miércoles, 12 de diciembre de 2018

JESÚS, EL GRAN LIBERTADOR.


JESÚS, EL GRAN LIBERTADOR. 

Estamos en el tiempo de  Adviento, por eso en la última etapa del Tiempo Ordinario la Palabra de Dios que se nos presentó era una Palabra liberadora, en la que nos marca el ritmo del creyente, en la que Jesús de Nazaret hace múltiples milagros y se mezcla entre la gente para hablarles desde la realidad en la que vive cada uno: enfermedad, pobreza, fariseísmo… Jesús es el «gran libertador» y en este contexto escuchamos el Evangelio según San Lucas: 

«Estaba un sábado enseñando en una sinagoga. y había una mujer a la que un espíritu tenía enferma hacía dieciocho años; estaba encorvada y no podía en modo alguno enderezarse. Al verla Jesús, la llamó y le dijo: "Mujer, quedas libre de tu enfermedad". Y le impuso las manos. Y al instante, se enderezó y glorificaba a Dios.» 

La mujer toma el centro de este Evangelio; la mujer es la despreciada, la ninguneada, la que es una mula de carga y un paridera, relegada al rincón de la casa. En esta mujer encorvada del pasaje evangélico podemos descubrir a tantas mujeres maltratadas, violadas, cargadas como acémilas, vejadas en su honor, humilladas constantemente en el trabajo, en su casa, en el barrio, ¿cuántas mujeres conocemos que viven situaciones así? Mujeres que no son tratadas con cariño por sus maridos, que son olvidadas por sus hijos o que son despreciadas por los vecinos que las rodean; cuantas niñas y chicas jóvenes perdidas por caminos que no conducen a ninguna parte, que son carne de carretera o las últimas en sobrevivir en una patera; mujeres utilizadas como arma de guerra en tantas guerras que hay en el mundo. 

[Hagamos un ejercicio de reflexión. Pongámonos de pie y tomemos de las manos a la mujer que tenemos a nuestro lado. Mirémosla a los ojos un segundo y cerrando los nuestros pensemos «Estoy a tu lado, contigo, junto a ti, no temas, en Jesús puedes descansar». Sentémonos nuevamente y prosigamos con el relato evangélico.] Sí, la mujer encorvada representa a tantas mujeres maltratadas o que sufren. 

Y tú, ¿cuántas veces te has visto doblegada por el peso de las cargas que soportas, por tus enfermedades, por tu soledad? Id con vuestra mente al momento de este pasaje evangélico, es día de fiesta, Jesús está en el templo predicando y va a hablarles del grano de mostaza como respuesta a la queja de los fariseos por haber curado a esta mujer enferma. ¿En qué papel te sitúas tú en este relato? ¿Eres la mujer encorvada, uno de los discípulos que está allí sentado escuchando al Maestro, eres de los fariseos, eres de los que no creen en Jesús y en su poder…? 

Miremos un momento al Cristo de nuestro altar, pronto será su fiesta, la de Cristo Rey del Universo, la de ese Cristo que nos dice «Yo soy el camino, la verdad y la vida», la de ese Cristo que nos promete «mi reino es un reino de justicia, de verdad, de paz», es la fiesta de ese Cristo que nos dice «quien quiera seguir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». 

Es el mismo Cristo que ha curado a la mujer encorvada. Es el mismo Cristo que ha tomado tu mano para decirte que te ama y que está a tu lado y que te dice «nadie te ama como yo», ¿por qué no le pides en este momento que te mire, que te enderece, que obre en ti con su poder? Él solo nos pide que tengamos una fe como un granito de mostaza, con ese poquito Él ya puede obrar el milagro en ti y en mí. 

Muchas veces digo que para mí, el gran milagro de Lourdes, de Medjugore, de Fátima es salir con el corazón transformado; ese es el milagro que yo le pido al Señor que obre en mí cada día, es el más difícil, «transformar mi corazón, cambiar mi duro corazón por un corazón nuevo que viva como Él quiere». 

En otra traducción de este evangelio dice que la «mujer estaba encorvada por un espíritu inmundo», es decir, necesitaba sanar su alma, su corazón, y cuando Jesús le liberó de la carga que oprimía a su alma, ella recobró la salud física; pues, en muchas ocasiones, algunas enfermedades vienen como consecuencia de nuestro estado de ánimo, de nuestra forma de vivir. Al igual que la mujer encorvada del evangelio, nosotros podemos encontrar en nuestra enfermedad o en la situación de nuestra vida una ocasión para que Dios obre el milagro en nosotros, en vez de decir ¡qué he hecho yo para merecer esto! o ¡lo mío no hay Dios que lo arregle! podemos decir ¡gracias, Señor, porque te has servido de mi situación para encontrarte conmigo! Y, como la mujer encorvada, alabarle y glorificarle. 

Ya por último, quiero volver a una frase del texto de hoy «al verla, Jesús la llamó». El Señor sale al encuentro, a veces espera a que nosotros demos un primer paso, en esta ocasión se apiada de una mujer que –como nosotros- está en el templo rezando a Dios, pero su oración le permite oír a Dios y, por lo tanto a Jesús cuando la llama, no es una oración ensimismada, ni es una oración tan llena de palabras que no da lugar a que Dios le pueda responder (a veces Dios quiere respondernos y como estamos tan ocupados en decirle cosas se encuentra con la línea ocupada), su oración es una atenta escucha de Dios, la mujer con su sencilla oración contempla al mismo Dios en Jesucristo y porque entabla ese diálogo silencioso con Dios puede percibir su voz y su gesto «¡Mujer!» y la liberó, porque aunque nuestro pecado sea tan grande podemos rezarle humildemente «lávame, Señor, de mi pecado, purifícame de toda culpa» y Él nos dirá «levántate, estás libre de tu enfermedad, estás libre de ti, de tu egoísmo, de tu error…»; esa es la gran maravilla de su amor y de su misericordia «venid a Mí los que estáis cansados y agobiados, que yo os aliviaré». Y no olvidéis ese poquito de silencio que os permite escucharle a Él. 

Victor José Viciano 
Comunidad Ecuménica Horeb Carlos de Foucauld






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