Ecumenismo y autoridad
© G. S. V. [guillermosanchez@laexcepcion.com]
(30 de julio de 2002)
Un artículo de Guillermo Sánchez Vicente
Uno de los principales retos de la globalización y del ecumenismo es el modelo de gestión de la unidad. Surge ahí el debate en torno a quién ejercerá el liderazgo y la autoridad sobre estos procesos mundiales.
Las distintas corrientes ecuménicas actuales tienen en común el objetivo de lograr algún tipo de unidad religiosa. El ecumenismo humanista habla de la “unidad de la familia humana”; la Iglesia Católica Romana lo expresa mediante la noción de “unidad visible”. En todos estos conceptos subyace la idea de unidad organizativa y, de alguna manera, política. La gran cuestión es saber cómo articular esta organización religiosa, qué perfil institucional tendría y cuál sería su capacidad de establecer principios y pautas vinculantes para los estados o las organizaciones internacionales.
El ecumenismo coincide así con las principales preocupaciones en torno a la globalización. Al igual que el llamado “movimiento antiglobalización”, aspira a “otra globalización”. Dada la naturaleza compleja de las estructuras sociales, todos estos movimientos comparten objetivos omniabarcantes, que se sintetizan en el surgimiento de un nuevo modelo de organización mundial en el que instancias políticas y territoriales, organizaciones sociales, empresas y colectivos de toda índole se coordinen para alumbrar un mundo mejor. De hecho, numerosas iniciativas “antiglobalistas” están respaldadas por el movimiento ecuménico, como es el caso del apoyo de algunas iglesias cristianas a la tasa Tobin o el movimiento por la cancelación de la deuda externa de los países pobres.
En un mundo de efervescencia neorreligiosa, superado el materialismo, casi todas las iniciativas “globalistas” confieren un papel importante a las religiones, bien como aliadas o instrumento de la política, bien como motor de cambio. Lo resume muy bien Mario Marazziti, portavoz de la Comunidad de San Egidio: «Creemos que de las religiones puede partir un signo importante para acercar mundos diferentes entre sí, para superar las barreras y construir puentes en la sociedad civil. Frente al desafío del mundo contemporáneo, creemos que las religiones pueden dar un alma a la globalización» (Zenit, 16.7.02; negrita añadida).
Otra destacada líder del ecumenismo católico, Chiara Lubich, actualiza así el mensaje: «Con la irrupción del terrorismo difundido, nos encontramos también delante de las “fuerzas del mal” –como las ha definido el Santo Padre–, y para vencerlas no bastan únicamente los esfuerzos humanos, ya no es suficiente que se movilice, por ejemplo, el mundo político... Es necesario que el mundo religioso advierta la necesidad de hacer prevalecer el Bien sobre el mal, el bien con la B mayúscula, en un esfuerzo común para crear en todo el planeta esa fraternidad universal en Dios a cuya realización está llamado» (Zenit, 17.2.02; negrita añadida)
Participación y jerarquía
En esta búsqueda del nuevo modelo de globalización, una de las cuestiones clave es el liderazgo. Hasta en las religiones más igualitarias existe una tendencia histórica a la institucionalización jerárquica de la representatividad y la autoridad, de manera que las voces particulares de los fieles se van acallando ante la imposición o, simplemente, el liderazgo de los dirigentes.
Es interesante constatar cómo la terminología que en muchas de las declaraciones ecuménicas humanistas intenta designar de forma genérica las distintas realidades eclesiales, es precisamente aquella que denota una organización más vertical: se habla de “clero”, de “adeptos” y de “jerarquías religiosas”, como si todas las religiones estuvieran organizadas jerárquicamente; así, se hace descansar la legitimidad representativa sobre los dirigentes, con independencia de cómo hayan accedido a esa condición, y se otorga a los fieles un papel secundario. Esto es debido a que el diálogo interreligioso es muy difícil de llevar a cabo en un panorama en el que domina la multiplicidad, cual es el mundo de las religiones; incluso en cada religión, y hasta en cada confesión existe una gran disparidad de tendencias.
Hay movimientos que pretenden dotar a las bases de representatividad y autoridad. Destaca entre ellos la Iniciativa de las Religiones Unidas (IRU), una organización internacional integrada por Círculos de Cooperación (pequeños grupos multirreligiosos de todos los continentes) dirigida por el obispo episcopaliano William Swing. Ahora bien, como en todo organismo representativo y democrático, hay unas instancias superiores, el Consejo Mundial y la Asamblea Mundial, que a fin de cuentas marcan las pautas definitivas. La Carta de la IRU (2000) refleja muy bien la necesidad de liderazgo de una organización tal plural y ambiciosa: «El espíritu esencial del Consejo Mundial no es el de control, sino el de un servicio basado en la escucha profunda de las esperanzas y de las aspiraciones de toda la comunidad de la IRU». Es decir, los fieles participantes deben confiar en la voluntad de servicio de los dirigentes.
Por todo ello, las comunidades religiosas más pequeñas, menos institucionalizadas o de perfil más disidente no pueden contar con una voz propia en el movimiento ecuménico global. Es ésta una ley de la organización política que se aplica igualmente a las expectativas de democracia global del “movimiento antiglobalización”. Al igual que la globalización está dirigiendo al mundo inevitablemente a la construcción de bloques económicos y políticos, sepultando los intereses de países débiles o pequeñas comunidades, el ecumenismo silencia a los grupos religiosos que no se ajustan a las grandes tendencias.
Algunos de estos grupos son muy críticos con el movimiento ecuménico, y se niegan a integrarse en él por todas las deficiencias y riesgos que presenta. Razón de más para marginarlos en mayor medida. Las organizaciones con más capacidad de influir políticamente tienden a descalificar a las confesiones más independientes, para lo cual resultan muy efectivos los términos ‘secta‘, ‘fanatismo‘ y ‘fundamentalismo‘. Por ejemplo, el “Directorio para la Aplicación de Normas y Principios sobre el Ecumenismo”, de la iglesia católica romana, advierte claramente sobre la «distinción vital que hay que hacer entre sectas y nuevos movimientos religiosos por un lado e Iglesias y Comunidades eclesiales por otro» (35) y establece unos criterios distintivos, basados en su propia concepción de lo que es «el Cristianismo» (36).
La ICR incluso considera que «no existe realmente una Iglesia ortodoxa» (cardenal Walter Kasper, Zenit, 6.3.02), dada la variedad de patriarcados en que se divide esta confesión; o se niega a dar el nombre de “iglesias” a las protestantes, pues no cuentan con una organización jerárquica centralizada común. Es por tanto comprensible que Manfred Kock, dirigente de la Iglesia Evangélica Alemana, defienda una alianza protestante global, para que «en diálogo con los ortodoxos y los católicos pudiéramos establecer la posición protestante más claramente. [...] El ecumenismo sólo puede progresar cuando uno tiene clara su propia posición» (Religion Today, 14.12.00).
En 1998 el escritor libanés Amin Maalouf anhelaba la existencia de una institución similar al papado en el mundo islámico, argumentando, sorprendentemente, que gracias a él habían progresado las libertades en el mundo occidental, pues la Iglesia Romana ha ido asumiendo lentamente y de forma irreversible los avances de la modernidad, algo que en el mundo islámico no se da (“Si el islam tuviese un Papa...”, El Mundo, 31.3.98). Olvida Maalouf que los países occidentales donde mayores avances se han dado son precisamente aquellos en los que menos se admite la autoridad papal, por ser de mayoría protestante. Pero es significativo que en aras del ecumenismo se deseen estructuras menos democráticas para las religiones, pues es mucho más fácil encontrar la unidad desde decisiones autoritarias y magisteriales que desde la participación de los fieles.
Autoridad
Es precisamente el papado quien, desde el Concilio Vaticano II, está tomando el liderazgo en el ecumenismo global. Desde el decreto Unitatis redintegratio (sobre el ecumenismo) y la declaración Nostra aetate (sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas) aprobados en el concilio, son incontables las iniciativas romanas en el diálogo con otras religiones y con las demás iglesias cristianas: los viajes a países de todas las tradiciones religiosas, las audiencias a líderes de todas las religiones, los encuentros multirreligiosos en Asís desde 1986, la encíclica Ut unum sint (1995), etcétera.
La aproximación papal a las demás iglesias cristianas ha sido creciente, pero existen importantes escollos doctrinales y, sobre todo, eclesiales. El principal de ellos es la peculiar concepción eclesiológica católica romana, esencialmente jerárquica y vertical, y centrada en lo que la doctrina católica denomina el “primado de Pedro”, es decir, la autoridad del obispo de Roma sobre la iglesia universal e, incluso, sobre toda la humanidad.
A pesar de que a veces pudiera darse a entender que este primado puede ser objeto de diálogo, la postura papal es nítida al respecto. En su viaje a Egipto, Karol Wojtyla afirmó: «Deseo renovar mi invitación a los responsables eclesiales y a los teólogos para instaurar conmigo un diálogo fraterno, paciente, en el cual podremos escucharnos más allá de las estériles polémicas [...]. Respecto al ministerio del obispo de Roma, pido al Espíritu Santo que nos dé su luz, iluminando a todos los teólogos y pastores de nuestras iglesias, con el fin de buscar juntos las maneras en que este ministerio pueda realizar un servicio de amor reconocido por unos y otros». (El Mundo, 26.2.2000, cursiva añadida).
Uno de los documentos recientes más ilustrativos sobre la forma en que la iglesia católica romana concibe su relación con las demás religiones y con otras confesiones cristianas es la declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe "Dominus Iesus" (2000). En ella, además de rebatir, con bastante sensatez (todo hay que decirlo), determinados “excesos” relativistas de algunos teólogos actuales que cuestionan a Cristo como único salvador, se repiten las conocidas posturas del Concilio Vaticano II sobre «la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo» (Dom. Ie., 4). Ciertamente, no destaca ninguna aportación que no hubiera sido afirmada una y otra vez anteriormente. Ahora bien, la afirmación de que «las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son Iglesia en sentido propio» (Dom. Ie., 17) levantó una gran polvareda en medios protestantes y ortodoxos.
Lo sorprendente de estas reacciones es que esta concepción está claramente sobreentendida en todos los documentos “ecuménicos” anteriores del Vaticano. Las respuestas reflejan, por lo tanto, hasta qué punto los interlocutores del papado desconocen su auténtica concepción del ecumenismo, o simplemente se engañan a sí mismos pensando que Roma se abre a las demás confesiones en diálogo franco, cuando en realidad lo que siempre ha hecho es abrir sus puertas para que los demás se integren en su estructura de poder.
Algunos católicos “disidentes” llegaron a asegurar que esta concepción cerrada y tradicionalista de la iglesia estaba amenazando el proceso ecuménico iniciado en el Vaticano II, y que se alejaba de los textos de Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II, lo cual demuestra la ceguera y el voluntarismo con que se leen estos documentos, que no hacen más que reformular los pilares básicos del catolicismo tradicional adaptándolos a los tiempos presentes.
Más sorprendente todavía es que, desde que se emitió “Dominus Iesus”, el engaño subsiste, y casi todos los interlocutores ecuménicos consideran que el proceso de diálogo avanza; incluso en ocasiones se quiere interpretar que el propio papa hace ligeras matizaciones que suavizan el contenido de la declaración suscrita por el cardenal Ratzinger. Sólo algunas iglesias han señalado que esta declaración, como todas las iniciativas vaticanas, es más de lo mismo, y por tanto no supone ninguna novedad.
El modelo jerárquico de la iglesia católica romana, que se concreta eclesial y doctrinalmente en el magisterio de la iglesia, se extiende a su concepción del ecumenismo. Frente a aquellas corrientes del ecumenismo humanista que propugnan (más que practican) un diálogo a partir de las comunidades de base, para el papado el encuentro interreligioso ha de ser elitista. Se exige que quienes participen en reuniones ecuménicas «bajo la vigilancia de los Prelados, sean verdaderos peritos» (Un. red., 9). Según Chiara Lubich, fundadora del Movimiento de los Focolares, «es un verdadero peligro pensar que todo cristiano tiene la capacidad de dialogar. Lo pueden hacer sólo las personas preparadas y que tengan la vocación» (Zenit, 17.2.02).
El Vaticano entiende por ecumenismo simple y llanamente la aproximación o, en su caso, integración de otras comunidades en la estructura eclesiástica católica romana. Ningún documento oficial ha sugerido que la iglesia católica romana pueda llegar a renunciar a cualquiera de sus elementos constitutivos esenciales a fin de acercarse a las demás religiones o confesiones. Todos, en cambio, expresan claramente que la iglesia católica romana acoge con benevolencia a quienes asumen los postulados vaticanos.
El “ecumenismo” católico romano, definido desde el Concilio Vaticano II, se presenta como la búsqueda de la unidad de la humanidad dentro de una serie de círculos concéntricos; la propia iglesia católica romana sería el círculo interior, en torno al cual se van abriendo otros círculos en función de la mayor o menor proximidad eclesial y dogmática con ella: las iglesias católicas orientales, las iglesias ortodoxas orientales, las iglesias anglicanas, las iglesias protestantes, las religiones no cristianas y los ateos, hasta finalmente abarcar el mundo entero. «En el centro encontramos al papa quien, siendo el sucesor de Pedro es Vicario de Cristo en la tierra y, como tal, el poder centralizador de la unidad de todos los círculos, de la humanidad en general, por la cual él asume el pastorado» (V. N. Olsen, Supremacía papal y libertad religiosa, Miami: API, 1992, pp.122-127).
Este proceso “ecuménico” se puede concretar en una aproximación y, en su caso, integración en esa estructura visible, o al menos en una identificación con sus objetivos. Muchas comunidades se podrían vincular con Roma por convicción teológica, una vez superadas pequeñas disputas dogmáticas y eclesiásticas (tal sería el caso de los ortodoxos); otras por vinculaciones históricas (los anglicanos); otras podrían considerar, pragmáticamente, que el liderazgo del papa es legítimo por conveniencia, en atención a su atractivo carisma, y su autoridad moral.
Liderazgo
Desde casi todas las instancias sociales y políticas se clama por la necesidad de un liderazgo que dirija a la humanidad hacia sendas de progreso, paz y justicia. Los líderes políticos, “contaminados” por la naturaleza de su propia actividad, no cuentan con suficiente legitimidad moral ante la población. Por eso ellos mismos buscan apoyos en los sistemas de creencias, cuya capacidad de cohesionar la sociedad e ilusionar con proyectos es mucho mayor.
El liderazgo papal se sustenta por un lado sobre la propia concepción de poder universal consustancial a la Iglesia Romana, y por otro sobre la necesidad del ejercicio de la autoridad moral que se considera que tiene el mundo en el actual proceso de globalización. En cuanto a la primera, la iglesia católica romana concibe su proyecto de cristiandad no tanto como propuesta alternativa para el hombre que opta por Jesucristo, sino como una organización “visible” (es decir, organizada, estructurada) cuyo fin es «la salvación de la humanidad» (Ut u. s., 99; cursiva añadida). Como afirma Wojtyla, «la Iglesia renueva cada día, contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra cosa que la lucha por el alma de este mundo» (Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona: P&J, 1994, pp. 124-125).
En cuanto a la necesidad de un liderazgo moral, ningún líder recibe en el mundo actual el reconocimiento que recibe el papa, no sólo por su carisma personal, sino por la propia imagen de sí misma que la institución que representa, el papado, ha logrado consolidar en todo el mundo. Representantes de todas las tendencias religiosas e ideológicas coinciden en resaltar, no ya tanto la espiritualidad o la visión religiosa del papa, sino sobre todo su iniciativa social y política, su liderazgo moral, el calado de sus mensajes.
Por otro lado, el Vaticano, en cuanto poder político y a la vez religioso, ha ido fraguando una red de alianzas a todos los niveles. En este sentido, destaca la confluencia de intereses cada vez mayor con las autoridades políticas y religiosas de Estados Unidos, desde que bajo el mandato de Reagan se forjó el eje geopolítico Washington-Vaticano como herramienta para luchar contra el agonizante comunismo y para construir un nuevo orden mundial.
El horizonte que se perfila bajo la mayoría de las diversas formas de ecumenismo es amenazante. Los poderes fácticos que pueden sacar partido de estos procesos están dispuestos a imponer su proyecto global para la humanidad. Es necesario estar alerta ante los movimientos de la bestia totalitaria, y saber responder con criterios y convicción personales.
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