«Raíces vivas de fe”: Los mayores y su testimonio en la Iglesia
por Julia Crespo
“Corona de honra es la vejez que se halla en el camino de justicia.”
Proverbios 16:31
En un mundo donde se idolatra la juventud y se relega la vejez al olvido, la Biblia nos muestra la última etapa de nuestra vida como un camino distinto, lleno de dignidad, propósito y esperanza. Dios no ve la vejez como la ve el mundo. Para Él, la vejez es una corona, un tiempo de honra, de madurez espiritual y de testimonio.
Vemos en el Antiguo Testamento como el mismo Dios que llamó a Moisés desde la zarza ardiente, lo llamó a los ochenta años a liberar a su pueblo, y es en ese momento cuando Moisés comienza su misión más grande. Lo mismo sucedió con Abraham, cuando ya había renunciado al sueño de la paternidad, Dios le prometió una descendencia tan numerosa como las estrellas. No era un premio tardío, era el inicio de algo nuevo. A su edad la fe se volvió más fuerte que la lógica y Abraham se convirtió en padre de multitudes, porque primero fue padre de una fe probada. El Nuevo Testamento cuenta también la historia de Zacarías y de Isabel, y la de Joaquín y Ana, abuelos de Jesús. Dice el Evangelio que cuando la esperanza humana parecía agotada Dios les concedió el milagro de Juan. En su cuerpo envejecido Dios sembró el inicio de la redención, como si el cielo eligiera precisamente las manos arrugadas para sostener los primeros brotes del Reino.
La Iglesia, madre y maestra, a través de la historia y en boca de sus pontífices y santos, ha reconocido a los mayores como testigos privilegiados del evangelio vivido, como esos centinelas silenciosos del Reino, como tierra fértil madura donde pueden nacer las flores más aromáticas de la fe. "La vejez vivida en gracia es uno de los testimonios más sublimes del evangelio silencioso”, nos decía el Papa Francisco.
Muchas veces a medida que envejecemos y nos vemos decaer nos preguntemos ¿qué quiere Dios de mí ahora que mis fuerzas han disminuido, que mis hijos se han ido, que mi cuerpo ya no responde igual? La respuesta es clara: Dios quiere tu corazón, quiere tu alma en plenitud, quiere que descubras el valor eterno de este tramo del camino, quiere que abraces esta etapa como una misión. Quiere que la vivas, no como un descenso hacia el ocaso, sino como una subida hacia la cumbre de la intimidad con Él.
La longevidad es un signo, una llama que no se apaga porque aún tiene mucho que iluminar. Quizás ya no seas llamado a construir con tus manos pero puedes edificar con tu fe. A pesar de tu espíritu misionero, quizás ya no puedas caminar largas distancias, pero tu oración puede alcanzar los confines del mundo; Quizás ya no enseñes en aulas, pero tu testimonio silencioso educa más que mil palabras. Tu sola presencia en silencio o en oración puede ser como incienso que sube al cielo y tiene un poder sanador inmenso.
No hay edad que cierre el altar del alma mientras haya vida. Cada Eucaristía que participas, aunque sea en una silla desde tu casa, es una llama que aviva el fuego purificador del Espíritu y sostiene al cuerpo místico de Cristo. Tu fe silenciosa es la raíz profunda que sostiene a las nuevas ramas, tus palabras, tu experiencia, tus errores incluso, todo puede ser semilla de sabiduría para los más jóvenes.
No hay que caer en la trampa del desánimo y el aislamiento. Nos dice San Pablo: “Por tanto, no desmayamos; aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día.” (2 Corintios 4:16). Los nietos necesitan ver un amor paciente, una oración constante, una serenidad que solo da la fe. El mundo necesita testigos, almas maduras que sepan sufrir con esperanza, esperar con paciencia y amar sin medida .Dios no se ha olvidado, te tiene en la palma de su mano, te mira con ternura y espera como el agricultor que sabe que los últimos frutos suelen ser los más dulces. Tu vejez vivida en gracia es una ofrenda silenciosa que Dios acoge con inmenso amor.
En esta etapa de la vida los ritmos se desaceleran y las voces se apagan, los hijos ya no llaman tanto, los amigos parten, los días se repiten y puede parecer que ya queda poco por hacer. Pero esta etapa es tierra fértil donde florece la escondida vocación contemplativa del alma, la misión de intercesión, la fuerza de quien ofrece su dolor en el silencio de su cuarto para sostener batallas que nadie más ve .Cada día de esta etapa es terreno sagrado. No hay minutos inútiles, no hay jornadas que Dios no pueda transformar en ofrenda. Nos dice San Pedro en 3;3-4: “Vuestro adorno no sea externo… sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estimación delante de Dios.”
La vejez es un tiempo donde el alma ya no necesita demostrar sino ser; ya no necesita correr sino descansar en Dios y desde ese descanso profundo nace una nueva fecundidad, la fecundidad del Espíritu. Hay un silencio especial, el silencio del alma que ha aprendido a esperar, que ha visto pasar tormentas, que ha amado y perdido, que ha caído y ha sido levantada por la misericordia de Dios. Es un silencio lleno de presencia. Es el silencio de quien ora, de quien escucha más que habla, de quien contempla más que exige. Un silencio que es un tesoro.
Esta etapa, es una antesala sagrada donde cada instante puede ser un encuentro con Cristo: en la oración, en el silencio, en el ofrecimiento cotidiano de las dificultades. Incluso las enfermedades si se unen a Cristo crucificado se transforman en puentes de redención. Nada se pierde cuando es ofrecido. Cada dolor puede ser convertido en gracia, cada limitación en oportunidad de encuentro con Dios. Y si alguna vez sientes que no puedes más di simplemente: "Jesús en ti confío" Esa frase que tantos santos han pronunciado en sus últimos días, es la clave del alma madura. Ese abandono en Dios, es fruto de una fe sencilla como la de un niño, pero profunda como un pozo que ha sido cavado durante muchos años. “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo…” (Salmo 23:4)
Es también el momento en que podemos llenarnos de esa paz que proviene de la reconciliación con nuestra historia, con nuestras heridas, con quienes tal vez nos lastimaron, pero que supimos perdonar y así liberar nuestra alma de rencores para llenarnos de la paz de Dios y dejar que Él cure lo que aún duele. Dios no nos mide por lo que producimos sino por cuánto lo amamos y en esta etapa de nuestra vida podemos amar e irradiar amor por todos los poros. Podemos amar en la oración, en el ofrecimiento, en la sonrisa compasiva, en el silencio acogedor… Cada momento, es un paso más hacia la plenitud, una ofrenda total: "Señor todo lo que viva hoy te lo ofrezco”.
Digamos pues con el salmista: Señor “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días, que traigamos al corazón sabiduría.” (Salmo 90:12)
AUTORA:
Hermana Julia Crespo Benito CEHCF
Comunisas Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld
FUENTE:
https://horebfoucauld.wordpress.com/
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