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Un espacio propuesto por EQUIPO ECUMÉNICO SABIÑÁNIGO

viernes, 29 de enero de 2021

MÍSTICOS DE LAS RELIGIONES

 

Místicos de las religiones

por José Luis Vázquez Borau

1. La oración tiene como cima el silencio

La oración se orienta hacia la mística, engendrando un estado de continuo recogimiento, que, poco a poco, va centrando al alma y la sustrae de todo aquello que podía dispersarla, perdiendo, así, su orientación. Comparando la oración con la respiración, si dejamos de rezar provocamos la muerte espiritual. La "oración del corazón", apoyándose en la respiración se centra en el "instante presente", simbolizando ruptura con relación al pasado y al futuro. El instante presente es comparable al punto central de la cruz, en donde se junta lo vertical y lo horizontal, uniéndose el cielo con la tierra y donde se abraza con amor a todo el cosmos. En su cima la oración es silencio. El instante en el que se centra la persona orante y surge el silencio como una fuente y el ser interior penetra en la unidad luminosa: la eternidad. La oración es más silencio que palabra. El silencio, en cuanto vacío y abandono es una llamada hacia la plenitud. El rol del Amante es expresarse, la función del Amado consiste en escuchar y saborear en su corazón el mensaje percibido. Durante la oración el tiempo desaparece. El corazón permanece a la escucha. En este instante la persona mística percibe que es amada y su vocación consiste en decir si a este amor.

2. John Henry Newman (1801-1890)

John Henry Newman murió a los noventa años de edad. Su vida transcurrió con su siglo, practicando la santidad de la inteligencia. Escritor incansable, Newman no escribió libros de espiritualidad, aunque sus obras y cartas traspiran cristianismo. No sabemos cómo era su vida de oración y su experiencia íntima con el Señor, salvo por inferencia, y no parece haber tenido gracias místicas extraordinarias. Tampoco hay nada especialmente notable en su vida en el terreno de ascetismo exterior, o de pobreza, o de entrega espectacular a los pobres, aunque en el período de la “plaga irlandesa” puso en peligro su vida por asistir a los enfermos; su apostolado era básicamente intelectual y en ese respecto extraordinariamente fecundo. Newman practicó la santidad de la inteligencia de modo extraordinario. El camino y la cruz de Cristo que él compartió fue el de la búsqueda incesante de la verdad hasta dejarse crucificar por ella. La honestidad intelectual fue el rasgo dominante de su espíritu, y con su sinceridad habitual, pudo escribir en su Apología: “nunca pequé contra la luz”. La lealtad de Newman a la luz que iba gradualmente recibiendo llegó hasta el heroísmo. En esta obra justifica su evolución y crisis en la búsqueda de la verdad cristiana, que lo conducirá al final hasta la Iglesia de Roma, en el año 1815, dando un testimonio de lealtad y pureza intelectual.

Newman fue criticado y mal interpretado por muchos anglicanos, entre ellos algunos de sus amigos, con los que tuvo que polemizar en defensa propia. Igualmente fue incomprendido, y a veces aislado, por diversos sectores católicos, no porque dudaran de su catolicismo, sino porque sus ideas no eran comunes; su visión de la Iglesia lo adelantaba a su época. Fundó la Universidad católica en Dublín, pero tuvo que dimitir al no encontrar apoyo en los obispos. En los últimos diez años de su vida, sin embargo, fue plenamente apreciado y reivindicado tanto en Inglaterra como en el resto de Europa, donde era ya bien conocido como “la figura” del catolicismo inglés. León XIII lo nombró cardenal y le concedió su petición de no ser ordenado obispo; sus ideas sobre el ecumenismo, el desarrollo doctrinal de la Iglesia y las relaciones de ésta con el mundo, están presentes en la enseñanza del Concilio Vaticano II

3. La mística se sitúa en el espacio interior

El espacio exterior y el espacio interior se implican. Su armonización exige un
largo proceso para dilucidar los puntos de encuentro y de oposición. Cuando una persona está unificada se opera un va y viene constante a modo de inspiración y expiración. Para que una persona se pueda introducir en el abismo interior, necesita, además de un guía experimentado y lúcido, una lenta y difícil preparación, pues, de lo contrario, puede tener vértigo y perder pie ante la inmensidad de este espacio.

Partir es el primer paso. Mantenerse en la condición de viajero exige atención lucidez y vigilancia. Pertenecer al mundo es conocer las cosas por los sentidos exteriores, captarlas por sus diferencias y pertenecer a un mundo fragmentado donde todo es multiplicidad. El mundo es una dimensión del alma y no del Espíritu. Entrar la persona en sí misma es una aventura, cuyo fin es conquistar el reinado interior de donde la persona fue exiliada. Se trata de llegar al propio centro interior, donde se recibe la iluminación y la persona se va transformando gracias a la luz del Espíritu de Amor.

Cuando la persona toma conciencia de su profundidad, está iluminada, consciente de lo que hay en ella y no proviene de ella. Esta profundidad de la interioridad, este fondo del alma, donde todo es Uno, es el lugar de la persona mística. El símbolo del “fondo del alma” es un punto, el punto de la eternidad escapado del tiempo y de la historia. Este punto, “el eterno presente”, no comporta ni pasado ni futuro. Cuando se toca el “fondo del alma” y se logra el silencio de los pensamientos y el vacío de los deseos, aparece la experiencia fundamental de los místicos. Experiencia de plenitud, de espacio ilimitado, de amor, de luz y de fuego.

4. Carlos de Foucauld (1858-1916)

El proceso espiritual de este aventurero de Dios comienza después de su conversión, dejando atrás su vida libertina y de explorador, gracias al testimonio de bondad de su prima la Sra. De Bondy y el testimonio del coadjutor de la parroquia de San Agustín de París, el padre Huvelin, “un hombre hecho oración”. Todo empezó cuando en 1887 Carlos, indeciso, no sabía en qué orden religiosa ingresar. Su elección no tardó en limitarse únicamente a las órdenes monásticas, pues sabía que éstas habían nacido de una previa experiencia del desierto por parte de sus fundadores. Por lo cual, impulsado por un loco deseo de seguir a Jesús, pobre y humilde obrero en Nazaret, ingresó en la Trapa, lugar de silencio, soledad y total aislamiento del mundo.

Más tarde, cambió la Trapa por Palestina, pero sin desistir de la idea de seguir viviendo como ermitaño, entregado al silencio y a la soledad. Y, finalmente, en Beni-Abbés y, especialmente en Tamanrasset, se esforzó en lo posible por conservar la soledad y el silencio de su desierto, a la vez que se hacía un hermano y tuareg más. Su principal objetivo es el de hacer comprender, a través de su disponibilidad, su amistad y su fraternidad, el amor de Dios a los hombres, sobre todo a los más abandonados. De amigo se convierte en hermano; de francés colonizador, en miembro real de las poblaciones tuareg.

Carlos de Foucauld es impulsado a vivir en el desierto del Sahara, entre gentes sedientas de Dios. Lo que cuenta para él es estar en continua escucha de la voluntad de Dios y ponerla fielmente en práctica. Sólo en la medida de su santificación personal consigue Carlos de Foucauld llegar a ser un digno mensajero del Evangelio, porque santificarse, para él, significa sintonizar con la voluntad de Dios y practicarla; confiarse en él y confiarle igualmente la mies, desinteresándose absolutamente de los frutos inmediatos. Es así como Carlos de Foucauld se hace sacramento de la presencia divina entre su gente, así como instrumento de salvación, lenta pero eficaz, en aquel remoto rincón del mundo.

5. La ascética en el camino de la mística

La ascética, palabra que deriva del verbo griego asqueo, que significa "ejercitarse", depende, exclusivamente, de la voluntad y actividad humanas, ya que se trata del período de la vida espiritual en que, por medio de ejercicios espirituales, mortificaciones y oración, logra el alma purificarse, desprenderse del afecto a los placeres corporales y de a los bienes terrenos. La ascética puede existir sin la mística, porque la gracia y las virtudes no necesitan, para llegar a su perfecto desarrollo, de operaciones extraordinarias. En cambio la mística no puede existir sin la ascética, porque se funda sobre ella, e incluso en el estado místico, el alma no puede dejar de prescindir de los ejercicios de ascética.

En el camino hacia la unión con Dios hay que distinguir tres momentos o vías: 
a) la "vía purgativa", que es la de los que comienzan, en la que el alma se libera poco a poco de sus pasiones y se purifica de sus pecados; 
b) la "vía iluminativa", durante la cual el alma se ilumina con la consideración de los bienes eternos, la pasión y la redención de Cristo; y, 
c) la "vía unitiva", en la que se llega a la unión con Dios, según el modelo definido por San Juan de la Cruz como "matrimonio espiritual".

La ascética está, pues, en el camino de la mística, y, en lo que atañe a su contenido, la ascética se basa en el ejercicio racional, mientras que la mística es puramente intuitiva. No puede llegarse a la cima de la perfección espiritual sin pasar por el camino de la ascética. No obstante, los caminos para llegar a la perfección son innumerables, pues no hay dos espíritus cuya ascensión a Dios sea idéntica.

6. Teresa de Lisieux (1873-1897)

Teresa de Lisieux, fue la novena hija de unos santos padres, Louis y Zélie Martin, quienes hubieran querido consagrar sus vidas a Dios en el claustro. La vocación que se les negó fue dada a sus hijas, cinco de las cuales se hicieron religiosas, una en la Orden de la Visitación y cuatro en el Convento Carmelita de Lisieux. Criada en una atmósfera de fe donde cada virtud y aspiración eran cuidadosamente fomentadas y desarrolladas, su vocación se manifestó por si misma siendo aun sólo una niña. Educada por las benedictinas, a los quince años solicitó el permiso de entrar al Convento Carmelita, y al serle negado por la superiora, fue a Roma con su padre, tan ávido de dársela a Dios como ella misma lo estaba de entregarse a sí misma, a buscar el consentimiento del Santo Padre, León XIII. Él prefirió dejar la decisión en manos de la superiora, quien por fin consintió y el 9 de abril de 1888, a la edad excepcional de quince años, Teresa Martin entró el convento de Lisieux donde dos de sus hermanas le habían precedido. El relato de los once años de su vida religiosa, marcada por gracias significantes y un crecimiento constante en la santidad, Sor Teresa lo da en su autobiografía, escrita en obediencia a su superiora y publicada dos años después de su muerte.

Teresa de Lisieux, descubrió, en 1896, el sentido profundo de su vocación: "En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el Amor" y se ofreció cada vez más para sostener el esfuerzo de los misioneros. Teresa nos dice, en su obra Historia de un Alma que el éxito de una vida no consiste en la importancia, ni en el éxito de las obras que habremos realizado sino en el valor del amor con el que nos habremos entregado a todas esas actividades. A los ojos del mundo la pequeña carmelita de Lisieux no hizo gran cosa en el interior de los muros de su pequeño monasterio de provincia. Sin embargo ella puso mucho amor en hacer los servicios que se le pedían: barrer las celdas, confección de imágenes, composición de poemas, redacción de sus recuerdos de infancia, etc. En vez de ponerse triste por no entregarse a actividades más brillantes, Teresa se maravillaba pensando que el Señor se complacía en recibir día tras día, segundo tras segundo, todos sus actos de amor. Ella deseaba ser, en la Iglesia, aquella que ama mucho.

7. La religión sin la experiencia religiosa no tiene porvenir

No todas las formas de mística pueden pasar por místicas cristianas. El objetivo de una mística cristiana no puede ser en ningún caso prescindir de un contenidocristiano. Al contrario, una mística cristiana debería encontrar claramente un lugar en el contexto de nuestra fe, debería ser conforme a la revelación de Dios tal como se entiende en el cristianismo. Una mística cristiana debería contener los siguientes elementos: 
a) Una estructura trinitaria, que se fundamente en la experiencia de Dios centro de nuestra existencia y horizonte último de nuestra vida cotidiana. Esta experiencia está caracterizada por la experiencia de Jesucristo y de su historia fuera de nosotros mismos, pero abierta a nuestra propia historia. La meditación cristiana es, en su núcleo duro, meditación de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Y nos lleva a hacer la experiencia del Espíritu Santo que nos da la gracia de conocer a Dios; 
b) La experiencia cristiana de la salvación es una experiencia de gracia y no una pseudoexperiencia de Dios a quien podríamos conocer gracias a nuestros esfuerzos y obras; 
c) La salvación cristiana es obra de Jesucristo. No depende pues de nuestra experiencia. Por tanto, sin experiencia mística sólo valen la salvación y la fe. A fin de cuentas la persona mística es también una persona creyente; y, finalmente, d) La experiencia mística puede enriquecer la reflexión dogmática, y la dogmática puede ayudar a la mística a construirse de acuerdo con la fe cristiana.

PUBLICADO EN:
REVISTA HOREB EKUMENE
ISSN 2605 - 3691 -FEBRERO 2021- Año IV - No 28
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld





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