cristianos y la necesaria relación con las otras religiones; y todo ello, para el diálogo con el mundo (cfr. Juan XXIII, Discurso inaugural del Concilio; Pablo VI, Discurso inaugural de la 2ª fase).
De esa forma, de una visión relacionada más bien con la acción pastoral, se pasó a otra más centrada en el ser de la Iglesia: ‘Iglesia ¿qué dices de ti misma?’ (Pablo VI) La respuesta ya no se refería al simple modo de actuar, sino que constituía realmente una opción fundamental, que a su vez implicaba ‘un modo de ver y verse como Iglesia, un modo de ser Iglesia en el mundo y para el mundo’. Se hablaba así y se proponía de hecho una espiritualidad eclesial, la espiritualidad ‘de’ y ‘para’ la Iglesia como tal.
La comunión, núcleo de la espiritualidad ‘de’ Iglesia
Centro y núcleo catalizador de esta espiritualidad es la Iglesia como ‘Misterio de comunión’ (LG cap. 1) y como ‘Pueblo de Dios’ (LG cap. 2). “¿Qué significa la palabra compleja ‘comunión’?” Se preguntaba el mismo Sínodo y respondía:”Se trata fundamentalmente de la comunión con Dios por Jesucristo en el Espíritu Santo… En cuanto comunión con Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Iglesia es en Cristo ‘misterio’ del amor de Dios, presente en la historia de los hombres… Las estructuras y las relaciones de la Iglesia deben reflejar y expresar esta comunión” (Sínodo Obispos, 1985, 20º Aniversario de la Clausura del Concilio). Se trata, pues, de la Comunión Trinitaria vivida en el tiempo. Es, por tanto, un hecho teologal, que se da en la realidad y que acontece hoy.
Este concepto de ‘comunión’ es ciertamente muy apto para expresar el núcleo más íntimo del misterio de la Iglesia. Los Hechos de los Apóstoles (2, 42-47) ofrecen con claridad los rasgos, los anhelos, los ideales fundamentales de los primeros cristianos, que se sentían unidos por especiales vínculos de comunión. Esos vínculos se manifestaban, según se desprende del texto citado, en los tres campos esenciales de toda vida y actividad cristiana: el profético-doctrinal, el sacerdotal- celebrativo-eucarístico y el ‘real’-caritativo-servicio.
La eclesiología de comunión ha sido, y es considerada hoy, como la aportación conciliar más importante para la vida de la Iglesia y para la corresponsabilidad de sus miembros. Así no es extraño que en el Documento final del Sínodo Extraordinario de Obispos, antes citado, se diga que “la eclesiología de la comunión es una idea central y fundamental en los documentos del Vaticano II” (II C.1.)
¿De qué comunión se trata?
Ciertamente se trata de una comunión espiritual, con Dios “quien nos amó primero”, y al que se acoge por la fe, esperanza y caridad, como respuesta a ese amor-don de Dios. Es el encuentro -unión - entre Dios y el ser humano, hombre/mujer, vivido en la interioridad de la conciencia de cada persona. Por el bautismo la persona se configura inicialmente con Cristo, y es hecha hijo/a de Dios. Por ello, los cristianos entran en una ‘nueva’ relación con Dios y entre ellos, al ser poseedores de la misma y única vida de Dios, al ser y llamarse todos hermanos, nacidos “no de generación humana sino de Dios”, hechos uno en el Espíritu.
Se trata de una comunión de fe, esperanza y caridad; de una comunión de fe, culto y misión, que es visible y que hace de las personas una comunidad presente en el mundo. La Iglesia, como decía Pablo VI, es una ‘realidad humana penetrada por la presencia divina’. Esta comunidad-Iglesia es orgánica, es decir, cada parte tiene su lugar y su función en y al servicio del conjunto; es una comunidad articulada análogamente a como lo es el cuerpo humano, orgánico. Por ello, con San Pablo, la Iglesia se define como Cuerpo de Cristo (cfr. LG 7; 8).
Esta comunidad orgánica es, al mismo tiempo, dinámica, es decir, tiene un inicio, un desarrollo y una maduración, cuya culminación se da sólo al final de los tiempos. Como realidad humana, la Iglesia debe caminar siempre en la humildad y en la pobreza; y aunque es santa, en virtud de la presencia de Cristo en ella, al mismo tiempo está siempre necesitada de reforma (LG 8; 9).
Espiritualidad nueva y ‘fundante’
La novedad de esta espiritualidad, en relación con la visión de los siglos pasados, está que el sujeto de la vocación a la santidad ya no es la persona individual “sin conexión alguna de unos con otros” sino la comunidad, es decir, las personas en cuanto miembros del Pueblo de Dios (LG 9). Es más, el objeto de la santidad de la Iglesia se realiza en las relaciones de caridad, en el don recíproco de sí para la construcción del Cuerpo de Cristo. La santidad está en la perfección de la caridad, en la comunión. Por eso, el fin de esta espiritualidad comunitaria no es la salvación individual ni la sola unidad de vida de la persona, sino la unidad de todos los creyentes, la unidad salvífica universal, que Cristo ha querido para su Iglesia, a ejemplo de la Trinidad, para que el mundo crea (LG cap. 2; Jn 17, 20-26).
Así, la espiritualidad de comunión aparece como la espiritualidad constitutiva del ser de la Iglesia en la historia y, por lo mismo, no reducible ni equiparable a una u otra de las diversas ‘espiritualidades’. Es una espiritualidad, que fundamenta (‘fundante’) las otras, ya que la unidad o comunión del Espíritu, que la constituye, precede ‘ontológicamente’ a todas las diversidades, que son también don del mismo Espíritu. Por eso, la espiritualidad de la comunión es el marco en el que se deben vivir todas las otras espiritualidades. La espiritualidad bautismal, eclesial, precede por tanto a toda otra espiritualidad.
Espiritualidades ‘en’ la Iglesia
La Iglesia en su interior siempre ha reconocido diversas espiritualidades, entendidas como diversos modos o enfoques de vivir el Evangelio, de vivir según el Espíritu, acentuando uno u otro de los valores, que se convierte así en catalizador de todo/todos los demás. Este valor en torno al cual se sintetiza la vida evangélica, constituye el elemento determinante que da una peculiar luz, y sombra, a todas los componentes de la espiritualidad evangélica; por esto mismo, determina en las personas que la viven un modo de ver, ser y actuar peculiar (espiritualidad propia), en el marco de la Iglesia y al servicio del mundo.
Estas diversas espiritualidades se han originado tanto por individuos como por grupos eclesiales, y normalmente se han expresado en corrientes de espiritualidad o en familias religiosas. En este sentido se habla en la Iglesia de la espiritualidad Franciscana, Benedictina, Dominica, Ignaciana.... o de una espiritualidad bíblica, litúrgica, misionera....
Para comprender mejor el sentido que tienen las espiritualidades ‘en’ la Iglesia, puede servirnos este ejemplo: “Puedes desmontar un reloj y analizar todas sus partes, pero de este modo jamás llegarás a saber la hora que es” (K Wilber). Las espiritualidades en la Iglesia son siempre ‘partes –carismas, dones, ministerios...- pero si no están integradas de forma armónica y coordinada en el conjunto eclesial, nos quedaremos sin saber, tanto los de dentro como los de fuera de la Iglesia, la ‘hora’ de Dios, Su paso, aquí y ahora.
A modo de conclusión
Estos horizontes espirituales y eclesiales de reflexión exigen de nosotros, y de toda la Iglesia, un esfuerzo permanente de profundización del 'misterio', que la constituye, y de renovación constante de las relaciones interpersonales y sociales, de forma que siempre estemos todos dispuestos a acoger gozosamente las diversas espiritualidades y, a la vez, a hacer todos los esfuerzos para que todas ellas converjan y manifiesten la única y común comunión de la Iglesia.
3.- ESPIRITUALIDAD ‘DE’ IGLESIA LOCAL
La Iglesia local o diócesis
"La diócesis es una porción del pueblo de Dios, cuyo cuidado pastoral se encomienda al obispo con la colaboración del presbiterio, de manera que, unida a su pastor y congregado por él en el Espíritu Santo mediante el Evangelio y la Eucaristía, constituya una Iglesia particular, en la cual verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo una, santa, católica y apostólica" (Doc. Obispos, ChD 11).
A la luz de estas palabras del Concilio, los elementos constitutivos de la diócesis son cuatro: el Espíritu Santo como primer constructor de la Iglesia local; el Evangelio que es palabra y mensaje, práctica y comunión en un lugar concreto; la Eucaristía que manifiesta cómo la Iglesia es necesariamente local y también comunión de Iglesias; el ministerio pastoral, que preside la construcción de la Iglesia local y la incorpora visiblemente en la comunión de las Iglesias. Cuatro componentes, que hacen que la Iglesia de Dios ‘acontezca’ en las Iglesias locales como una y única Iglesia de Cristo, en comunión con las demás Iglesias presididas por el Obispo de Roma.
Juan Pablo II nos lo recuerda: "La Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vinculo vivo, esencial y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y se manifiesta en las Iglesias particulares” (Encíclica sobre los fieles laicos, ChL 25).
Espiritualidad “de” Iglesia Local
La espiritualidad eclesial o ‘de’ Iglesia se actualiza, se vive y se celebra en la Iglesia local. Ésta es la comunidad cristiana en la que se expresa, o debe expresarse en plenitud –aunque siempre relativa en el tiempo- la espiritualidad de la comunión. La Iglesia local, pues, es la ‘primera comunidad donde nos sentimos hijos y hermanos, donde nos sentimos amados por Dios y donde amamos en comunión a Dios’. Mediante ella participamos en la Iglesia universal.
La espiritualidad ‘de’ Iglesia, por tanto, no se realiza ‘por encima’ de la Iglesia Local o Diócesis, porque en ese caso se diluye toda referencia a lo concreto: lugar, cultura, tiempo, es decir, posibilidad de encarnar el amor de Dios en la existencia de los seres humanos. Esta espiritualidad comunitaria tampoco se da plenamente ‘por debajo’ de la Iglesia local –parroquias, comunidades eclesiales...- porque reducida sólo a esos ámbitos no es verdadera comunión eclesial.
Por eso podemos afirmar que ‘la espiritualidad de comunión’ es espiritualidad ‘de’ Iglesia local. Esta afirmación constituye un descubrimiento, podríamos decir, ‘copernicano’, pues cambia radicalmente la visión y práctica de la espiritualidad. De hecho, transforma todas las relaciones ‑interpersonales y estructurales‑ tanto en la comunidad diocesana y en la Iglesia universal, como en su relación con el mundo.
Esta identificación de la Iglesia local con la espiritualidad de comunión pone a los cristianos ante un desafío fundamental: concebir y vivir su vocación a la santidad ‘dentro del’ Pueblo de Dios, llamado como tal a la santidad. Es vocación personal, vivida ‘en comunión’; es vocación personal, que nace y se alimenta de Cristo vivido en la Iglesia Local. Es vocación personal, que se desarrolla en la medida en que ‘se da la vida’ por la edificación del Cuerpo de Cristo – que de hecho es esa misma Iglesia local - para que ella sea “signo e instrumento de comunión en el mundo”, junto con las otras Iglesias locales.
Si ésta es la espiritualidad de todo bautizado, con más razón es la espiritualidad propia del Obispo, de los presbíteros y de los diáconos, puesto que en ella ‘se juega’ su identidad y ministerio presbiteral: ser signo e instrumento, sacramento de comunión en/del pueblo de Dios, dando la vida para que este Pueblo sea, cada vez, más ‘de’ Dios y Él sea siempre Señor de su pueblo; y, así, sea signo de la comunión a la que está llamada toda la humanidad.
Vivir la corresponsabilidad
Desde esta visión de la Iglesia y de la espiritualidad, todo bautizado está llamado a la participación y a la corresponsabilidad en la vida y misión de la Iglesia local. Esto quiere decir que debe integrarse dinámicamente en los tres ‘momentos’ en los que se realiza toda comunidad. Por eso, el Concilio resalta con fuerza que “ sin la participación de los laicos no hay verdadera Iglesia ni ésta puede ser signo perfecto de Jesucristo entre los hombres” ( Doc. Misiones, AG 21)
El primero de esos momentos en que ‘se hace y se realiza’ toda comunidad, se relaciona con la búsqueda de la voluntad de Dios por parte de la Iglesia local. En esa búsqueda, todos los bautizados se relacionan en términos de "igual dignidad" (LG 32), por ser todos hijos de Dios, todos discípulos del único Señor. Es el momento de la reflexión, de la comunicación espiritual, del análisis, de la elaboración de las propuestas, de la planificación. Y debe hacerse en comunión participativa y corresponsable.
El segundo ‘momento’ es el de la toma de decisiones, en el que todos los bautizados deben ser y sentirse de verdad corresponsables, según los dones, crismas y ministerios de cada uno. Es el momento en el que se realiza la distinción o misión de la jerarquía: es el obispo, con su presbiterio, el que ha recibido el ministerio de la unidad. A esta unidad están llamados a servir los ministros ordenados mediante la promoción de procesos de discernimiento, de convergencia y de consenso, de modo que el obispo (o el presbítero) pueda en definitiva decir como los apóstoles: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28). Así, la decisión final del Obispo (o del presbítero), antes de ser un acto jurídico, es un acto teologal de comunión y confirmación de cuanto el Espíritu ha manifestado a través de la comunidad diocesana (o, análogamente, la parroquial).
El tercer ‘momento’ es el de la actuación orgánica y coordinada, que pone a todos los bautizados en condiciones de obediencia a lo decidido, con la participación de toda la comunidad. De hecho, es la obediencia a la Iglesia local y no ya a una persona. Obediencia ‘activa y responsable’, como dice repetidamente el Concilio, que se expresa tanto en la animación y conducción de la comunidad en su esfuerzo por aplicar lo decidido, como en la actuación responsable de lo que corresponde específicamente a cada uno ‑persona u organismo‑ en un todo orgánico y coordinado
La espiritualidad de comunión y los métodos
La espiritualidad de comunión, consecuentemente, genera y exige también los esfuerzos y los métodos adecuados, que permitan a todos los bautizados una participación y corresponsabilidad real y eficaz, en la edificación de la Iglesia Local, del Cuerpo de Cristo. Esta exigencia, por tanto, es también parte integrante de la espiritualidad y, con frecuencia, ‘test’ o prueba de su autenticidad.
A modo de conclusión
Juan Pablo II nos llama a “hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión, como el gran desafío que tenemos en el milenio que comienza” (NMI 43) ¿Qué estamos haciendo en concreto para responder a este ‘reto’? ¿Estamos dispuestos, con la ayuda del Espíritu, a dar la vida por Cristo en la edificación de esta Iglesia Local, teniendo siempre delante el horizonte de la Iglesia universal? ¿Estamos realmente dispuestos a empeñar todas nuestras energías en la renovación de nuestras relaciones en la Iglesia local, caminando siempre hacia metas ulteriores de unidad? ¿Estamos dispuestos a gastar la vida para que la Iglesia Local sea realmente signo de comunión para nuestra sociedad?.
4.- EDIFICAR EL BIEN COMÚN
El bien común, deber social
Vivimos en un mundo contradictorio. Mientras, por una parte, se multiplican los esfuerzos por crear espacios de cooperación y de colaboración entre países y a escala mundial, por otra, las relaciones económicas están determinadas por un sistema de competición en el que prevalece el lucro, a costo de eliminar a los débiles. Este tipo de relación económica, al menos en una gran medida, se está imponiendo como mentalidad en todos los sectores de la vida social. Se corre así el riesgo de perder el sentido del bien común, cosa que todos, personas y grupos sociales, tenemos que procurar.
“La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común –esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más e implique, por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano” (GS 26).
El bien común de una comunidad, grande o pequeña, consiste en el bien de cada uno pero en tanto y en cuanto está en relación con los otros y por lo mismo en el horizonte del bien de los otros, de su realización plena. Al mismo tiempo, cada grupo e institución debe procurar este bien común en el horizonte del bien común universal. De lo contrario se podrían producir, como de hecho se producen, desigualdades entre los que ‑ personas, grupos y pueblos ‑ reciben mucho y los que les falta aún lo necesario.
Bien común y espiritualidad de comunión
El bien común, pues, corresponde a cuanto nos pide el Evangelio acerca del "amor mutuo" y de la opción preferencial por los pobres. El bien común a partir de la fe y procurado en nombre de ella, como Iglesia, consiste en la realización de las personas de acuerdo con su dignidad de hijos de Dios, de hermanos en Cristo, de Cuerpo de Cristo, a partir de los más débiles.
La espiritualidad de la comunión quiere que la Iglesia viva como "misterio y sacramento", realidad espiritual y visible, comunidad de fe, esperanza y caridad. No busca el crecimiento institucional sino la orientación de todo lo institucional a la realización más acabada del "misterio", el de la Iglesia como "sacramento de la unidad del mundo" (cfr LG l). Querer vivir a partir de los más pobres y débiles es un compromiso fundamental de la espiritualidad de comunión. Se trata de discernir y elegir aquello que ayuda a las personas, grupos e instituciones eclesiales a crecer en el cuerpo que es la Iglesia y al mismo tiempo como Iglesia y para su edificación en la unidad, la que Cristo ha querido para la conversión del mundo (cfr Jn 17).
La globalidad
La primera exigencia para edificar el bien común es la de tener conciencia de que todos los seres humanos pertenecernos al mismo tiempo a diversas comunidades: familia, barrio, comunidad eclesial, ciudad, diócesis, nación, continente, Iglesia católica y cristiana, mundo. Esta pertenencia simultánea a realidades diversas nos indica un primer criterio moral y de acción, como lo expresa el mismo Vaticano II: “Todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener en cuenta el bien común de toda la familia humana” (GS 26). No basta que una cosa sea buena en sí misma para que sirva al bien común sino que debe expresar aquella caridad por la que mientras se sirve a algo inmediato y delimitado, se está sirviendo al mismo tiempo al bien universal de la Iglesia y del mundo.
Esto exige, a su vez, superar todas las visiones parciales y limitadas para acercarnos a una visión global cada vez más amplia y profunda de la realidad: en su complejidad, en la interconexión e interdependencia de sus diversas partes, en su organicidad dinámica. Esto, en una Sociedad donde la formación y la vida se realiza en "compartimientos estancos", constituye un cambio radical de mentalidad, un esfuerzo solidario.
La disponibilidad
La visión global, para ser sincera y responder a una voluntad efectiva, debe ir unida a la disponibilidad por superar toda forma de enclaustramiento egoísta -personal o de grupo-, sectarismo, nacionalismo, racismo; disponibilidad a integrarse con quienes honesta y legítimamente buscan, quieren y tratan de realizar el bien común; disponibilidad a asumir métodos e instrumentos que facilitan el discernimiento, elección y realización del bien común. He aquí un segundo criterio moral y de acción que amplía el de los romanos: “el bien universal de la humanidad es la suprema ley"; desde la fe dicha disponibilidad consiste, tal como nos aconseja Jesús, en ofrecerse y ofrecer lo propio por el bien de los otros: “si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24). Hacer de esto el criterio moral determinante de las relaciones sociales y eclesiales es hacer una revolución que abarca todas las dimensiones de la vida social.
Se trata de renunciar a todo lo que puede dividir, parcializar, dispersar, aislar para concentrar las propias energías personales, de grupo o institución allí donde estamos para que, en lo concreto y delimitado, demos una respuesta coherente para el mayor bien de la Iglesia y del mundo. En este esfuerzo por la realización plena de los demás mediante el don de sí, consiste la propia realización como personas y como grupos o instituciones. Es en esta lógica y actitud pascual que adquiere sentido pleno cuanto Cristo nos ha dicho "el que pierda su vida por mí, la encontrará" (Mt 10,39). Es la lógica de la cruz, camino a la resurrección.
5.- HACIA LA UNIDAD DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPÍRITU SANTO
Dios comunión nos hace comunión
La espiritualidad de la comunión tiene su principio y hunde sus raíces en el misterio fontal y fundante de la comunión Trinitaria. Dios quiere comunicarse (Ef 1), por un acto de amor, de voluntad libérrima y misteriosa, de bondad y sabiduría (LG 2; AG 2). Dios Padre ha querido, por Cristo y con el Espíritu, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr.DV 1.8‑9), y hacer participe de su vida a la humanidad (DV 2), constituyendo un pueblo congregado en la unidad (GS 13.24; LG 9).
H. de Lubac dijo acertadamente, que “la Iglesia es una misteriosa extensión de la Trinidad en el tiempo, que no solamente nos prepara a la vida unitiva, sino que nos hace partícipes de ella”. Y, mucho antes Tertuliano formuló así la dimensión trinitaria de la Iglesia: “Donde están los tres, es decir, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo, allí está la Iglesia, que es el cuerpo de los tres”.
El mismo Juan Pablo II nos recuerda recientemente: Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en rostro de los hermanos que están a nuestro lado” (NMI 43)
La comunión como tarea
La cuestión es ¿cómo vivir, entre nosotros, en nuestra diócesis, en nuestro presbiterio, nuestra parroquia..., la comunión a imagen de la Trinidad?. La iniciativa es de Dios que se nos da, pero tiene necesidad de nosotros para que sea visible su amor en la humanidad. La comunión, pues, debe tener una dimensión externamente constatable, –como ha pedido el mismo Jesús- ha de convertirse en signo de su misión para que el mundo crea (cfr. Jn 17, 23), y a la vez debe de ser una comunión espiritual, realizada en el plano del espíritu: unión de corazones y de mentes.
Debe ser, pues, una comunión visible, bien observable, tan acentuada y significativa que impresione hasta llegar -a los de fuera y a los de dentro- a cuestionarse ¿qué tipo de gente son estos que viven así tan unidos? ¿cómo siendo tan diversos se comportan tan unidos? ¿qué es lo que realmente les une?
Es el Espíritu de Jesús el que obra, por voluntad del Padre, en nosotros la unión, aunque no sin nosotros. La comunión es don, pero es tarea, es ascesis, es esfuerzo que tenemos que hacer, renuncias que hay que realizar... para poder converger, integrar las diversidades, acoger los carismas, agradecer los dones de los otros... No es un camino fácil, pero es posible.
Dinámica para vivir la comunión Trinitaria
a) Unidad en el BIEN – unidad de corazones:
La primera forma, y exigencia, de semejante comunión, conforme al último deseo del Señor, es la unidad en el querer, la unidad de corazones. Esta unidad es indispensable para la unidad en la verdad. La unidad de los corazones debe preceder a la unidad de las mentes. “Hay que buscar y encontrar la verdad en la caridad “ (Ef 4, 15). Es interesante observar cómo la palabra que expresa la íntima unión de los seres humanos está tomada precisamente de la voluntad y no del pensamiento: con-cordia.
La base, pues, de toda comunión radica en la proximidad de los corazones que no es un simple estar juntos –conglomerado-, ni querer estar juntos –sociedad anónima-, sino “querer juntos”, unidos en la misma voluntad, la de Dios, que juntos buscamos, acogemos, decidimos, vivimos y revisamos. Esto se manifiesta sobre todo en el lenguaje no verbal, de gestos, de actitudes que expresan nuestra manera de ser ante el otro.
Esto exige la ascética del bien común, del vivir con humildad y entrañas de misericordia, sintiendo todos una misma cosa, teniendo una misma caridad, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos (Fil 2, 1-4). Muchos conflictos provienen del contraste de opiniones emitidas con agresividad, orgullo, imposición, choque de intereses. Para superar los conflictos es necesario purificar los afectos interesados, todo apego a lo particular, que sea incompatible con el bien común, con la volunta de Dios. Hay que subordinar constantemente toda unidad parcial, ya lograda, a una unidad más amplia que aún se ha de alcanzar, teniendo siempre como horizonte “la unidad de la Trinidad”.
b) Unidad en la VERDAD – unidad de mentes:
Otra dimensión de la unidad es la unidad en la Verdad, que ha de descubrirse en común, con la colaboración leal y recíproca de todos. Se trata de acercarnos, gradualmente, a un profundo acuerdo de criterios y a un enriquecimiento mutuo de ideas verdaderas, entre los que se aman con ese amor de benevolencia y concordia. En la media en que crezcamos en ese intercambio de verdades, iremos siendo “uno” en Jesús, que es la Verdad (cfr. Jn 14, 6).
Esto exige la ascética del diálogo: saber situarse ante la Verdad, acogerla, venga de donde venga; saber morir a la suficiencia y al orgullo, personal y/o grupo; saber doblegar cuerpo y espíritu en todos sus afectos desordenados, para poder conocer y reconocer la verdad con prontitud, aunque venga de quien menos lo esperamos.
La aspiración debe ser la misma en todos: reconocer y servir a la Verdad, lo que supone ayudarnos mutuamente a descubrirla, para eso tenemos que ir “desarmados”, sin querer vencer, sin prejuicios ni deseos de imponerse. Esto no es debilidad, sino dominio de sí mismo, libertad interior.
c) Unidad en la ACCIÓN – promoción de la justicia y la paz:
La injusticia, con sus secuelas de desigualdad, dependencia, pobreza, marginación y exclusión, es, sin duda alguna, el problema, por excelencia de la humanidad en nuestros días. Lo es por la magnitud, por su extensión y por sus consecuencias imprevisibles para el futuro mismo de la humanidad.
Además, una situación de injusticia como la que vivimos afecta de forma directa a la imagen y comprensión de Dios como comunión de amor. Un Dios ajeno a la situación de injusticia no tendría nada que ver con el Dios de Jesucristo, que ha hecho de los hermanos, y en especial de los pobres, el sacramento por excelencia de su presencia, el lugar privilegiado del encuentro con Él: “porque tuve hambre ... tuve sed...” (cfr. Mt 25, 35); que ha hecho de la buena nueva a los pobres y de la superación de los males que los afligen la señal incuestionable de la presencia del Reino de Dios: “... los ciegos ven, los cojos andan... y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Lc 7, 22).
Los cristianos, que estamos llamados a construir la comunión desde el horizonte de la Trinidad, no podemos vivirla sin que nos importe la situación de los “otros”, los diferentes, los excluidos, los de otro continente, los de otra religión...
Esto nos exige recuperar la capacidad humanizadora, la dimensión social de la fe cristiana. La comunión auténticamente cristiana se hace misión, es decir, la vivimos como preocupación, solidaridad, lucha y proximidad “por todo hermano”, especialmente por el que menos puede, sabe y tiene..
6.- LA IGLESIA, TESTIGO DE COMUNIÓN
Introducción: (1 Jn 1, 1-4):
Importancia primordial del testimonio:
“... para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunidad que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites. El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan...” (EN 41)
“... Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación” (EN 76).
Sentido del testimonio:
A) 1 Jn 1, 1:
- testigo es el “ve” a alguien, “ve” algo.
- la Iglesia llamada a “ver”, experimentar a Cristo y la fuerza de su Resurrección...
- la Iglesia llamada a anunciar “lo que vive y toca con sus manos”
Esto constituye su misma razón de ser. Para esto ha sido y es convocada y enviada en todo tiempo y lugar.
B) EN 21:
“La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un cristianos o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunidad de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogantes irresistibles ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros?...” (EN 21)
- El testimonio comporta presencia, participación, solidaridad, testimonio no sólo personal, sino también y sobre todo comunitario
- Llamados a ser testigos.
- Pentecostés: los apóstoles testigos de una hecho vivido.
a) La Iglesia – Testigo de comunión:
- de la unidad salvífica universal, de la nueva humanidad;
- en la medida en que se edifica a si misma en la unidad;
- en tensión permanente entre unidad y diversidad;
- como primer servicio al mundo: es posible vivir lo que cree.
b) Testigo de la fuerza del “no poder“:
- Libre frente a los poderes políticos.
- Libre frente a los poderes económicos.
- Pobreza-humildad institucional:
- del no poder = Iglesia humilde,
- no clerical = Iglesia discípula,
- no uniforme = Iglesia diversificada, pluralista
- no estática = Iglesia que acontece y se encarna en cada tiempo y lugar.
c) Testigo del Mundo que viene:
- Urgencia y anticipación profética.
- Diversos modos de profecía:
- anuncio-denuncia
- contestación,
- propuesta
- Testigo del más y mejor que está por venir.
7.- IGLESIA, SIERVA DE COMUNIÓN
- Parte no de lo que ella piensa y quiere, sino de la voluntad de Dios descubierta en los signos de los tiempos.
- El mundo no es simple destinatario de la acción de la Iglesia, sino que es el ámbito en el que el Señor, a partir de la profundidad de la situación, pide un determinado servicio.
- La Iglesia restituye al mundo aquello que ella ha descubierto como signo de la presencia de Dios en él.
- La Iglesia no da a Dios al mundo como si Él no habitase en el mundo, sino que ayuda al mundo a reconocerlo presente y operante dentro de él mismo.
- La Iglesia se hace signo y profecía interpretativa del mundo.
- La Iglesia sirve a la humanidad en la toma de conciencia de Dios presente y operante en ella.
Los servicios que la Iglesia ofrece al Mundo:
A las personas:
- Les revela el sentido de su vida, su verdad profunda.
- Defiende la dignidad de la persona humana.
- Promueve los derechos humanos.
A la sociedad:
- Contribuye a la construcción de la sociedad humana.
- Reconoce cuanto hay de bueno en el crecimiento hacia la unidad, en el proceso de socialización y de interrelación civil y económica.
- Sirve a la unión entre las comunidades locales y las nacionales.
- Promueve cuanto de bueno y justo hay en las instituciones que se dan en la humanidad.
A la actividad humana:
- Mediante los cristianos (GS 43):
- En la unidad de la vida de fe y de los compromisos temporales,
- Asumiendo la propia responsabilidad en las actividades humanas,
- Viviendo la diversidad de soluciones posibles en espíritu de diálogo, de caridad recíproca y buscando el bien común.
- Mediante los obispos y junto con todos (sacerdotes-religiosos-laicos. GS 43).
- Predicar el evangelio para que se empapen de él todas las actividades humanas;
- Testimoniar con la presencia los valores de los que el mundo tienen necesidad;
- Dialogar con el mundo.
Conclusión:
La pastoral de la Iglesia -en su acción, en sus gestos y lenguajes- es un modo de vivir en el mundo y para el mundo: el del servicio.
Juan Pedro Cubero Postigo
Sacerdote católico romano
Segovia
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