Águeda García: “En la unidad de los cristianos está el testamento de Jesús”
por Miguel Ángel Malavia
REDACTOR DE VIDA NUEVA
Águeda García, Misionera de la Unidad |
Como cada año, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se celebró del 18 al 25 de enero. Una cita imprescindible para quienes no se dejan vencer por la tentación de mantenerse firmes en sus castillos de fe y entienden que una vivencia de la espiritualidad desde la esencia cristiana requiere apostar a fondo por el auténtico ecumenismo. Entre la minoría que en España hace de esta causa el día a día de una vocación, están las Misioneras de la Unidad, congregación cuyo carisma específico de promover la unidad de los cristianos.
La comunidad fue fundada en 1962 por el entonces rector del seminario de Segovia, D. Julián García Hernando, quien tuvo esa intuición gracias a sus estudios de Historia de la Iglesia, que le provocaban un gran sufrimiento al entender que el rechazo mutuo entre cristianos era un evidente antitestimonio.
Para comprender algo más los avatares del camino recorrido hasta hoy, hablamos con uno de los pilares de la congregación, la hermana Águeda García.
En el mismo año en que nacía la comunidad, se inauguraba el Concilio Vaticano II, en sí mismo “ecuménico”, pero fueron muy pocos los que en nuestro país entendieron a Don Julián, calificándolo casi de extravagante en su idea de acercarse a nuestros hermanos en la fe… ¿Cómo recuerda aquella época?
Don Julián fue el gran pionero de la unidad en España, todo un visionario. La congregación como tal la fundó en 1962 en Segovia, pero desde muchos años antes, en los 50, ya trabajaba en cuerpo y alma por el diálogo ecuménico. Como rector, formaba a los seminaristas en este sentido y era un referente en Europa. De hecho, en 1963 vino a visitarle el hermano Roger de Taizé.
Muchos no entendían lo que hacía, pues no podemos olvidar que el contexto era el de una España, la de Franco, que se definía como oficialmente católica. Pero fueron años de primavera, gracias al impulso del Concilio y a obispos que tenían sensibilidad por este reto.
Ley de Libertad Religiosa
En 1966, don Julián dejó Segovia para trabajar en la Conferencia Episcopal, en el entonces llamado Secretariado Nacional de Ecumenismo. Ustedes estuvieron muy ligadas a esa labor mientras la desempeñó, hasta 1988. ¿Cómo lo recuerda?
Con mucho cariño. El ecumenismo se seguía viendo como algo llamativo por una mayoría, pero fue una etapa de mucho dinamismo, contando con obispos que hicieron un trabajo extraordinario. También fue un momento en el que contábamos con muchos jóvenes que se volcaban en nuestros grupos y celebraciones, como la Semana de Oración por la Unidad, que ya entonces se hacía. Además, se lograron avances que se plasmaron en leyes. La Ley de Libertad Religiosa contó con el impulso esencial de Don Julián.
Fruto de ese dinamismo inicial, las Misioneras de la Unidad llegaron incluso a contar con una sede propia en Ginebra para colaborar directamente allí con el Consejo Mundial de Iglesias… ¿Cómo surgió todo?
Llegamos allí en 1964, con toda la naturalidad del mundo. Para mantenernos económicamente, creamos una guardería en la que trabajábamos. La idea era empaparnos de lo que implicaba una plataforma de la dimensión del Consejo Mundial de Iglesias. Lo maravilloso esa comprobar que las reuniones eran al mismo nivel, que todos los representantes de las diferentes confesiones partían de esa base.
Y la oración, claro… Recuerdo que, antes de inaugurar una sede, se puso mucho hincapié en que debía de estar finalizada la capilla. Se entendía que el diálogo ecuménico debía darse de rodillas y rezando. De hecho, cada día, antes de empezar a trabajar, se rezaba media hora todos juntos.
Atenágoras ante la tumba de Juan XXIII
Seguro que vivieron todo tipo de anécdotas… ¿Se queda con alguna en especial?
Sí, con el día que nos visitó el patriarca Atenágoras. Vino a la guardería y reconoció a una compañera mía, Marina. Era muy bajita… ¡Tanto que le llegaba a la barba! Él, al verla, la reconoció al grito alegre de “¡la pequeña!”. Luego nos contó que había pasado antes por Roma y, antes de nada, lo primero que hizo fue visitar la tumba de Juan XXIII. Dejó sobre la lápida tres espigas y este mensaje: Si el grano no muere, no dará fruto.
Usted misma entró en la congregación sin un conocimiento profundo de la esencia ecuménica, pero siempre ha defendido que, más allá de esas simples noticiones de cómo eran las otras Iglesias, le fascinaba la intuición de que el camino con ellas debía ser conjunto y culminar en la unidad. ¿Sigue siendo este un motor válido para que sean cada vez más los que se sumen a esta causa?
Por supuesto. Yo era una chica normal, con mis amigos, mis bailes… Todo cambió cuando pude hacer unos ejercicios con don Julián. Salí de allí queriendo ser misionera. Hube de esperar porque tenía una hermana enferma hasta que llegó otro hermano mío que trabajaba en Alemania a hacerse cargo, pero pude entrar pronto, a los once meses de nacer la congregación. Ya han pasado 55 años y sigo sintiendo esa misma fuerza e ilusión que el primer día.
¿Dónde radica la fascinación por el diálogo ecuménico?
En la certeza de que la unidad es algo muy grande, pues en ella está el testamento de Jesús, quien, en la Última Cena, dejó dicho esto: “Padre, que todos sean uno para que el mundo crea”. Esto no nos puede dejar indiferentes…
¿Todos los obispos son como Iniesta?
Sus encuentros anuales de El Espinar y su curso de formación, que se extiende durante todo el año en Madrid, continúan siendo referentes. Con todo, ¿cree que son una minoría los realmente involucrados en el diálogo ecuménico?
Es cierto que, tras esos primeros años de impulso con el Concilio, ahora estamos en otra etapa en cuanto a participación. Antes teníamos un grupo de jóvenes muy implicado y recorríamos España ofreciendo formación, llenando las iglesias de chicos entusiasmados. Ahora cuesta mucho más, pero lo positivo es que, los que se involucran, se acaban fascinando y tienen muchas ganas de aprender. Necesitamos el compromiso de los jóvenes, pues son ellos los que menos prejuicios tienen. Esa actitud es clave, pues lo primero que hay que hacer para amar al hermano, es conocerlo. Este año, en el curso, estamos profundizando en la Biblia, y la gente está encantada, teniendo muchos momentos para el coloquio y aprender juntos. Merece la pena todo esfuerzo.
Por cierto, quiero recordar aquí una anécdota. En 1971, Alberto Iniesta, obispo auxiliar de Madrid, fue el primer y único prelado católico en celebrar en la iglesia de la comunidad bautista de la capital. Recuerdo perfectamente que, cuando entró, por su vestir humilde, la gente no se dio cuenta de que era él obispo. Luego, cuando empezó a hablar e impresionó a todos, las mujeres que tenía a mi lado, maravilladas, me preguntaron: “¿Y son así todos los obispos católicos…?”. Insisto, es clave conocernos para amarnos.
¿Hasta qué punto se percibe aquí ese empujón que esta dando Francisco al reto ecuménico, con numerosos hitos de convivencia fraterna con las principales Iglesias cristianas del mundo?
Lo mejor que tiene es que su compromiso se plasma más allá de las palabras, en las acciones. Sin duda, Francisco está siendo clave en este tiempo histórico.
FUENTE:
http://www.vidanuevadigital.com
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