La libertad es para la Iglesia a un tiempo don y tarea. La Iglesia puede y debe ser a todos los niveles una comunidad de hombres libres. Si quiere servir a la causa de Jesús, nunca puede ser una institución de poder o una Santa Inquisición. Sus miembros han de estar liberados para la libertad: liberados de la esclavitud a la letra de la Ley, del peso de la culpa, del miedo a la muerte; liberados para la vida, para el sentido de la vida, el servicio y el amor. Hombres que no tienen que estar sometidos más que a Dios, y no a poderes anónimos ni a otros hombres.
Donde no hay libertad, no está el Espíritu del Señor. Esta libertad, por más que haya de realizarse en la existencia del individuo, no debe ser en la Iglesia un mero llamamiento moral (ordinariamente dirigido a los otros). Tiene que ser efectiva en la configuraicón de la comunidad eclesial, en sus instituciones y constituciones, de suerte que éstas nunca puedan tener un carácter opresivo o represivo.
Nadie en la Iglesia tiene derecho a manipular, reprimir o suprimir, abierta o solapadamente, la libertad fundamental de los hijos de Dios y establecer la soberanía del hombre sobre el hombre, en lugar de la soberanía de Dios. En la Iglesia debe manifestarse esta libertad en la libertad de la palabra (franqueza) y en la libertad de acción y renuncia (libertad de movimientos y liberalidad en el sentido más amplio de la palabra), pero también en las instituciones y constituciones eclesiásticas: la misma Iglesia debe ser a la par ámbito de libertad y abogada de la libertad en el mundo.
Hans Küng. Ser cristiano. Ed. Cristiandad, Madrid, 1977
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