Mirar la alegría y la paz de Cristo resucitado
por Hno. Alois de la Comunidad de Taizé
Cada semana del verano hay entre nosotros jóvenes ortodoxos. Estamos muy agradecidos por su presencia. Los cristianos occidentales necesitamos abrirnos más a los tesoros de las Iglesias orientales.
El martes pasado los cristianos ortodoxos celebraron una fiesta importante: la fiesta de santo Elias. Este gran profeta vivió ocho siglos antes de Cristo. Varias historias de Elias nos han sido transmitidas en la Biblia. Hay una que nos llega particularmente.
En el momento en que su vida peligra, Elias se da a la fuga. El desaliento lo corroe. Busca un signo de la presencia del Dios y se esconde en una cueva y espera. Sobreviene entonces un huracán, pero Dios no está en la tempestad. Luego un fuego, pero Dios no está en el fuego.
Finalmente pasa una brisa ligera. Y Elias comprende que Dios lo visita en esta brisa ligera. Se cubre la cara y se postra. Esta visita de Dios no aparta el peligro de un momento al otro, pero Elias comprende que Dios no lo abandona.
El profeta Elias nos permite comprender que Dios no viene a través de manifestaciones de fuerza y de violencia. A nosotros de abrirnos, con una gran sensibilidad, para reconocer los signos muy a menudo escondidos de la presencia de Dios en nuestra vida.
Para nosotros, estos días, uno de esos signos de la presencia de Dios es que estemos reunidos siendo de horizontes tan diferentes. Una joven que viene con un grupo de la región de Belén dijo: «Somos tan numerosos y tan diferentes unos de otros, pero sin embargo somos como una sola familia.»
Lo que nos reúne no es una idea, un ideal o un proyecto, sino alguien: Cristo resucitado. El hermano Roger decía a veces que si Cristo no hubiera resucitado no estaríamos aquí.
Acabo de hablar del grupo de la región de Belén que vive en territorio palestino. Hay también un grupo de jóvenes cristianos árabes que viven en Nazareth. Querría decirles a unos y a otros que rezamos por ellos, para que los habitantes de este continente puedan vivir en la justicia y en la paz.
Uno de estos jóvenes cristianos árabes me dijo esta semana: «La paz comienza en nosotros mismos». Es realmente verdad . La primera palabra que Jesús les dice a sus discípulos después de su resurrección es justamente: «La paz esté con usted.»
Los discípulos de Jesús tenían mucha necesidad de esta paz del corazón. De hecho, siguiéndole, habían puesto toda su esperanza en él. Pero él se mostró tan diferente de lo que ellos esperaban. Jesús no fue un mesías con el poder de este mundo. Ellos no habían comprendido que el mesías iba a venir muy humildemente, como lo habían anunciado los profetas Elias e Isaías.
Los discípulos no podían soportar que Jesús fuese un mesías pobre. Ellos esperaban tal vez que cambiara las condiciones sociales o políticas del momento, no comprendían que sobre todo había venido para arrancar de raíz el mal.
El poder del mal es matar, dar muerte. Pero, aceptando una muerte violenta, dando su vida en la cruz, Jesús no fue vencido por el dolor. ¿Por qué? Porqué amó hasta el fin, incluso a los que lo perseguían. Él llevó el amor de Dios allí donde había sólo odio.
Y Dios lo resucitó. Podemos o deberíamos imaginar la alegría de Jesús cuando, una vez resucitado, se aparece a María Magdalena y a sus discípulos. A Pascua, y cada domingo, día de la Resurrección, cantamos esta alegría.
Un antiguo canto de Pascua pone en la boca de Jesús estas palabras: «He resucitado, aleluya, aquí estoy de nuevo cerca de ti.» Sí, incluso si su presencia de Resucitado es invisible, esta es real, tanto en nuestros días como en nuestras noches.
¡La paz y la alegría! A veces sufrimos puesto que parecen estar muy lejos de nosotros. ¿Que hacer en estos momentos de aridez o de desaliento? Me digo estos días: ¿Acaso no podríamos mirar la alegría y la paz del Cristo resucitado? Él venció a la muerte y al odio.
Mirando hacia él, ya nos acercamos a su alegría y a su paz. Podemos mirarlo «así como una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que el día comience a despuntar y que el lucero matutino se levante en nuestros corazones».
Entonces, hasta en medio de las tensiones y de las dificultades, aprenderemos a transmitir la paz y la alegría. Ellas no vienen de nosotros, Cristo nos los da en cada momento.
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